Subestimación laboral: Cuando los empleados son minimizados por sus jefes
Muchas veces los líderes confunden la empatía con prácticas demagógicas que impiden una comunicación sincera y efectiva
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Hay una cierta infantilización del mundo de los negocios. Jefes que parecen pediatras hablándole en diminutivo a niños para parecer empáticos. Se nos pide que seamos tan comprensivos que a algunos se les va la mano y terminan siendo demagogos paternalistas que sobreactúan amorosidad berreta. En general, se trata de jefes que tienen pavor a poner límites y que, justamente por ello, ante cada comentario que deben realizar dan una vuelta enorme para no herir al empleado.
Toda tramitación emocional es compleja, pero hay cosas que deben ser dichas blanco sobre negro. Con respecto, por supuesto, pero sin edulcorar todo hasta el punto de hacerlo empalagoso.
El azúcar impalpable sobre un feedback ha sido el responsable de que muchos no lo recibieran con la rotundidad que merecía. Si las cosas no son dichas con claridad, entonces no son recibidas en toda su luminosidad. Allí van, entonces, los feedbacks con cuentagotas que no cambian nada. Así, el cambio demora horrores en producirse. Ese goteo es eficiencia y eficacia que no llega y dinero que se pierde. Llega una hora en que vienen las decisiones rotundas y suele ocurrir que esas decisiones son el feedback más sangrante: el despido letal.
Los jefes que subestiman, que edulcoran a la gente, son líderes manteca que nada deciden ni definen con el fin de preservar el poder que tienen. Su único foco es ese y es lo que hace que no se animen a confrontar los problemas que requieren de ellos un alineamiento entre sus pensamientos, su corazón y su acción. No pueden hacer eso, son gallinas que, en la antesala de ser pollos al spiedo, se esconden para que le toque a otra ir al horno.
La empatía humana no implica la subestimación del otro, ni hablarle como si fuera un niño. La empatía reconoce y valora el sentimiento del otro buscando ayudarlo también a que pueda vivir mejor. Y ayudar a otros es también mostrarle sus aspectos de mejora de un modo en que lo vean blanco sobre negro.
Este es un drama social que excede a las compañías y que está relacionado con cómo miramos el poder y la autoridad. Basta ver lo que sucede en la educación hoy en día.
Un docente honesto y respetuoso de secundaria se siente mucho más limitado que en el pasado porque un montón de padres están más pendientes de mirarlo con una lupa que en respaldarlo como agente social de cambio para sus niños. Abundan los padres helicóptero que sobreprotegen a sus niños sin dejarlos tomar riesgos ni madurar. Esa lógica de defensa paternalista que abunda en los grupos de progenitores de WhatsApp ha llegado, claro está, a algunas organizaciones y limitado la perspectiva de algunos jefes que lideran sus equipos pidiéndoles permiso para decirles las cosas, como si fueran voluntarios de una ONG.
Abundan así, los jefes políticamente correctos que son más insulsos que sopa de sobre. Ese estilo de liderazgo chirle no sirve para desarrollar a nadie, le quita a la función del líder una de las dimensiones primordiales: pensar, empujar y elevar al otro. En el fondo, el líder que subestima, ese líder mantecoso que de nada se hace cargo, solo tiene una función: atornillarse al poder dejando de lado el compromiso con y por el otro.
Deseo de control
Esa infantilización tiene mucho que ver con el deseo de control que busca que las cosas no se les salgan de cauce. Hay jefes mucho más dedicados a que la cosa no les explote hacia arriba que ocupados de que se produzcan cambios relevantes. ¿Pero no es la función de un líder confrontar el riesgo de transformar la organización? ¿No debe un líder intentar sacar el mejor potencial de sus colaboradores? ¿Cómo hará esto si no se anima por miedo a que el cambio del statu quo lo perjudique?
Existe una subestimación del empleado que parece muy respetuosa como contracara da poca autonomía. Engatusa la comunicación, contrabandeando con soft power la dinámica de trabajo.
Para lograr trabajar la dinámica de un equipo que se evapora, muchos líderes chiclosos arman jornadas outdoors inútiles donde buscan en externos el diagnóstico que ellos no pueden ni quieren dar. Ejercicios que terminan siendo un monumento a la inutilidad.
Creamos así entornos dependientes de la constante validación del jefe. Como delfines los empleados están siempre volviendo a la mano del entrenador para que les de un pescado. El pescado es el fin: gobiernan las recompensas constantes. Jefes que generan un círculo vicioso: líderes que subestiman, empleados que no deciden y suben los problemas a jefes que procrastinan decisiones. La inercia llevada al apogeo.
Obviamente, dar recompensas y motivar es muy relevante. Por supuesto, pero aquí estamos hablando de la deformación, de la recompensa constante de la maestra jardinera que aplaude hasta el movimiento más simple que ha realizado el niño. La sobreactuación del reconocimiento. La palmadita caricaturesca. Lejos de hacer crecer, este formato demuestra que no se espera nada demasiado relevante de ese perfil.
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