Nicolás Ajzenman: “La polarización política tiene consecuencias en términos de crecimiento y desarrollo”
Estudió Economía (UBA), completó un Master en Administración Pública y Desarrollo Social (Universidad de Harvard) y el doctorado en Economía (Sciences Po); es especialista en temas de economía del comportamiento, economía política y desarrollo económico; es investigador del departamento de Economía de McGill University, en Canadá
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“Hay evidencia de que las democracias crecen más en el largo plazo”, sostiene el economista Nicolás Ajzenman, académico argentino que se dedica a analizar, entre otros temas, el crecimiento de la polarización política en América y sus efectos en diversas variables sociales y económicas. Especialista en economía del comportamiento, el investigador del departamento de economía de McGill University, en Canadá, advierte sobre los riesgos de la expansión de líderes autoritarios y el deterioro de los lazos sociales que proviene de la desconfianza entre quienes presentan ideas políticas antagónicas.
–Uno de los temas que más estudia es la cuestión de la polarización política y social. ¿Por qué?
–Todo lo que estudio sale más de lo que observo que de la literatura académica. Estuve viviendo en Brasil, hasta el año pasado y hay una polarización muy evidente. Eso motivó muchos trabajos, porque era algo notable incluso en la calle; había una pelea continua que iba más allá de lo político. Se ve en la Argentina, creo que en menor medida, pero es algo que va creciendo y que claramente tiene impacto en un montón de variables relevantes. La polarización política, y esto se nota en el país con la grieta, permea en otras dimensiones, de manera que la gente se distancia y se fracturan de alguna manera distintas partes del tejido social.
–¿Cómo logran observar esos efectos?
–La forma de medirlo que encontramos nosotros fue, básicamente, con en un experimento online, en Twitter. Creamos cuentas que demostraban una preferencia política, pro Bolsonaro o pro Lula, y una preferencia social futbolística, y empezamos a seguir usuarios reales para ver quiénes elegían seguir esas cuentas y quiénes la bloqueaban. La idea era ver si la coincidencia en términos de fútbol (sociales) hacía que aumentara el follow back, si generaba lazos o no, según si la persona que seguías era del grupo político contrario. Y lo que encontramos fue que las personas, una vez que encontraban que eran del mismo equipo de fútbol se seguían y se motivaban para armar un lazo; pero cuando encontraban que eran pro Lula o pro Bolsonaro, en el sentido contrario a su idea, bloqueaban o daban de baja al otro.
–¿Y qué generaba esa dinámica?
–Lo que vemos es que hay un montón de vínculos sociales que se dan naturalmente, porque uno comparte cosas con otros, que se dejan de dar por la discordancia política. Eso es lo que se llama polarización afectiva: cuando la discordancia política llega a un punto en el que uno está dispuesto a dejar de mantener relaciones por causa de la política. Y cuando eso pasa, es un problema. Nosotros lo medimos en un escenario controlado, como Twitter, pero pasa en la vida real. De hecho, lo que pasa es que uno se junta con gente demasiado parecida, y eso no es bueno socialmente, en términos de bienestar, y tampoco es bueno para la democracia. La idea era intentar meterse en eso, entender cómo la discordancia política pasa las fronteras de lo político y se mete en lo social. Hasta se pelean familias por esto.
–¿Qué consecuencias tiene desde el punto de vista social?
–Hay varias dimensiones. Una consecuencia muy directa es que cuando la polarización es tan extrema, cuando hay tanto rechazo al otro bando, uno empieza a aceptar comportamientos negativos frente a las instituciones que no hubiera aceptado en otro contexto. Se vio en Estados Unidos y en Brasil. En general, uno no está dispuesto a que en un gobierno democrático un presidente se meta con las instituciones, pero si crece el rechazo al otro cuando el propio lo hace, está dispuesto a aceptarlo porque lo que está enfrente es mucho peor. Lo mismo pasa con la corrupción; se llega a tolerar que se rompan algunas reglas porque lo que está enfrente es peor. Y eso se empieza a ver: la gente empieza a ser más tolerante con los excesos de su presidente o de los seguidores de su bando, y eso tiene consecuencias institucionales muy graves, como lo ocurrido en Estados Unidos en enero de 2021 o en Brasil este mes, cuando hubo gente que ingresó al Congreso y muchos lo aceptaron. Eso sería impensado en un contexto en el cual la visión del que está enfrente es de un oponente que no causa tanto rechazo. Y hay una cuestión que tiene que ver con lo que en economía o en las ciencias sociales se llama confianza interpersonal, la confianza en otras personas. Parece algo poco relevante, pero es muy relevante, porque todas las transacciones que hacemos en el mundo, en el fondo dependen de la confianza. Lo que empieza a generar esa polarización es una pérdida de confianza, confiás menos en el otro porque hay un montón de gente que para uno es el demonio, el enemigo; la mitad de la población es gente no confiable, llevándolo al extremo. Y eso, seguro tiene consecuencias, porque lo que termina pasando es que vivimos en sociedades con lazos menos fuertes. Eso no es trivial: tiene consecuencias en términos de crecimiento, de desarrollo y de bienestar. La polarización no es solo algo que afecta a los países desde un punto de vista institucional o de aceptar rupturas o violaciones a algunas normas.
–¿Es un problema para las democracias tal como las conocemos?
–Hay muchos países donde la gente tiene cada vez menos confianza en la democracia, cree menos que la democracia sea algo bueno y demanda regímenes menos democráticos, no necesariamente una dictadura, pero se ve la tendencia en muchos países de querer votar o manifestar explícitamente que es mejor tener gobiernos de perfil más autoritario. Un poco, lo que intentamos es entender por qué pasa eso, y la hipótesis que tenemos es que cuando uno vive en democracia y pasa mucho tiempo en democracia, uno tiende a querer tener y votar gobiernos democráticos, pero exclusivamente cuando esa democracia fue exitosa en términos materiales. ¿Qué quiere decir eso? A partir de los 80 y los 90 hubo un montón de democracias, pero muchas fueron decepcionantes en términos de falta decrecimiento, de desigualdad o de corrupción. Vemos que cuando se crece en democracia, pero hay un mal desempeño en variables económicas o políticas, tiende a reducirse el apoyo a las instituciones y, en cierto sentido, eso explica por qué últimamente se vieron regímenes como los de Trump o Bolsonaro, que son un poco más autoritarios. Eso tiende a pasar en países donde la democracia no fue exitosa en alguna variable relevante.
–¿Cómo ven ese tema en particular en la Argentina?
–Sin dar ningún nombre, creo que están apareciendo expresiones un poco menos democráticas, más antisistema o autoritarias. Y eso es producto de una democracia que en muchas dimensiones funcionó bien, y en otras no. La Argentina no crece de forma sostenida hace muchísimos años y eso genera cierta sensación de que al final no funcionó en un tema clave como el ingreso material. Eso deja espacio para que surjan opciones antisistema, que son algo parecido a lo que pasa en otros países. En Brasil estuvo la crisis económica de 2014, pero lo que explotó fue el tema de la corrupción; esa fue la variable en la cual la democracia no fue exitosa. En la Argentina fue el tema del crecimiento. En Estados Unidos se puede pensar el tema del ingreso medio; la economía creció, pero en términos de ingreso para un montón el efecto no fue muy fuerte. Y cuando eso ocurre, hay más opciones para alternativas antisistema, y es peligroso. Para Brasil lo fue.
–¿En qué sentido es peligroso?
–Para las instituciones. Para mí, cuidar la democracia es super fundamental, y no lo digo solamente desde un punto de vista moral, porque hay evidencia de que las democracias crecen más en el largo plazo. Cuando se toman períodos más largos, las democracias funcionan mejor, con lo cual obviamente que la democracia en sí misma es un valor super fundamental, y es equivocado pensar que hay que buscar opciones antisistema para crecer más, porque la democracia a largo plazo paga incluso en esa dimensión. Lo que me parece peligroso, y esto pasa con líderes de izquierda y de derecha, es que los nuevos autócratas son muy diferentes a los de antes, que eran sangrientos y explícitamente dictatoriales. Ahora, estos autócratas van rompiendo las instituciones de a poco para perpetuarse en el poder, y terminan en regímenes poco democráticos.
–Suele mencionar que la disponibilidad de datos es un tema que afecta la investigación académica y la gestión del sector público. ¿Por qué?
–Es un problema grande para la investigación, y es evidente, pero es un problema para gestionar. En dos sentidos. El hecho de que existan datos en Brasil fomenta la evaluación de programas, no necesariamente por parte del Gobierno, y eso sirve para mejorar las políticas, para entender si algo mejoró o no. Y de eso hay muy poco. Las evaluaciones de programas grandes que yo conozca se cuentan con los dedos de una mano. Eso es un problema. Incluso si se mira el tema de la segmentación de tarifas, pareciera que hasta al mismo Gobierno le cuesta encontrar datos suficientemente buenos. Para gestionar, los datos son básicos. Falta la cultura de los datos, de compartirlos, y me da la impresión, por hablar con gente que trabajó en gobierno, de que la gestión del Estado dentro del Estado es problemática. No todos los gobiernos conversan entre sí, hay organismos dueños de algunos datos y otros de otros, y cruzarlos a veces es una tarea medio heroica. Todo eso es problemático para la gestión.
–Una especialidad suya es el tema de la economía del comportamiento. ¿Qué aportes puede hacer para la gestión desde el sector público?
–En la Argentina se armó una especie de oficina centralizada que se encarga, dentro del gobierno, de promover la aplicación de estas ideas. Mi impresión sobre la economía del comportamiento es que puede ser muy útil para ciertos gobiernos. Lo que tiene, y por eso es tan útil, es que puede llevar a intervenciones bastante baratas, muy pequeñas, y eso puede ser atractivo para un montón de temas de gobierno: desde cambiar el orden de cómo se presenta la información que, de todas maneras, hay que presentar, hasta mandar un mensaje de texto o cambiar cómo se escribe una carta. Son acciones que tienen efectos chicos, pero que terminan siendo costo-efectivos, y eso para un gobierno es muy relevante. No resuelve cosas estructurales, es más bien para temas chicos, y justamente por ser así, los efectos no van a ser enormes y, a veces, a muchos no les entusiasma eso. Pero tener una acción que tiene costo cero y mejora 3% una variable es algo significativo. Cuesta entender a veces la parte de la costo-efectividad: seguí haciendo cosas grandes, pero incorporá esto que es gratis, suma ideas y hacerlo tiene el mismo costo que no hacerlo. No es la bala de plata para bajar la pobreza, pero si permite reducirla un poco a costo cero, vale la pena hacerlo.
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