Qué necesita la Argentina para mejorar la productividad y los ingresos reales
Si se busca promover el crecimiento y mejorar la situación social desarmando privilegios, es imprescindible no solo estabilizar la economía sino también abrirse al mundo y ganar competitividad.
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Los datos de productividad de la economía argentina de los últimos 15 años muestran un claro retroceso. Según información publicada por el Banco Mundial, nuestro país registró entre 2007 y 2022 (es decir, antes de la recesión que se inició a mediados de 2022) una importante caída en la productividad laboral que, por el contrario, tuvo una mejora de 30% en el promedio mundial, y de más de 7% en América Latina. Si extendemos el análisis a 2024, los datos seguramente mostrarán un empeoramiento.
¿Por qué cae la productividad? Las razones son varias y conocidas e incluyen desde los grandes desequilibrios macroeconómicos que deterioran el crecimiento –elevado déficit fiscal, emisión monetaria por sobre la demanda voluntaria de pesos, endeudamiento compulsivo con repudio cíclico de la deuda pública (defaults), repudio del peso y alta inflación–, hasta la miríada de regulaciones y normas que traban la competencia en los mercados de productos y factores (trabajo y capital) para proteger a grupos de interés.
En ese contexto la economía nunca puede abrirse al mundo, porque la protección a los ineficientes genera costos de producción de bienes y servicios que demandan altos aranceles y trabas a importar para proteger a los locales.
No es posible plantearse actualmente una apertura amplia de la economía aun cuando estemos en la era de la administración de Javier Milei, que tiene una visión competitiva de la economía. Y esto es así porque las ineficiencias llevarían a la quiebra de empresas (y de sus empleados, proveedores, distribuidores y gobiernos locales que viven de la protección), e incluso de empresas que son eficientes en lo interno, pero que deben soportar una protección efectiva negativa (por sobrecostos de importación e impuestos a la exportación) y una ineficiencia estatal y privada generalizada.
Para abrir la economía y lograr ganancias de productividad deben desmantelarse previamente las restricciones que traban el funcionamiento de los mercados. Eso incluye trabajar en cuestiones como el cepo, las regulaciones laborales y las que pesan sobre el comercio de importación y exportación, el exceso de carga tributaria y el resto de dimensiones que implican un “cambio de régimen”.
Desarmar esas regulaciones llevará tiempo (el desarme completo del cepo en sus diversas dimensiones, incluyendo entre otras la normalización de la remisión de dividendos, llevará mucho más tiempo del que se cree). Y, seguramente, el gobierno que lo intente se enfrentará con la oposición de quienes pierden rentas de monopolio, de sindicalistas y empresarios, funcionarios, políticos y empleados que se verían afectados por la apertura de los cotos de caza. Así como Emmanuel Macron se opone al acuerdo del Mercosur con la Unión Europea por el lobby de un grupo de agricultores con apoyo de una parte de la población francesa, en un proceso de apertura nacen como hongos los conflictos protagonizados por quienes se oponen, en nombre del trabajo y la industria nacional, sin reparar en el costo económico y en el daño de largo plazo que generan.
Estos conflictos están presentes en muchos países y el problema es cuando logran imponerse en forma generalizada, ya no solo en unos pocos sectores.
Las reformas en la Argentina deben ser ambiciosas. Las de carácter parcial y selectivo no mejoran las condiciones de productividad ni garantizan reducciones generales de costos que aumentan la competencia. La advertencia de “quedarse corto” vale para muchos casos que vemos a diario, referidos a reformas ambiciosas que iban a tener lugar y que son reemplazadas por cambios de segundo orden, que dejan sin variaciones el núcleo del negocio.
Ello incluye cuestiones como la de mantener privilegios tributarios extraordinarios para algunas provincias, tal como ocurrió en el pasado con la promoción industrial y tal como sigue planteándose en algunas regiones en la actualidad. También está el anacrónico reclamo de proteger la producción local con el “compre nacional” y con mecanismos arancelarios, para-arancelarios y cambiarios, o de escoger sectores que se van a “desproteger” (generalmente, los más eficientes) para poder mantener a flote a los ineficientes y preservar sus rentas monopólicas. Hacer las reformas eligiendo quién gana y quién pierde es una forma de gatopardismo que termina frenando los cambios, en lugar de estimularlos.
Estos comentarios valen para muchas dimensiones que estamos viendo del proceso actual de reformas, que se ve esmerilado a diario por quienes pretenden –desde una oposición “constructiva”– introducir cambios que resulten “indoloros” para el votante.
Por ejemplo, en estos días se está discutiendo la reforma laboral, una de las áreas claves para lograr una reversión en la caída de la productividad y para recuperar ingresos laborales en términos reales.
Quizás cabe recordar que en el corto y en el mediano plazo podrá haber alguna recuperación de los ingresos por una cuestión cíclica: cuando la economía rebote tras la recesión (algún día habrá un rebote) aumentará el producto y eso ocurrirá con la misma cantidad de empleo (un poco más, en términos de horas trabajadas), por lo que el producto por ocupado subirá a los niveles anteriores a la recesión, pero no más. Es decir, ese indicador seguirá en niveles bajos y, eventualmente, se estancará mientras no cambien las condiciones de producción.
Eso implica que una mejora sustancial de los ingresos en promedio para toda la economía no se puede sostener solo con un rebote cíclico, es decir de un subconjunto de sectores que pueden invertir (bajar costos) o crecer con fuerza, a menos que esos sectores arrastren a todo el resto y den marco para desmantelar las restricciones que operan sobre los otros.
El mercado laboral que surgirá de la reforma –según parece– mantendrá características propias de un mercado extremadamente regulado. En primer lugar, piénsese en el mecanismo de negociación colectiva, que mantendría el principio de ultraactividad de los convenios (no tienen vencimiento y solo se negocia para arriba); son acuerdos cerrados entre quienes han sido autorizados para negociar (sindicatos y cámaras); la homologación les confiere fuerza “erga omnes” para quienes están en la negociación y también para las miles de empresas y empleados que no negociaron y deben aceptar sus términos; carecen de flexibilidad, en general, para adaptar las condiciones a diferentes tamaños de empresa y a diferentes regiones, y reprimen la flexibilidad interna en muchas dimensiones.
El extremo de convenios con normas congeladas en el tiempo, convenios colectivos “freezados”, son los estatutos profesionales, que datan en su mayoría del período que va de años 40 a los 60. Fueron creados por circunstancias coyunturales y resultan imposibles de modificar, por tener la característica de una ley. Todo ello, para comenzar a considerar un conjunto de dimensiones que afectan no solo al empleo privado sino también al público, y que expulsan población y empresas hacia la informalidad.
Los guardianes de cambios “indoloros” se inclinan hacia reformas radicalmente dietéticas, que desconocen el funcionamiento de los mercados. Prefieren soluciones legales más fáciles, que den curso a decisiones discrecionales de los funcionarios de turno. Los ejemplos abundan.
Dado el diseño centralizado, ultraactivo y monopólico de los representantes sindicales y empresarios, no extraña que cada tanto los gobiernos pisen o impulsen aumentos salariales: está en el ADN del diseño, le diría el escorpión a la rana. Los gobiernos se fascinan cíclicamente impulsando salarios (antes de una elección) o frenándolos (después). ¡Y pueden hacerlo caso por caso!
Si el objetivo es promover el crecimiento, mejorar la distribución del bienestar y limitar las políticas discrecionales, es imprescindible no solo estabilizar la economía sino también –con la mirada puesta en el futuro– abrirse al mundo y ganar competitividad.
Para ello, se debe lograr previamente un salto en la productividad, con ambiciosas reformas en mercados de factores y productos. Solo ello permitirá el crecimiento sostenido de los ingresos reales.
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