Primeros pasos hacia una mayor apertura comercial
Importar y exportar bienes en la Argentina era hasta el año pasado una aventura imposible. El lema casi norcoreano del kirchnerismo de que "no se importe ni un clavo" no llegó a implementarse, pero dejó algunos sectores con niveles de protección infinitos. Los pasos dados en los primeros meses de la administración Macri van marcando una secuencia en la que se administra el pasaje desde esa economía hacia otra con acuerdos comerciales con la Unión Europea y la Alianza del Pacífico. Administrar esa transición es equivalente a desarmar una bomba: el cable rojo no debe ser confundido con el azul. El Gobierno acaba de ensayar cortar uno de los cables al anunciar medidas para abaratar las importaciones de computadoras y notebooks.
Hasta el año pasado, todas las compras al exterior requerían la autorización de la Secretaría de Comercio (con las DJAI). Luego había que saltar otra valla para obtener las divisas del Banco Central. Del lado de las exportaciones, el sector agropecuario soportaba retenciones y prohibiciones y, finalmente, regía un impuesto adicional proveniente de la existencia de tipos de cambio múltiples, que implicaba que quienes vendían al exterior sufrían una quita adicional de 30%.
Con ese esquema la Argentina era una de las economías más cerradas del mundo. Eso explica cómo llegamos a que las importaciones de bienes de consumo representen apenas 1% del PBI, lo que nos ubica como uno de los cinco países con menos importaciones del mundo. Del lado de las exportaciones, el panorama es similar: la participación de la Argentina en el comercio internacional cayó desde un muy pobre 0,5% en 2011 hasta un ridículo 0,3% en 2015. Para exportar, hay que importar.
Desde fines de 2015, los obstáculos más bizarros al comercio exterior han sido removidos. Sólo perduran algunas excepciones: las retenciones de 30% a las exportaciones de soja, y el Gobierno ha reemplazado las DJAI por un régimen de licencias no automáticas que abarcan el 15% de las posiciones arancelarias.
Con este esquema, en el que los aranceles externos están definidos en el marco del Mercosur, la Argentina ha salido del mundo de lo estrambótico para ser simplemente una economía más cerrada que lo aconsejable: los aranceles del Mercosur son muy altos, y en un mundo donde proliferan los acuerdos bilaterales de comercio el Mercosur sólo ha logrado firmar uno muy limitado con la India.
El Gobierno apuesta a que el Mercosur termine de acordar un tratado de libre comercio con la Unión Europea (UE) entre 2017 y 2018, mediante el cual fijaría un cronograma de apertura gradual, de no menos de 10 años, que actuaría como una guía para los sectores más protegidos de la industria local. Así, señalizaría que el desmantelamiento de la sobreprotección será gradual, pero inevitable. Al acuerdo con la UE podría sumarse otro con la Alianza del Pacífico a partir de 2018, si las elecciones de 2017 habilitaran a la administración Macri a adentrarse en el trabajoso campo de las reformas estructurales que seguirían a la actual etapa de normalización.
Una Argentina más abierta generará cambios radicales en su estructura económica y en sus precios, que se parecerán más a los vigentes en el resto del mundo. Según la consultora Pricestats, los bienes en la Argentina son 30% más caros que en Estados Unidos. El 30% de sobreprecio en dólares de nuestros bienes trepa al 90% en la ropa, 100% en la electrónica, 130% en el caso del calzado y 140% en los juguetes. Compensando en parte esos enormes diferenciales, una compra básica en el supermercado que incluya carne, pollo, frutas, verduras, pan arroz, huevo, leche y queso cuesta en la Argentina 30% menos que en Estados Unidos. En alimentos, la Argentina es competitiva. No por casualidad el sector sobrevivió al kirchnerismo.
Los sobreprecios se concentran en los sectores menos eficientes de la industria y donde el Gobierno ha concentrado casi todas las licencias no automáticas. Textiles, electrónicos, calzado y juguetes explican cerca del 7% del gasto de las familias argentinas, lo que equivale al consumo de unos US$ 25.000 millones al año en esos bienes. Si el actual sobrecosto de 100% que pagan los consumidores de esos bienes por sobre los precios internacionales bajase a un 25%, el gasto de las familias sería US$ 9000 millones más bajo.
El efecto de largo plazo de un movimiento en esta dirección sería impresionante, ya que se verificaría un fuerte aumento del ingreso disponible de las familias. A nivel macroeconómico, aumentar el ingreso disponible de las familias por esta vía implicaría un mayor nivel de inversión, y a nivel microeconómico, habría más familias capaces de acceder a una vivienda, de mejorar la educación de sus hijos o de ahorrar dinero en el banco o gastar en otros bienes: nacerían empresas que aún no conocemos y que nadie defiende.
Del lado de los costos, la apertura afectaría el empleo en esos sectores en el corto plazo. El empleo en blanco en los sectores productores de textiles, calzado, juguetes y electrónica suma unas 200.000 personas. Si le sumásemos otros 100.000 trabajadores informales, los puestos de trabajo en esos sectores totalizarían 300.000 personas. En tal caso, el tamaño de los sobreprecios pagados por los consumidores locales en relación con los precios internacionales alcanzaría a unos US$ 40.000 por empleado. Como los salarios difícilmente expliquen ese sobrecosto, es lógico pensar que la protección genera rentas extraordinarias gigantescas y que los empleados son, en muchos casos, usados como escudos humanos para defenderlas. El sobrecosto es tan alto que el margen para amortiguar la transición mediante políticas públicas es inmenso.
Los salarios en dólares en el sector privado son exactamente iguales que los de 2001. Quince años con salarios estancados no es precisamente un éxito. Para que suban, hay que apostar a marchar en la dirección opuesta a la que recorrimos en el pasado. Por un lado, hay que buscar que la productividad por empleado aumente, generando una economía más competitiva en la cual haya más capital disponible por cada trabajador.
Por otro lado, la apertura comercial en los países con poco capital y muchos trabajadores disponibles, como es el caso de la Argentina, genera una mejora en el precio del factor abundante, es decir, el del trabajo (los salarios). Sólo podemos ir en una dirección: más apertura, más competencia y mejores salarios.