La nueva economía azul: por qué todo el mundo quiere dominar los océanos
El negocio de la explotación de los mares genera cada vez más dinero y dominio geopolítico con las mareas, el viento, los contenedores o los cables submarinos, pero el precio medioambiental a pagar empieza a ser demasiado alto
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El mar y los océanos guardan la memoria del mundo. Los vikingos atravesando, como niños curiosos, tormentas mientras tanteaban una ruta hacia las Américas desafiando interminables llanuras líquidas; los navegantes íberos, que en la Edad Media descubrieron continentes, y, siglos antes, los griegos, quienes, pese a la ira de Poseidón, dios de la mar, se alejaron del abrigo de las orillas. Pero hoy, los océanos, desde la superficie hasta las zonas abisales, donde la luz es solo recuerdo, se han convertido en un profundo negocio. Lleva un nombre en el esquife: la nueva economía azul. La vieja incluía la pesca o el turismo de costa. La actual gana dinero con las olas, las mareas, el viento, los datos, los contenedores, los cruceros, los cables o los drones submarinos. Es, quizá, más digital; es, a veces, más negra.
El mercado mundial de las perforaciones petroleras y gasíferas en altamar alcanzará, en 2026, los US$56.970 millones. Un crecimiento enorme. Durante 2018 entregaban en el registro unas cuentas de US$31.260 millones. La inacabable dependencia de estas antiguas energías ha llevado a los economistas a descubrir cifras insólitas. La industria del gas y el crudo ha generado US$2800 millones de beneficios diarios en los últimos 50 años.
“Es una cantidad que me sorprendió”, reconoce Aviel Verbruggen, profesor emérito de la Universidad de Amberes, autor del estudio. Tanto que incluso ofrece los excels con sus cálculos para quien dude de ellos. “Las grandes energéticas tienen varias estrategias para frenar la transición. Su mayor éxito”, admite el docente, “es el régimen de comercio de derechos de emisiones de la Unión Europea [regula la compraventa de la expulsión del carbono], que propusieron después del Protocolo de Kioto de 1997. Han paralizado las políticas climáticas eficaces”. Reescribamos el número: US$2800 millones al día. Porque el próximo aventura una tormenta climática.
Beneficios sin techo
Las siete principales compañías petrolíferas podrían cerrar el año, según prevé la consultora Standard & Poor’s, con unos beneficios superiores a 175.000 millones de euros. La Unión Europea ha propuesto un impuesto de unos 140.000 millones para llevar algo de equidad a una industria de inmensas ganancias, gracias a la guerra en Ucrania, mientras que, a cambio, solo parece editar memorias de responsabilidad social corporativa (RSC) con la publicidad de un best seller. La mayor parte del gravamen energético lo pagarán los proveedores de electricidad (que han recurrido a los tribunales a la velocidad de la luz) y las firmas renovables.
Pero nadie quiere un estigma escarlata. Sectores que tienen tradición de contaminantes, como el transporte de contenedores o los cruceros, repostan gas natural licuado. Un combustible de transición o un cabo suelto. “Puede tener emisiones marginalmente más bajas que el carbón o el petróleo, pero no es en absoluto verde porque emite bastante metano”, aclara Mike Coffin, responsable de investigación de crudo, gas y minería de la consultora británica Carbon Tracker.
Autopistas azules
Cualquier científico lo sabe, cualquier sector lo sabe. Las rutas marinas son autopistas para los barcos portacontenedores y los cruceros. Pocos sectores generan tanto rechazo como ese turismo que semeja una lasaña humana. Es el cáustico apodo que usa The Guardian para describir el proyecto de construcción de Icon of the Seas, de Royal Caribbean, que navegará en 2024. Un navío de 250.800 toneladas, siete piletas, 7600 pasajeros, una tripulación de 2350 personas y 20 cubiertas. Será el mayor crucero del mundo y un enorme problema. La contestación social y política recorre los puertos. Palma de Mallorca, Venecia, Barcelona, incluso el alcalde de Marsella piden que “dejen de contaminar el Mediterráneo”.
La industria, a través de un portavoz de su mayor asociación, Cruise Lines International Association (CLIA), se defiende del oleaje con escolleras de números. Sostienen 1,2 millones de puestos de trabajo y aportan, aseguran, unos 142.000 millones de euros a la economía del planeta cada año. Y más del 93% de los cruceros se construyen en Europa. Eso es, al menos, un 80% del valor de su cartera.
En el próximo lustro la industria invertirá 45.000 millones de euros en botar nuevos barcos. La mayoría en astilleros del Viejo Continente. Todos ofrecen idéntica promesa. “Los innovadores tipos de combustible o el hardware de la propia nave llevará las emisiones [de CO2] a cero en el futuro”. Pero esa estrella polar parece guiarse más por las buenas intenciones. Por ahora, muchos viajan con fueloil —es, textualmente, el fondo del barril de crudo, un lodo denso que debe calentarse a 40 grados para que sea lo suficientemente líquido y pueda bombearse a los motores— y gas natural.
Un ensayo publicado en Marine Pollution Bulletin revela que solo uno de estos grandes cruceros deja una huella de carbono superior a 12.000 autos. “Es urgente que el sector cambie totalmente para que no solo sea sostenible sino saludable para los cruceristas”, advierte Josep Lloret, biólogo marino de la Universidad de Girona. El informe —liderado por el científico catalán en colaboración con Croacia y el Reino Unido— detalla que esta industria tiene el potencial de poner en riesgo la salud física y mental de los pasajeros, la tripulación y las personas que viven cerca de puertos o trabajan en astilleros. “Hay que reducir de forma sustancial el número de buques, su dimensión y eliminar los megacruceros”, zanja.
Hay que reparar la mar, parafraseando al diario Le Monde, si queremos salvar al hombre. Pero algunos negocios no soltarán el cebo porque viven en el paraíso del oligopolio. Solo diez compañías de buques contenedores con sede en Europa y Asia —lideradas por Maersk, MSC, CMA CGM y la china Cosco Shipping— controlan casi el 85% del transporte marítimo de mercancías. Hace dos décadas, las 20 principales operaban la mitad de la capacidad mundial. Han conquistado los océanos y sus ganancias.
Los transportistas de carga marítima obtuvieron el año pasado unos beneficios de US$150.000 millones. Un 900% más que en 2020. “Este mercado no beneficia a todo el mundo”, afirmó James Hookham, director de Global Shippers Forum, que representa a importadores y exportadores. “Necesita ser investigado para asegurarse de que no se abusa de los clientes”.
Cuando la pandemia solo dejaba huérfanos en medio de la tormenta, los fletes se dispararon. Hace unos años un contenedor estándar (40 pies) desde Estados Unidos a Asia costaba menos de US$2000 dólares. En las peores semanas del confinamiento subió a US$20.000. La lluvia diluye, hoy, esos días. “En los últimos meses se ha ralentizado la petición de contenedores”, indica un portavoz de Maersk. “La guerra en Ucrania, la crisis energética, la inflación y una posible recesión global pesan sobre la confianza del consumidor, y esto repercute en la demanda mundial”. En octubre, el precio medio fue de US$3689 dólares. El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha detectado que el comercio se desacelera “bruscamente”. En 2021 creció un 10,1%. Pero la alacena global comienza a resquebrajarse. En 2022 sumó el 4,3% y las previsiones para el próximo año estiman un 2,5%. La institución lanza su particular salvavidas. “Si queremos resistir la fragmentación, resulta necesario entablar un diálogo serio destinado a que los sistemas comercial y climático se refuercen en vez de ser rencorosos”. Todavía hay esperanza en los números que atracan en los puertos. Al menos, en España. El transporte marítimo y la construcción y reparación de embarcaciones crean, conforme a la Fundación Alternativas, un valor añadido bruto (mide la riqueza producida por un sector) de 5422 millones de euros y 81.309 empleos.
Sin margen de tiempo
Sobre la superficie de mares y océanos discurre gran parte de los US$29 billones del comercio internacional. Las emisiones de CO2 del transporte marítimo alcanzaron el año pasado los 667 millones de toneladas. El 2% del total. Existen opciones para descarbonizar el transporte pesado más allá del remiendo del gas natural. Aceites vegetales hidrogenados, amoniaco, hidrógeno, metanol. Pero tardarán tiempo y el clima extremo no aguarda por nadie.
Repsol y Enerkem pondrán en marcha durante 2026 una planta en Tarragona que producirá metanol a partir de residuos. Y Cepsa —explica la energética— ha firmado un acuerdo con el puerto de Róterdam para crear el primer corredor de hidrógeno verde que une los Países Bajos y Algeciras. El anclaje de todo es el agua. Un negocio tomado al asalto. El 70% de la industria en Inglaterra —reveló The Guardian— pertenece a empresas privadas, fondos de capital riesgo, planes de pensiones y firmas con sede en paraísos fiscales.
Los países occidentales deben proteger mejor sus infraestructuras de energía y telecomunicaciones en los fondos marinos. Sobre todo entre los 3000 y 6000 metros de profundidad. Solo las armadas china, rusa y estadounidense poseen vehículos submarinos autónomos y drones o robots que alcanzan esa inmersión. También operan algunas compañías privadas. Atlas Meridian, Bluefin Robotics, Deep Ocean Engineering. Ninguna ha querido participar en el reportaje.
“El aumento de la necesidad de energías limpias —pienso, por ejemplo, en las granjas marinas eólicas— puede generar un importante empuje del sector de estos vehículos en España. Porque se podrían utilizar para controlar y monitorizar las instalaciones”, aconseja Iván Masmitja, experto en esta tecnología del Instituto de Ciencias del Mar (ICM-CSIC) de Barcelona. Sin embargo, en la era de las amenazas híbridas, ganan siempre las trincheras. Francia tiene la segunda área marítima más extensa del mundo. Pero únicamente cuenta con dos robots que lleguen a los 2000 metros. Un flanco débil. El gobierno galo ha comprado por 11 millones de euros, a una firma extranjera, un vehículo autónomo y un dron que descienden más allá de esas profundidades.
Ahí abajo, entre corrientes marinas y oscuridad, circula mucho dinero y un enfrentamiento geopolítico. La mayor parte del tráfico de internet entre continentes discurre a través de cables submarinos extendidos a lo largo de los suelos oceánicos. Es un sector muy caro (cientos de millones de dólares) y tiene una de las logísticas más complejas conocidas. “Hasta los 2000 metros de profundidad el cable hay que enterrarlo”, desgrana César Rodríguez, experto del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). “Es decir, hace falta arar el fondo y crear un surco de un metro de profundidad que debe estar muy protegido”. Más allá de esa inmersión “basta” con tender el cable sobre el lecho marino.
Pero si El Dorado de nuestro tiempo son los datos, este es el nuevo negocio de los conquistadores. En diciembre de 2020, unas 383 organizaciones, privadas y públicas, eran propietarias de 475 cables submarinos. China lo ha convertido en una ambición de Estado. Solo en 2021 sus tres firmas estatales (China Mobile, China Telecom y China Unicom) sumergieron 31 nuevos cables.
Este despliegue es una preocupación para EE UU, que advierte que “estas compañías están controladas por el gobierno chino”. El 36% de los cables submarinos en los que invierte el país asiático no tiene anclaje en China, sino fuera de sus fronteras. En esas profundidades se da la batalla por el ancho de banda, los centros de datos en la nube y el control de un canal extraordinario para vender productos e ideologías. Incluso por los más avanzados viaja electricidad y se monitorizan temperaturas, terremotos o corrientes.
Nadie se fía. “La India reconoce que Pekín puede convertir con facilidad su red de inversiones portuarias en el océano Índico en lo que se denomina un “collar de perlas” para proyectar su poder naval y contrarrestar la influencia del país y su aliado estadounidense”, alerta Samantha Custer, directora de análisis político del think tank estadounidense AidData. Y añade: “La India no quiere permitir que China obtenga un acceso sin rival a las infraestructuras portuarias en su propio patio trasero”. Porque resulta una tentación poseer el mar. La autocracia maneja una formidable reserva de US$3 billones en divisas adquiridas tras décadas de superávit comercial.
La costa española
España debe mojarse. Su contorno dibuja 7900 kilómetros de costa y su zona económica marina supera el millón y medio de kilómetros cuadrados, tres veces el territorio nacional. Telefónica y Amancio Ortega controlan este negocio en aguas españolas a través de Telxius. Hasta hace poco estuvo a la venta. Pero después de la salida del fondo KKR, el grupo que dirige José María Álvarez Pallete (70%), en alianza con el fundador de Inditex (30%), quiere sacarle rendimiento a sus más de 80.000 kilómetros de cables submarinos de fibra óptica. La telco rehúsa contestar a las razones del cambio de postura. Aunque parecen sencillas de imaginar bajo una geoestrategia incierta. A cambio del silencio envía un mapamundi de sus líneas. Es un orbe ultraconectado con algunas autopistas esenciales. Sopelana (Bizkaia, España)-Virginia Beach (Estados Unidos); Puerto de San José (Guatemala)-Valparaíso (Chile); Virginia Beach-Río de Janeiro o Boca Ratón (Florida)-Fortaleza (Brasil).
El mundo vive una aceleración azul impulsada por el viento. Las palas de los aerogeneradores hablan entre sí con su propia lengua. “Zas, zas, zas, zas, zas”. En el planeta hay 50 gigavatios (GW) de energía eólica en operación. Ya resulta competitiva en el Reino Unido, Holanda, Dinamarca o Alemania. Y en 2030, la marina renovable alcanzará en Europa una inversión de 16.500 millones de euros. Pero España tiene un problema de calado. Las aguas son muy profundas y los molinos solo se pueden fijar hasta 60 metros de profundidad. Más allá resulta una pesadilla técnica.
Ocurre algo distinto en el resto del Viejo Continente. La Unión Europea quiere incrementar su capacidad eólica offshore de los 12 gigavatios (GW) actuales hasta 60 GW en 2030 y unos 300 GW durante 2050. “Esta energía tiene un gran potencial para contribuir a la descarbonización de la economía por su madurez tecnológica, competitividad y escala, pero todavía está lejos de cumplir los objetivos marcados por Europa”, valora Mariano Marzo, consejero de Repsol. El costo de la electricidad ha caído de los 150 euros por megavatio hora (MWh) en 2015 a los menos de 50 euros que se esperan en 2024. Y casi el 80% del viento en el continente sopla, lejos, en aguas superiores a los 60 metros. Aun así, se escucha, si prestan atención, su infinito diálogo. “Zas, zas, zas, zas, zas”.
Reconversión millonaria
Por eso las esperanzas navegan hacia la eólica marina flotante. “La geografía única de España, con su extensa costa, fuertes vientos y aguas profundas, la convierte en un lugar ideal para fomentar el desarrollo global de la cadena de suministro y su tecnología”, indica un portavoz de la eólica danesa Ørsted. El problema es que las plataformas son muy caras. “De momento, aparecen prototipos pero nada a nivel comercial”, precisa Pablo Finkielstein, responsable offshore de Siemens Gamesa.
Los precios, cerca de 130 MWh, se sitúan fuera del mercado. Quizá en 2035 resulte posible reducirlos hasta los 60 euros. Sería la forma de dar sentido a los 3 GW de eólica flotante ya instalados en el mundo. La mayoría —concreta Marzo— en China, Taiwán, Japón y Singapur. Tal vez allí los riesgos medioambientales preocupen menos. “Las turbinas flotantes pueden alterar el hábitat oceánico y su mantenimiento plantea riesgos de seguridad y costes. Sobre todo a medida que aumentan, debido al cambio climático, los fenómenos meteorológicos extremos”, ahonda Kiran Nandra, analista de la gestora Pictet AM. Los expertos confían en la tecnología para hacer posible lo que ahora es una quimera. Acciona Energía —a través de Eolink— ha diseñado una plataforma flotante piramidal que se orienta según la dirección del viento. El primer prototipo se instalará en 2023 frente a la costa de Le Croisic (Francia).
Justo en este momento, el sol se refleja en el océano al igual que sobre la botella de un náufrago. Brilla una esperanza. La energía solar flotante vive un crecimiento vertiginoso. En 2014 apenas alumbraba 10 MW. Cuatro años después llegó a 1,1 GW. Ahora los analistas le estiman un potencial de 400 GW. “Estos proyectos son muy adecuados para países con poco suelo y elevada densidad de población”, aclara Mariano Marzo. Por ahora, los océanos nos devuelven otras esperanzas. Las tecnologías innovadoras más maduras son las energías undimotriz (olas) y mareomotriz (mareas).
Mientras, llueve, casi sin ganas, pero con una infinita paciencia, sobre los océanos. El agua ha borrado hace horas la raya del horizonte. Y la nueva economía azul acelera hacia esa frontera cargada de geopolítica e incertidumbre. Nadie sabe qué traerá el futuro porque llega por sorpresa, como la lluvia.
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