“No va más” al actual régimen fiscal, pero el que venga deberá apuntar crecimiento económico
Es bienvenido el reconocimiento de que el déficit fiscal torna inviable la macro argentina pero, el cambio de régimen fiscal requiere, adicionalmente, poner al sistema de ingresos y gastos públicos al servicio del crecimiento económico
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A propósito de la presentación del presupuesto 2025, esta vez con el refuerzo de un acto formal encabezado por la máxima autoridad de la Nación, queremos compartir algunas reflexiones en tres aspectos que marcan los problemas para encauzar los temas fiscales de nuestro país.
Esos tres puntos se vinculan, primero, con el siempre fallido intento de establecer una regla fiscal estructural que indique la irreversibilidad de un verdadero cambio de régimen fiscal, y segundo, con la falta de avance en materia impositiva para terminar con la “trilogía maldita”: impuestos a la exportación, impuesto a los débitos y créditos bancarios, en el nivel nacional y el impuesto a los ingresos brutos en el ámbito provincial. Finalmente, y tercero, la composición del gasto público, con una participación insostenible del gasto corriente en detrimento del gasto de capital necesario para una adecuada calidad de los bienes públicos del siglo XXI.
Respecto de la regla fiscal, el presidente Javier Milei le ha propuesto al Congreso una nueva regla de déficit financiero cero o positivo para los próximos años, especificando que, si los ingresos realizados resultan inferiores a los proyectados, se deberá bajar el gasto público en la misma proporción. Esta regla, así planteada y coincidiendo con el Presidente en que el huevo de la serpiente de los males macroeconómicos argentinos ha sido y es el déficit fiscal, resulta incompleta. Primero, porque se dice qué pasa si los ingresos no alcanzan, pero nada se establece sobre qué destino darle a los recursos que, eventualmente, pudieran sobrar si los ingresos proyectados, son subestimados, como ha pasado siempre en los últimos años. Tampoco se especifica claramente qué gastos se recortan en el caso de tener que hacerlo. En otras palabras “si falta recortamos y si sobra…”.
Segundo, la definición de superávit financiero. Es decir, el superávit primario requerido para cancelar los intereses de la deuda, en pesos y en dólares (en este último caso, el Tesoro tendrá que ir con los pesos a comprar los dólares). Pero respecto de los pagos de intereses en pesos, la mayoría ahora se capitalizan, de manera que, con el conocido recurso de la contabilidad creativa, no se computan dentro de los gastos de caja a pagar, por lo tanto, se reduce el superávit primario requerido.
Es cierto que en la medida que la tasa de interés real sea cero o negativa, respecto del crecimiento del PBI, este es un tema relativamente menor. Sin embargo, dado que en el país es muy reducido el tamaño de los inversores institucionales (fondos de pensión, compañías de seguros de vida) que son los principales tenedores de este tipo de deuda en el mundo, surge el riesgo de renovación de la deuda en pesos o el de la “expulsión” del sector privado del mercado de crédito, como ya ha sucedido en los últimos años. En ese sentido, complementariamente al superávit financiero y para evitar hacernos trampa en el solitario, sería bueno establecer un techo para la deuda pública en pesos con algún indicador medible. En el caso de la deuda en dólares con privados, la preocupación es menor, dado que el techo lo pone el mercado.
Con los antecedentes de incumplimiento de las sucesivas reglas fiscales que ha tenido la Argentina, puede sonar demasiado ingenuo suponer “que esta vez puede ser diferente”. Sin embargo, que el Congreso respalde una regla fiscal de largo plazo, detrás de un Presidente con vocación de cumplirla a rajatabla, puede ser un paso importante, sobre todo frente a inversores que evalúan hundir capital en el país con la promesa, tantas veces defraudada, de estabilidad fiscal.
El segundo punto, que va más allá del presupuesto pero, que es central en el esquema de ingresos fiscales, es el del abuso de impuestos distorsivos.
Para financiar al menos en parte el desborde del gasto público, los sucesivos gobiernos incrementaron una presión impositiva impagable. Para “garantizarse” alguna recaudación mínima, y ante una AFIP tecnológicamente obsoleta (por decir lo menos), recurrieron a una especie de cepo, con impuestos más difíciles de evadir o eludir.
Por caso, en el nivel nacional, los impuestos a la exportación, que se cobran en los embarques, y el impuesto a los créditos y débitos bancarios, que se recaudan en los movimientos de las cuentas corrientes. Son fácil de recaudar y altamente distorsivos, porque generan un fuerte sesgo anti exportador el primero, y un incentivo adicional a la evasión vía manejo de efectivo, el segundo. En la transición hacia una nueva AFIP, se podría generalizar su uso como pago a cuenta de otros impuestos. A estos dos pilares de la trilogía maldita se le sumó el impuesto provincial a los Ingresos Brutos, que las provincias esconden en los precios de toda la cadena productiva y que recaudan en una maraña de percepciones y retenciones a cuenta. Es otro impuesto con fuerte sesgo anti exportador y anti-PYME, ya que incentiva la integración vertical de las empresas. Por ahora, la reforma para normalizar el sistema impositivo y la tarea para convertir a la AFIP en un organismo tecnológico, honesto y eficiente que deje de cazar en el zoológico sigue ausente del debate legislativo. Como también sigue postergada la cuestión crucial de la coparticipación y de la reforma previsional.
Finalmente, un último punto no menor. El país, cada tanto y cuando no tiene más remedio, hace ajuste fiscal y no sólo por el lado de los ingresos. También reducen los gastos. El problema es que, por razones políticas, cuando “no hay plata” ese ajuste recae en los gastos de capital, en la inversión, mientras se mantiene o se licúa transitoriamente el gasto corriente.
De esta manera, la inversión pública ha sido limitada a las obras que tienen financiamiento internacional, sea de multilaterales o de algún proveedor interesado (China, por ejemplo), y es filtrada por los intereses políticos y no necesariamente por la prioridad del beneficio económico social. No es casualidad el fuerte deterioro de la infraestructura y de la calidad de los bienes públicos, en todos los niveles. En muchos casos, como energía, caminos, puertos, transporte de carga, se nota menos la destrucción del capital porque la economía no crece desde hace más de una década; en otros, como la infraestructura asociada a los servicios de educación, salud, investigación y desarrollo, el desastre está a la vista.
Milei pretende que la inversión privada reemplace al sistema de inversión pública heredado, en algunos casos con condenas de corrupción, y en otros, con pronunciamientos judiciales pendientes. Eso es posible solo cuando hay privados dispuestos a pagar, al final de la obra, un peaje, un canon, o un contrato. Pero existen, en todo el mundo, obras que puede diseñar, construir y operar un privado, pero del otro lado del contrato hay gasto público, nacional o provincial. En nuestro caso, además, tenemos el agravante financiero de los aproximadamente US$5000 millones anuales de deuda con organismos multilaterales –fuera del FMI–, que se pagan con nuevos créditos, en la medida que haya proyectos en marcha. De lo contrario, no solo se abonan comisiones por no usar esos fondos, sino que también habría que cancelar el capital y los intereses. Este año, en parte, se desviaron para financiar programas sociales.
El ajuste del gasto corriente tiene que profundizarse, para dejar espacio a fondos para destinar a la inversión pública. En ese contexto, se agiganta la responsabilidad de los tres poderes por achicar dotaciones, modernizar procesos, y eliminar erogaciones innecesarias.
En síntesis, bienvenido sea el reconocimiento de que el déficit fiscal torna inviable la macro argentina. Pero el cambio de régimen fiscal requiere, adicionalmente, poner al sistema de ingresos y gastos públicos al servicio del crecimiento económico.