Marina Díaz Ibarra: la historia de la ex CEO de Mercado Libre que dejó todo para cazar patos
En su libro “Un mundo sin jefes” la economista cuenta, con humor y honestidad brutal, como un día abandonó la carrera corporativa para desarrollar un proyecto que combina la meditación con la participación como directora independiente de varios boards
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Un día de lluvia, a Marina Díaz Ibarra le agarró el deseo irrefrenable de salir con una escopeta a matar a los patos que se posaban sobre la laguna que tenía su casa de Nordelta. Intentando entender junto a su psicólogo por qué no era feliz con su vida laboral si la gente consideraba que tenía algo así como “una vida perfecta”, salir a matar patos parecía ser la única expresión que le salía para poner en palabras todas sus frustraciones.
Eso no sucedió. Pero sí le permitió replantearse (la primera de varias) qué estaba haciendo con su vida, patear el tablero y empezar de nuevo para intentar descubrir cuál era su camino. Durante sus andanzas, la economista viajó a Estados Unidos para realizar un MBA en Wharton School, allí trabajó para Nike, Under Armour y volvió a la Argentina en 2015 para ser country manager del unicornio Mercado Libre.
Pero la experiencia, lejos de llevarla a encontrarse con la vida que buscaba, la hizo conocer más “jefas y jefes horribles”. Hubo días en los que trabajó hasta quince horas seguidas, lloró a escondidas, vomitó del estrés, se tiró de un taxi en movimiento porque un ejecutivo la quiso acosar y terminó renunciando a cada uno de los puestos a los que logró “llegar”. Todas esas situaciones la obligaron a tomarse en 2017 un tiempo sabático para aprender a surfear, a recorrer el mundo y, en una suerte de catarsis, a escribir el libro Un mundo sin jefes, que acaba de publicar Penguin Random
“En el instante en el que llegué a la cúspide de mi carrera -el día del último ascenso que recuerdo-, no sentí nada parecido a la gloria que pensé que iba a sentir. De hecho, me invadió una profunda tristeza y cierta incomodidad mezclada con pánico se instaló en la base de mi estómago. Miré a mi jefa y era la última persona en la Tierra a la que quería parecerme. Miré mi vida y entonces supe que estaba atrapada, porque iba a ser incapaz de renunciar a la comodidad y el reconocimiento que me estaban proponiendo”, admite la empresaria en el prólogo de su primer libro.
Epidemia ignorada
Hacía dos años que había vuelto a la Argentina, su país natal, para trabajar en la empresa tecnológica más exitosa de América Latina. Díaz Ibarra aceptó el puesto porque creyó que el mundo de la innovación “me movería alguna fibra interna y generaría entusiasmo”. Pero, al poco tiempo, se vio envuelta nuevamente en la rutina que había buscado abandonar cuando renunció a Nike: reuniones y papeles.
Un día, se reunió con su jefe y le admitió que no creía estar en el lugar correcto, ni en la posición correcta. “Ya lo sé”, fue la respuesta de su superior. “‘Ya sabe’, pensé. ¿Tan evidente era mi cansancio? ¿Tan claro es que odio tener jefes? Estaba mareada y confundida. Al poco tiempo dejé la oficina, con más alivio que tristeza y con diez kilos de más (según un estudio, dos de cada tres empleados estresados aumentan mucho de peso). Para cuando crucé la puerta, no podía sostenerlo ni un día más, y el único camino posible era reinventarme”, relató en sus páginas.
No obstante, tras esa experiencia descubrió que no estaba sola en esa frustración. Según el último reporte de la consultora Gallup, solo el 20% de los empleados está comprometido con la empresa, el resto se encuentra “emocionalmente desconectado de su trabajo” o, simplemente, lo detesta. Con foco en América Latina, la Argentina ocupa el puesto número 13 del ranking. El 25% de sus empleadores asegura estar comprometido con su trabajo (3 puntos porcentuales menos frente a la encuesta previa).
“Empecé a escribir el libro en 2018, justo después del sabático. Me había ido frustrada del mundo corporativo y me puse a leer literatura sobre ansiedad, depresión laboral, libros de autoayuda, como una búsqueda desde lo personal. Me encontré con números que no podía creer, se me abrían los ojos como un dos de oro, ¡8 de cada 10 personas no es feliz con lo que hace! Me pareció muy fuerte, pasamos la mayor parte de la vida trabajando. Descubrí que la problemática estaba muy extendida y que no estaba sola, era una situación más grave de lo que creía”, contó la escritora, en diálogo con LA NACION.
En un comienzo, empezó anotando todos los números que se le cruzaron en el camino. El 58% de la gente confía más en un extraño que en su jefe o empresa (según Harvard Business). Casi el 90% de los trabajadores renuncia por su superior (Las 7 razones por las cuales las personas se van). Incluso descubrió que en Japón existe la palabra “karoshi” para referirse a la gente que se muere por el exceso de trabajo. Luego de un par de meses de búsqueda y cientos de estadísticas, la idea de escribir un libro sobre su propia experiencia fue cobrando forma. “Fue un proceso apasionante, no puedo dimensionar haber estado tan sorda y ciega de este problema del mundo. Sentí la necesidad de divulgarlo, sobre todo cuando leí sobre cómo la gente se queda estancada y lo noté alrededor mío. Le podía poner un nombre y apellido a cada problema: los que toman antidepresivos, los que toman whisky cuando llegan a su casa, los que se separaron por trabajo. Me di cuenta que la raíz del problema era mucho más grande”, expresó.
En esa introspección personal descubrió que su carrera se dio más por inercia que por decisión propia y consciente. Criada en el barrio porteño de San Cristóbal, estudió en la escuela pública. Más adelante se recibió de economista en la Torcuato Di Tella (“Porque sonaba a carrera con prestigio”, agrega) y, desde que empezó a trabajar, no paró hasta que le agarró el “capricho” por estudiar en el exterior a sus casi 30 años.
Sin embargo, sin importar el trabajo que le ofrecieran, le faltaba algo más importante: la motivación. Cuando entró a trabajar a Nike y tuvo la primera reunión con su jefe, Díaz Ibarra le contó sobre su alegría por trabajar en una empresa que ayudaba a través del deporte a que las personas den lo mejor de sí mismas. “‘Yo no sé bien qué te han dicho, pero acá vendemos camisetas’, me contestó seco. En una rápida y pragmática frase, mi nuevo jefe acababa de aniquilar mi esperanza de encontrar un trabajo con un mínimo de propósito”, recordó en Un mundo sin jefes.
En las últimas semanas en los Estados Unidos se comenzó a hablar de un fenómeno conocido como ‘The Big Quit’. Pasada la pandemia de coronavirus, que a muchas personas les sirvió como un espacio de reflexión sobre sus carreras, los trabajadores están renunciando a sus empleos a un ritmo sin precedentes.
“Me pregunto si el ‘Big Quit’ en la Argentina no se estará traduciendo en el ‘Big Éxodo’. La Argentina siempre se hace eco de los procesos globales de forma original y muy signada por algunos elementos que nos caracterizan, como una economía muy inestable. Si estás mal y mal pago, vas a renunciar e irte a buscar mejores horizontes”, reflexionó.
¿Por qué en la Argentina no se tratan estos temas? “En la Argentina todo llega un poco más tarde”, coincidió Díaz Ibarra. Con experiencia laboral en distintas empresas y latitudes del mundo, la empresaria conoció los programas más innovadores para enfrentar estos problemas. Y si bien la depresión laboral es un mal que se vive en todo el mundo, en el país de la bandera albiceleste pareciera que el debate está lejos de empezar.
Algunos ejemplos de los programas que vienen incorporando las grandes compañías para mitigar el estrés y depresión laboral. En Estados Unidos, hay algunas organizaciones que le permiten a sus empleados que se tomen un día para descansar, de salud mental. “No tenés que poner de excusa que estás enfermo, podés salir a caminar”, acotó.
Firmas como Netflix y Pelotón también implementaron las “vacaciones ilimitadas”. No hay fechas ni tiempos máximos, se le da al trabajador la confianza para que decida cuánto tiempo viajar. “Hay ciertos trabajos que pueden hacerlo, por ejemplo, si trabajas por proyectos. Habrá un año en no te podés tomar vacaciones, otros en los que te tomás tres meses. Implica cierta maduración de las dos partes”, añadió.
Para la empresaria, este tipo de beneficios permite que los empleados no tengan que llegar al punto de “estar quemados” y que los manden a su casa con licencia psiquiátrica hasta que se recuperen, algo que se encontró muchas veces durante su paso por las oficinas, incluso en las compañías argentinas. “Las licencias suenan que te están permitiendo algo y es una excepción. Licencia por paternidad, por enfermedad, ¡la norma es la excepción!”, consideró.
Estos programas no solo son positivos para los empleados, sino también para las empresas. En números, según un reporte de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre salud mental en los espacios de trabajo, el impacto que genera la epidemia de insatisfacción y desmotivación laboral a nivel global por días no productivos es del tamaño de la economía mexicana: aproximadamente un billón de dólares al año.
“Hay empresas argentinas que les falta muchísimo recorrido. Hay un tipo de diversidad del que nunca hablamos, que es la discriminación por edad, existen programas para incluir a las personas con menos capacidad tecnológica, algo que en la Argentina no se discute demasiado. Pasa que es difícil ponerlo sobre la mesa, hay tantos otros problemas más urgentes que la depresión o disconformidad laboral, como la desocupación o la pobreza, que ponerte hablar de esto es hilar fino. Hay una realidad un poco diferente”, admitió.
Hacia el final del viaje
Un consejo de Díaz Ibarra es meditar. Ya sea en vacaciones, retiros de silencio o cinco minutos de reflexión en el colectivo, esos espacios de meditación permiten entender dónde se está parado y hacia dónde se quiere ir. Para salir de la abulia laboral, estado en el que se encuentra una persona cuando no está conforme con lo que hace, se tienen que hacer dos cosas: uno, recordar que muchas de las creencias que uno tiene arraigadas son “historias que nos contamos”; y dos, buscar modelos de personas que, aún con limitaciones similares, vivan vidas diferentes (como, por ejemplo, ser nómada digital y vivir viajando con chicos).
“Lo más importante de este viaje fue darme cuenta que vivimos en una pelotita azul que flota en el cosmos. Si mañana la Tierra desaparece, con todo lo que eso me dolería, al universo no se le movería un pelo, es demasiado vasto y extenso. No digo esto para que la gente se sienta insignificante, sino para entender que nada tiene demasiada relevancia. Para darle sentido a esta experiencia que vivimos como seres conscientes creamos historias, nos identificamos. Hay que reconocer eso para entender que la calidad de nuestras vidas es infinitamente significante para nosotros mismos en nuestra cortísima experiencia por este planeta. Hay que revisar la calidad de las historias que nos contamos, ya sea cómo nos definimos, una nacionalidad, la religión, la pertenencia a una empresa, para poder velar por la calidad de nuestra propia corta vida”, sostuvo.
Cuando volvió de los meses sabáticos, Díaz Ibarra no abandonó la vida corporativa de forma definitiva. Hoy es miembro del board of directors de compañías públicas como Rotoplas y Gentera (Banco Compartamos), representa al IFC (el brazo financiero del Banco Mundial), es advisor de firmas como Jumex y Bitso, e incluso hace poco tocó la campana de Nasdaq con Agilethought. “El mundo corporativo tiene cosas muy valorables, es un lugar de mucho aprendizaje, de desafíos, un lugar de poder donde pueden instrumentarse los cambios genuinos. Hoy mi trabajo corporativo son espacios que tiene impacto, que para mí es imperativo, y están alineados con mis valores”, agregó.
La ejecutiva afirma que ya no quiere salir a matar patos. Fuera del trabajo se reserva el tiempo para “explorar todas las Marinas” que tiene dentro: medita media hora todos los días, después de la jornada laboral hace surf, si tiene una semana libre viaja a Costa Rica, pasa tiempo en familia, invierte, escribe, se toma una hora para leer y otra para tocar la guitarra.
“Un día, corriendo por Nueva York, me encontré con los patitos ingleses, que son los mismos que tenía en mi laguna de Buenos Aires. Fue un momento genuino, en el cual vi esa postal y recordé mi imagen de diez años atrás. Yo, sentada en el balcón de Nordelta, a punto de sacar una escopeta del nivel de frustración que tenía. Los patos no tenían la culpa, eran mi espejo. Mi emocionalidad para con los patitos era un reflejo de cómo estaba en ese momento. Hoy ya no quiero matar patos”, cerró.
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