Dolarización: No hay magia, hay que tener una moneda nacional estable
Ante el tobogán inflacionario por el que se derrumba el valor del peso argentino, han aparecido en el ambiente las más variadas propuestas monetarias. Carlos Marx, hace ya unos años, descubrió que la moneda no era un fenómeno autónomo que funcionaba por alguna ley mágica extraña, sino que sólo era una manera práctica de reemplazar los intercambios de bienes y servicios entre las personas. En lugar de cambiar una camiseta por un bife gritando por la calle quién tiene uno y quiere una, el dinero reemplaza y facilita ambos intercambios. El dinero sigue a los intercambios. Como la estabilidad de precios es algo deseable para poder comparar el valor que para las personas tienen las cosas y para producirlas en consecuencia, es necesario que, si aumentan los intercambios, aumente la cantidad de dinero para facilitarlos. Eso es lo que se llama demanda de dinero. Cuando hay demanda de dinero, se pueden imprimir más billetes o dar más crédito sin aumentar el precio de las cosas.
Creo que la dolarización no es una buena idea porque cuando los dólares salen del sistema, por ejemplo por una guerra o porque un gobernante es medio loco o porque bajan los precios internacionales de lo que el país produce, la sociedad no puede satisfacer su demanda de dinero para funcionar normalmente y se genera innecesariamente una recesión de los intercambios y eso provoca más pobreza y menos empleo. Además, la dolarización implica cerrar el banco central propio para pasar a depender del banco central estadounidense, que no forzosamente seguirá la lógica del interés argentino y tendrá cierta tendencia a seguir la lógica del interés o necesidad de su país.
Otra propuesta es la competencia de monedas. “Que la gente elija con qué moneda quiere operar”, se dice. Eso tiene un problema, muy conocido para aquellos que tienen deudas en dólares y ganan pesos, cuando se dispara el valor del dólar. Los economistas (siempre peculiares en su léxico) lo llaman descalce de monedas. Cuando el fenómeno es sistémico, de mucha gente, el problema es muy grande, como lo hemos visto en la Argentina varias veces. Pero además, siempre las monedas compiten. Siempre hay gente que compra dólares o euros o pesos. ¿De qué se trata, entonces?
Sucede lo que describieron en los 1500 el financista Thomas Gresham y luego Marx: cuando hay dos monedas, la gente se desprende rápido de la mala, y cuando entra en circulación la moneda mala, desplaza a la buena. En 1600 había en Holanda 14 emisores de monedas y una fuerte tendencia a reemplazar seriedad por apariencia. Adam Smith, en su principal libro, explicó que “para evitar esos inconvenientes se fundó un banco con garantía de la ciudad”. “Con ello disminuyeron las ganancias resultantes de la adulteración, y la acuñación dejó de llamar la atención de los defraudadores”, relata Galbraith. Lo mismo pasó con la competencia de monedas de las colonias británicas de Norteamérica, que Bullock calificó como “un cuadro negro y repugnante, un carnaval de fraude y corrupción”. Luego los Estados Unidos pasaron a la emisión de dinero por los bancos, que terminó con una cadena de quiebras bancarias que obligó a crear su banca central.
Que la gente pueda hacer contratos en dólares y que deban ser pagados en dólares ya lo había previsto Vélez Sarsfield en su código y ahora lo impulsan los diputados Laspina y Tetaz, pero eso no quiere decir que no haya que tener una moneda nacional estable para medir los precios y planear las inversiones, como la Argentina supo tener cuando prosperó asombrosamente. Y eso requiere seriedad sostenida en el tiempo. Se trata de que el patrón de medida sea estable. Que un metro mida un metro. No hay magia.
El autor fue presidente provisional del Senado (2015-2019)
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