Prioridades de corto plazo que hipotecan el futuro
Desde siempre se afirma que con la economía se puede hacer cualquier cosa, menos evitar las consecuencias. En la Argentina ni hace falta demostrarlo: es uno de los países que menos creció en varias décadas, su PBI por habitante es similar al de hace 47 años y tiene una inflación crónica de dos dígitos anuales. Pero otro tanto ocurre con la salud y con el recurrente cambio de reglas de juego para los sectores productivos.
Nadie puede negar que la irrupción de la pandemia encontró a la economía muy mal parada y trastocó todo en 2020. Sin embargo, el gobierno de Alberto Fernández desperdició su “bala de plata” al engolosinarse políticamente con la cuarentena masiva extendida a lo largo de ocho meses, que provocó un desplome histórico del PBI, de los ingresos de gran parte de la población y la pérdida de un año para la educación en todos sus niveles, con el consecuente deterioro de su cumplimiento y del humor social.
Aunque mucho más previsible, la virulenta nueva ola de contagios con epicentro en el AMBA tuvo una respuesta oficial tan voluntarista como desarticulada. Hubo muchos más anuncios triunfalistas que cantidades de vacunas, ningún avance con el cuello de botella del transporte público ni en la infraestructura escolar, y tardías medidas de prevención que nadie se ocupó de hacer cumplir para no pagar costos políticos en un año electoral. Hasta que ahora, con el sistema sanitario al borde del colapso en casi todo el país, el Gobierno debió recurrir a una reedición del ASPO reducida a nueve días con el único objetivo de cortar la dramática curva ascendente de contagios y muertes. El pronóstico hasta el 11 de junio es incierto en la medida en que no se complemente con programas de mayores testeos ni se reduzca la brecha entre la necesidad y disponibilidad de vacunas. En estos aspectos claves es notoria la falta de precisiones oficiales. Algo similar ocurre con la asistencia a trabajadores y empresas afectados por las nuevas restricciones, ya que las medidas anunciadas habían sido puestas en marcha hace más de un mes para los sectores críticos (Repro II y reducción de contribuciones patronales), al igual que los refuerzos en la Tarjeta Alimentar y planes sociales.
Aquí también la Casa Rosada se maneja con el plan VV (“Vamos viendo”), que aplica a la política económica para llegar hasta las elecciones legislativas –postergadas hasta fin de noviembre– con altas dosis de cortoplacismo para retener o capturar votos, a costa de generar mayor incertidumbre a futuro y desalentar la inversión privada.
Aunque la inflación acumulada en el primer cuatrimestre (17,6%, producto del desborde monetario de 2020) ya echó por tierra la pauta oficial de 29% anual, todo indica que hasta entonces el Gobierno mantendrá el atraso cambiario y tarifario, los (ineficaces) controles de precios, tasas negativas de interés y absorción de pesos vía Leliq (que implican mayor emisión a futuro), además de postergar un acuerdo con el FMI. Todas esas distorsiones macroeconómicas se asemejan a “resortes apretados”, que tarde o temprano habrán de soltarse. La duda es si lo harán por las buenas (con un programa consistente) o por las malas (con un salto del dólar y la inflación que licue el exceso de gasto público, como ha ocurrido recurrentemente en la Argentina), por lo cual quienes pueden se cubren de antemano.
A esto se suman las inocultables diferencias ideológicas dentro del oficialismo sobre cómo atacar las causas o los efectos de la inflación, que se traducen en medidas improvisadas o imprevisibles.
Una prueba fue la disputa por el ajuste tarifario entre el Instituto Patria y Martín Guzmán, zanjada en contra del ministro de Economía a costa de mayores subsidios. Otra, la suspensión por 30 días de las exportaciones de carne vacuna a costa de la pérdida de US$240 millones de ingreso de divisas y, presumiblemente, de mercados externos a favor de otros países productores de la región como ocurrió en el período 2006/2015. Si el objetivo era combatir algunas maniobras de subfacturación que distorsionaban los precios internos, no se explica por qué su alcance fue general. Sobre todo, cuando 10 días antes se habían establecido Declaraciones Juradas de Exportación de Carnes (DJCE) sujetas a aprobación oficial previa, después de haberse endurecido los requisitos para registrarse.
La medida, que disparó el paro de comercialización de los productores, resulta insólita. No sólo por la desinformación del propio Presidente y su argumento de que los consumidores argentinos pagan por la carne los mismos precios en dólares que en Europa, cuando la diferencia promedio es de 10 a 70. El problema es que la Argentina tiene una moneda que cada año pierde entre 30 y 50% de su valor y, con el deterioro de los salarios, cualquier precio en pesos resulta caro. También porque no se puede dar el lujo de perder exportaciones.
Un informe de CREA indica que entre 2011 y 2020 las ventas totales al exterior cayeron en US$28.148 millones (-34%), al pasar de 82.981 a 54.833 millones. En el caso específico de la carne vacuna, se pasó de exportar 771.000 toneladas (de res con hueso) en 2006 a un mínimo de 183.000 en 2011. Entre 2015 y 2020, crecieron 354% en volumen y casi 2000 millones en dólares, en tanto que recién en 2019 pudieron superar las cantidades de 13 años antes. Además, entre 2006 y 2021 aumentaron sus exportaciones en volumen Paraguay (105%), Brasil (51%) y Uruguay (5%), que tienen inflaciones de un dígito anual. Según la entidad, se trata de números preocupantes, cuando el país deberá afrontar pagos de deuda en moneda extranjera a acreedores privados que, en promedio, ascienden a US$ 8935 millones por año en concepto de capital e intereses entre 2025 y 2035.
En cambio, la preocupación de Alberto Fernández por “la mesa de los argentinos” no tiene su correlato con los impuestos, que representan 40% del precio final en promedio. Si la próxima semana sesiona la Cámara de Diputados, el oficialismo aprobará la prórroga del Consenso Fiscal con los gobernadores hasta 31 de diciembre de este año para asignar mayores recursos tributarios a provincias y municipios. Ya había sido modificado en 2020 con un cambio de 180 grados respecto del acordado en 2017 para bajar impuestos distorsivos, que ahora vuelven a subir. Básicamente, podrán aumentar las alícuotas de Ingresos Brutos, que es el peor impuesto y el más más distorsivo ya que se aplica en cascada sobre todos los eslabones de las cadenas de producción, transporte y comercialización y se traslada directamente (entre 4 y 5 puntos) al consumidor, que absorbe el 21% del IVA. Además, incluye una retención que los contribuyentes difícilmente recuperan aunque tengan saldos a favor, ya que hay provincias que acumulan hasta 300 meses de demora. Todo va derecho a los precios. También vuelven a subir Sellos y tasas municipales que se aplican con cualquier motivo (carteles, anuncios publicitarios, fondos solidarios) y se eliminan los topes para ABL (CABA) e Inmobiliario (provincias), con aumentos de valuaciones que en algunos casos van de 100 a 500%.
Toda esta mayor presión tributaria hipoteca a futuro la inversión privada y la creación de empleos, indispensable para que la economía vuelva a crecer sostenidamente. Demasiados costos ocultos para una elección en la que el oficialismo busca mostrar como trofeo un triunfo en la provincia de Buenos Aires, sin que se modifique su mayoría en el Senado y sólo puede arrojar inciertas sorpresas en Diputados.
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