Para ganar en la carrera hay que estar dispuesto a renunciar al ego
Es preciso pensar una cuestión central en la construcción de equipos de trabajo: la renuncia, un tema del que casi nadie habla hoy.
Muchos invitan a destacar, sobresalir y brillar por encima de la media como si se tratase de ir ganándoles a los otros. Sin embargo, nunca se trabaja completamente solo, y por eso ver en los demás a competidores puede transformarse en un obstáculo.
Quienes mejor logran armar y participar en la construcción de un colectivo saben que para poder crecer, muchas veces lo primero que hay que hacer es dejar espacio a los demás.
La cuestión de la renuncia es posiblemente uno de los temas más difíciles a la hora de armar un equipo, sobre todo porque se suele querer diferenciarse y ganar a los propios pares, reportes o jefes. No obstante es imposible construir la cooperación, ya sea en forma vertical u horizontal, si no se es capaz de renunciar al placer o a una parte del placer que genera el desarrollo de la inteligencia a través del trabajo.
Para ganar hay que renunciar. Se trata de una paradoja que hay que intentar desarmar. Para que un colectivo funcione es necesario que cada uno encuentre su lugar, y eso implica renunciar a algunas de las capacidades individuales.
O dicho de otro modo, es necesario desarrollar la habilidad de renunciar a ser siempre los primeros violinistas de la orquesta. Renunciar supone incluso que a veces los más inteligentes o los más experimentados sean capaces de retener parte de su inteligencia para permitir a los más jóvenes, los más inexpertos o quienes tienen menos capacidad física encontrar su espacio en el colectivo.
Es muy difícil el asunto de la renuncia. Un colectivo no es sólo la suma de solistas. En una buena orquesta, por ejemplo, cada violinista no toca como si fuese la única estrella, sino que, por el contrario, busca registrar cuál es el sonido global y tocar en función de él.
La posibilidad de desarrollar un abanico de colores musicales más rico implica contener talento. Lo mismo podemos pensar en cualquier otro equipo de trabajo.
Hace unos años, el actor y director Osqui Guzmán hablaba sobre cómo los improvisadores logran construir en el momento historias junto a los demás actores.
Entre las principales reglas que destacaba Osqui estaba la importancia de trabajar para el compañero, actuar en función de aquello que la historia necesita y no de aquello que uno cree que necesita para brillar.
Cuando uno o varios de los improvisadores buscan destacarse por su cuenta, la posibilidad de construir una historia se desvanece, y el público lo nota. En ese sentido se deja de prestar atención al relato, al hecho escénico, y lo que se observa es la lucha de egos de los artistas. Algo similar pasa en cualquier equipo de trabajo.
Trabajar para la historia que queremos construir y no para brillar individualmente. Ese ceder, sin embargo, es sumamente difícil y penoso.
La renuncia es probablemente incluso la prueba psíquica más compleja en la construcción de la cooperación. Para ponerse psicoanalítico, la renuncia sólo es posible, dice Freud, a condición de que haya una compensación.
Esta cuestión de la recompensa es muy importante en la cooperación. Uno renuncia a dar todo lo que podría dar. Y la compensación que recibe sólo puede provenir del placer que obtiene por haber participado a la producción de una obra común, una obra que no podría haber hecho en solitario.
Para poder construir una obra común preciso de los demás, del lugar que los otros ocupan, y para eso es importante dejarles ese espacio.
Esa compensación por la renuncia, entonces, es la implicación en ese hecho mancomunado. Para Freud el punto de partida de la sublimación es la renuncia.
En la medida en que uno logre renunciar y trabajar para el otro, la posibilidad de una historia compartida se abre. Y a partir de allí, la construcción de una obra que nunca podríamos conseguir solos, por más brillantes que seamos.
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