Toma de decisiones: El falso dilema entre velocidad y calidad
Estancarse en la resolución de detalles puede tener un alto costo en momentos de cambio
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Urgente, ya, de inmediato, para ayer, ahora mismo, a los piques. ¡Qué lejos quedaron los días en que en las calles era todo quietud y nos conmovían las imágenes de los cisnes que volvían a las aguas de Venecia! Muchos de los que anduvieron el 2020 a los tumbos, tapando baches o apenas sobreviviendo, hoy están a todo motor para reactivarse y recuperarse. Los que nunca pararon, probablemente hoy no para de pensar en nuevos productos y servicios para ser oportunos con las necesidades que se van generando. La velocidad es clave, pero tiene costos. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a pagar?
Disyuntiva
El dilema es qué privilegiamos, ¿la calidad o la velocidad?
“Lo mejor es enemigo de lo bueno”, decía Voltaire, una máxima que Guy Kawasaki, el especialista en marketing y gran evangelizador de Apple, pragmáticamente interpretó como “Don’t worry, be crappy”: no te preocupes si tu producto es desprolijo, inacabado, inmaduro, imperfecto. Lo que importa es que sea oportuno, y que la máquina siga andando. En los momentos de crisis como el que estamos transitando, estancarnos en los detalles puede tener mucho costo. Muchas veces no hay tiempo para preparar, pulir y testear hasta que lo que queremos lograr sea impecable, porque el perfeccionismo nos puede dejar afuera del juego.
El contexto nos fuerza a tomar algunos riesgos, aunque eso signifique bajar los estándares. Sin embargo, como decía Tu Sam, “Puede salir mal”. En el mejor de los casos, quizás tengamos buena cintura para minimizar los daños y seguir adelante. Pero no siempre evaluamos que hay costos que pueden ser más graves que lo que imaginamos, y pérdidas que pueden ser muy difíciles de reparar, cuando no irreparables. Daños que impactan no sólo en lo económico, sino también en los vínculos del sistema y en la cultura de la organización.
Sigamos sosteniendo lo que para nosotros es importante
Durante este año vertiginoso, con cada cambio en el contexto mordiéndonos los talones, hicimos lo que teníamos que hacer, como pudimos, y a veces sin medir las consecuencias. Muchas veces no tuvimos otra alternativa, porque hubiera sido un suicidio sentarnos a esperar a que mejoraran las condiciones, tener todos los recursos y la tecnología, contar con la cantidad de gente con las competencias necesarias y la estructura ideal. Fue un año de enfrentarnos a problemas que no existían en el pasado, de resoluciones instintivas, de supervivencia.
Es posible que, por apuro, hayamos invertido mucho esfuerzo en acciones que no llegaron a nada o no produjeron el impacto que esperábamos. Tal vez, al acelerar, hayamos tenido un costo alto en términos de incomodidad y resistencia. O quizás hayamos postergado o abandonado algunos procesos de transformación, o incluso retrocedido en cambios de hábitos consolidados que nos había tomado años lograr, ya sea en términos de relaciones, calidad de vida, clima, estructuras, roles, comunicación o cultura. Avasallados por lo urgente, no tuvimos tiempo para cuidar la sustentabilidad de mucho de lo importante.
La comunicación pensada es la vía rápida hacia la cooperación y el compromiso
Urgidos, acuciados, provocados por las amenazas, quizás nos olvidamos de lo simbólico, de saludar, de mirar al que tenemos al lado, de comunicar con regularidad y claridad, de dar la bienvenida a los nuevos y acompañarlos a conocer nuestra cultura. A lo mejor ese jefe que parece un tirano o un egoísta es una persona que tiene miedo de que todos los de su equipo pierdan el tren, o cuida la supervivencia, y entonces corre, ladra, empuja, hasta descuidando los modales. O quizás ese otro que siguió siendo empático a pesar del apuro, que se gana nuestra confianza porque nos mantiene al tanto de lo que pasa, que dice con honestidad lo que sabe y lo que no, que nos sostiene anímicamente pero no nos crea expectativas si no sabe si se van a cumplir. Somos humanos. En momentos de alta emocionalidad reaccionamos de manera diferente. Resulta útil en estos tiempos reflexionar sobre qué estamos haciendo, cómo estamos comunicando y qué estamos provocando como consecuencia.
Busquemos un momento para parar el caos en la comunicación, si es que en el entorno en el que estamos fue confusa y dispersa. Miremos a las personas que nos rodean. Volvamos a reconocernos y a encontrarnos. Reajustemos el foco sobre la forma en que nos estamos comunicando, en cómo nos tratamos, en cuál es la mejor forma para que la información llegue a tiempo a quienes tiene que llegar. Creemos espacios para dialogar y pensar juntos.
Aun cuando estemos apurados, la comunicación pensada y empática, una vez consolidada, es la manera más rápida de lograr cooperación, alineación y compromiso. Que la velocidad no nos mate la calidad
Hora de elegir
Elegir entre velocidad y calidad es como optar entre la espada y la pared sin tomar conciencia de que entre ellas hay un cuerpo, una persona, quizás un equipo o una organización. Volvamos a poner la atención en quiénes somos, a dónde queremos llegar, qué tipo de cultura queremos tener y cómo vamos a lograrlo.
Aspirar a un balance perfecto entre velocidad y calidad es una utopía. Pero sí es posible estar atentos a que los vaivenes no sean tan bruscos, que no se incline demasiado hacia la parálisis del detalle o la lentitud de la impecabilidad o hacia el descontrol del apuro, de la rapidez. Para salir de este falso dilema, cada tanto es necesario que nos bajemos del subibaja y nos tomemos un tiempo para mirarlo desde afuera, con perspectiva, desde donde podamos cuidar el equilibrio y tomar mejores decisiones.