Otro subsidio “pro rico”: el kirchnerismo provoca lo contrario a lo que busca
La aviación y la medicina privada no parecen tener nada en común; sin embargo, al presidente de la Unión Argentina de la Salud (UAS) le gustan las metáforas con aviones. “Quieren regular el transporte aéreo congelando el precio del asiento en primera clase”, suele decir Claudio Belocopitt, que además es dueño de Swiss Medical, para graficar la situación de las prepagas y de los prestadores de salud.
Tras un año con una inflación minorista acumulada del 36,1%, en 2020 a las empresas de medicina privada el Gobierno les concedió un solo aumento, del 10%, en diciembre. Este año, para ellas, no empezó muy distinto. Con un acumulado en el IPC del 21,5% pudieron aumentar 3,5% en marzo; 4,5% en abril y 5,5% en mayo, un 14,1% en total. Al igual que con las tarifas de luz y gas, la administración de Alberto Fernández quiere que las cuotas ajusten por debajo de los precios. La explicación de los funcionarios es que subas mayores echarían nafta al fuego de la inflación.
La situación llevó a la UAS, que nuclea a todos los actores del sector de la salud, a presentarse el mes pasado ante la justicia para reclamar una recomposición inmediata de casi 10%, pero con la mira en el 32% que, según ellos, necesitan para equilibrar los números. Ya hubo un primer pronunciamiento en contra, pero no sobre el fondo de la cuestión. El sector ahora está en espera de la resolución definitiva.
La paradoja es que, según fuentes empresarias, el cuasi congelamiento de la cuota está fomentando el ingreso de trabajadores de sueldos altos a las prepagas, en desmedro de las obras sociales sindicales. En términos relativos, al aumentar por debajo de la inflación y de la actualización de los salarios, el costo de la medicina privada es menor para las personas de altos ingresos y mayor para las que ganan menos. Según un documento que circula dentro del sector, desde diciembre de 2011 hasta diciembre de 2020 las cuotas de las prepagas aumentaron 1054%; el IPC, 1470% (tomando algunos años el índice Congreso) y el dólar, 1855%.
El fenómeno permitió a la medicina privada no perder afiliados pese a la crisis y la caída de empleo del año pasado. Hay unos 6 millones de afiliados en total, de los cuales 1,8 millones son directos, es decir, no acceden a través de un empleador.
Pero, más allá de la justificación inflacionaria, para el Gobierno es una manera de intentar contener una mayor afluencia de personas al sistema de salud público, ya fomentada por el cierre de empresas y el desempleo. Si se permitiera el aumento que las prepagas pretenden, habría un efecto cascada. Algunos afiliados se cambiarían de las más caras a las más económicas y los de menores ingresos directamente irían al hospital público.
Algunos números que dan en el sector: una familia tipo paga por mes, en una prepaga líder, una cuota de entre $20.000 y $25.000 según el plan. Un solo día de terapia intensiva cuesta, en promedio, unos $70.000, que suben a 100.000 en los sanatorios más equipados. Otra paradoja: las empresas que prestan el servicio dicen que en estas condiciones no les conviene seguir sumando afiliados porque empeoran sus costos, muchos de ellos dolarizados por insumos y repuestos importados.
Un tema aparte es el de los salarios de los empleados de la salud, los auténticos héroes de la pandemia. Clínicas, centros de diagnóstico y prepagas afirmaron que no pueden pagar aumentos de sueldo si no los dejan incrementar cuotas y aranceles. La situación ha llevado a un conflicto, disimulado momentáneamente por una conciliación obligatoria.
Con su enfoque ideologizado, el kirchnerismo corre el riesgo de ir por un objetivo y terminar provocando lo contrario. No solo en este caso. La influencia del Instituto Patria es innegable y, por si hubiera dudas, las despejó la vicepresidenta, Cristina Kirchner, con sus declaraciones recientes.
Por ejemplo, en el documento fundacional de la comisión de salud, elaborado en 2016, se hacen diagnósticos y propuestas para alcanzar la “soberanía sanitaria”. Así, se afirma que las empresas farmaceúticas y de tecnología sanitaria buscan, en los países de América latina, “aprovechar para colocar sus productos (medicamentos) de altísimo costo que son imposibles de pagar de forma particular en lugares donde los pagan el Estado y las obras sociales”.
Una simplificación que ignora que los exorbitantes precios de los tratamientos y medicamentos de alta complejidad son un desafío para todos los sistemas de salud del mundo porque la lucha por la vida hasta el final, que los avances de la medicina hacen más factible, es una demanda de la sociedad. Cuando una prepaga o una obra social se resisten a pagar un tratamiento oneroso, los pacientes afectados suelen recurrir a la justicia, a los medios o a ambos. Es un problema para los gobiernos, los políticos y los jueces, expuestos a aparecer como insensibles en casos de mucha resonancia.
Algunos países lo han buscado resolver con agencias de evaluación, similares a la que pretendió impulsar en el Congreso el gobierno de Macri. La Agencia de Tecnologías de la Salud (Agnet) tenía como propósito abordar los nuevos avances científicos para que resulten efectivos respecto de los costos, es decir, analizar y decidir, a partir de distintas variables, cuándo corresponde hacer un tratamiento o no. La iniciativa se metió dentro de la negociación con los gremios (también preocupados por los costos que afrontan las obras sociales) por una reforma laboral y no prosperó. Por ahora, el Gobierno prefiere administrar el problema con el giro de fondos a los sindicatos, una opción más discrecional.
Tal como dijo el ministro de Economía, Martín Guzmán, refiriéndose en su caso a los subsidios a la luz y el gas: los expertos advierten que, así como está, el sistema podría desembocar en un sesgo “pro rico” si es que puede utilizarse la palabra en este caso en un país donde un ingreso mensual de 900 dólares solidarios ($150.000) es considerado un sueldo alto.
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