Picnic en Chernobyl: lo último en economía de las catástrofes
Un estudio privado dice que las crisis macroeconómicas producen peores efectos que los desastres naturales; no obstante, algunos afirman que éstos están subestimados
Alternativas para escapadas de fin de semana con conciencia verde: un paseo por la Reserva Ecológica de la Costanera, una visita a la granja de Mónica y César en San Pedro, relax en una estancia de Gualeguaychú o de Carlos Keen, meditación en el Eco Yoga Park. O también, por qué no, un acampe naturista a las tierras de Chernobyl, en Ucrania.
A casi 30 años de una de las mayores tragedias nucleares de la historia, un grupo de científicos que estudiaron la zona se topó con una realidad inesperada: cualquiera que sea el impacto de la radiación extrema sobre la vida animal y vegetal empalidece al lado de la acción humana. En el territorio bajo análisis, 2200 kilómetros cuadrados, emergió un oasis de vida, que según los investigadores "nos recuerda cómo la simple presencia humana en un hábitat es más dañina para plantas y animales que una de las peores catástrofes ambientales del siglo XX".
La conclusión de "el hombre es el lobo del hombre" también estuvo presente en un estudio realizado años atrás por el economista argentino Sebastián Galiani. Luego de mirar en detalle cientos de desastres naturales del último siglo y sus consecuencias en la economía, Galiani llegó al resultado de que las peores catástrofes naturales de las últimas décadas causaron un daño económico mucho menor al experimentado durante crisis macroeconómicas. En otros términos: haría falta un terremoto muy poderoso, de 8,5 grados en la escala de Richter o más, que afecte a un centro urbano para igualar consecuencias macro como la de la crisis de la Argentina 2001 o similares. "Los verdaderos terremotos son los malos gobiernos", dice Galiani.
Un trabajo reciente de un analista del Deutsche Bank, David Bianco, aporta una idea curiosa al debate: los mercados parecen descontar el resultado de Galiani (que los desastres naturales causan más que nada pérdidas de stock de capital, de corto plazo) y se "inquietan" mucho más las catástrofes causadas directamente por humanos. Bianco notó un efecto mucho más potente de baja de los marcados tras eventos como el ataque a las Torres Gemelas de 2001, la crisis de los misiles con Cuba o la invasión de Irak a Kuwait que con episodios de furia de la naturaleza como el huracán Katrina en 2011 o la erupción del volcán de Santa Helena en 1980.
La economía de las catástrofes está atrayendo cada vez más atención de los académicos por varios motivos. En primer lugar, en la última década se registraron en todos los continentes más cataclismos que en la década anterior, que a su vez había sido más cruenta que los 80 en esta materia. En términos relativos, el terremoto de Haití de 2010 fue el más letal de la historia moderna, con un 3% de la población fallecida durante el desastre. La seguidilla de terremotos de Christchurch-Nueva Zelanda de 2010-2011 fue la más costosa para un país de altos ingresos: se estimó un impacto en destrucción de infraestructura cercano al 10% del PBI del país.
El segundo motivo es que ya no hay catástrofes puramente naturales, sino un círculo vicioso donde la contaminación lleva a un mayor número de desastres, y a su vez los factores naturales impulsan cataclismos gatillados por los humanos.
Por caso, se pudo documentar que el calor no sólo está correlacionado con un menor crecimiento (2015 fue el año más caluroso en el planeta desde que hay registros de temperatura), sino también con una mayor cantidad de guerras y conflictos. Los economistas Marshall Burke, Solomon Hsiang y Edward Miguel publicaron en agosto de 2014 un trabajo revelador al respecto, en el cual se cuantificó la relación causal entre conflictos entre personas y cambios extremos en el clima. Burke, Hsiang y Miguel relevaron 60 de los mejores estudios que comparan niveles de violencia en períodos de temperatura promedio con los niveles de agresión en años de desvíos importantes en el clima.
Si hay pocos economistas que se dediquen a estudiar las catástrofes desde un punto de vista teórico, es más difícil aun encontrar profesionales que hagan trabajo de campo, en el lugar del desastre, con herramental econométrico. Una de las excepciones es la economista argentina María Laura Alzúa, del Cedlas de La Plata, que en los últimos años viajó por los lugares más pobres y desolados de África y de América Central y cuantificó junto a un grupo de investigadores de la UNLP los costos de la inundación de La Plata.
Cuando LA NACIÓN la contactó dos semanas atrás para que opine en este artículo estaba volviendo de Mongolia: "Mongolia documenta un crecimiento económico desproporcionado de su capital, Ulán Bator (la única ciudad grande del país), como consecuencia de los desastres naturales que se vivieron durante los primeros años del milenio. Esto trajo aparejado consecuencias negativas en términos de mayor contaminación (las nuevas viviendas no tienen acceso a calefacción, agua y saneamiento)", cuenta la economista.
Para Alzúa, en lo de economía de catástrofes hay dos tipos de efectos que pueden medirse. "Uno es «a la Galiani», en donde no tendrían mayor efecto de largo plazo sobre el crecimiento económico: sólo se produciría una destrucción de capital. Otro tipo de efectos que ha mirado la literatura -sigue la investigadora de La Plata- son los que se relacionan más con los mediano y hasta largo plazo en el capital humano de personas que fueron afectadas por las catástrofes. Por ejemplo, la catástrofe nuclear de Chernobyl ha sido utilizada como un shock «exógeno» para ver efectos sobre el mercado laboral, la educación e indicadores de salud." Dos semanas atrás, el sitio VOX publicó un resumen de un trabajo de Ilian Noy que justamente sostiene que los efectos de largo plazo en las poblaciones de zonas de desastres vienen siendo subestimados por la literatura económica. Noy apunta que la población de Nueva Orleáns hoy es un 21% menor que la que había en la semana anterior al huracán Katrina de julio de 2011.
Lo que sí es seguro es que los efectos de largo plazo en la zona de exclusión de Chernobyl fueron beneficiosos para plantas y animales: lobos, alces y hasta osos salvajes ocuparon un hábitat en el que hace 30 años vivían 22.000 personas, lo cual llevó a los investigadores a concluir que para que la naturaleza se desarrolle a pleno debe dársele espacio propio, lo más lejos posible de los humanos.
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