La liebre y la tortuga. El cambio radical en la forma de vivir y trabajar
La tecnología transformó radicalmente al mundo laboral, pero no siempre los resultados fueron positivos
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Ordenando mi casa, encontré algunas cosas que serían reliquias para las generaciones más jóvenes: una foto blanco y negro de inicios de los ‘80 en la que el fotógrafo intentaba sacarme una sonrisa imposible; una enciclopedia Larousse de 20 tomos que resumía todo el conocimiento escolar que necesitaba; un teléfono fijo negro que tiene en el centro el logo de la vieja empresa de telefonía Entel y, finalmente; mi querida máquina de escribir Olivetti que me acompañó desde mi adolescencia hasta antes de la irrupción de la computadora. Tomé todos esos objetos, se los mostré a mis hijos y con una mueca de sorna me dijeron: “Sos de la prehistoria, papá”.
Definitivamente, soy de una prehistoria que, hace cuarenta años atrás, utilizaba objetos que quedaron caducos pero que nos definieron los tiempos de nuestras vidas personales y profesionales. La búsqueda de conocimiento requería un paseo por bibliotecas hasta dar con el libro, informe o paper buscado. Al no existir internet ni celulares, la concentración para el trabajo era diferente. Recuerdo mis horas eternas sentado en la Biblioteca del Congreso, la del Círculo Militar o la del Maestro donde el armado de fichas para guardar información y conceptos requería horas de pesquisas para abultar el fichero del conocimiento. La masificación de las fotocopiadoras, posteriormente, fue un alivio para el cayo perpetuo de mi dedo producto de miles de horas de escritura.
Pero la tecnología superó cualquier fantasía que tuviéramos y nos facilitó el trabajo de acceder rápidamente al conocimiento sin tanta visita a las bibliotecas. Antes de esta aparición, los informes de los jefes necesitaban tiempo y calma, porque había que saber dónde buscar la información. Y quien tenía datos tenía, definitivamente, dinero en sus manos. Internet democratizó esta cuestión y la información fue accesible para todos de forma veloz. Ahí fue cuando los jefes cambiaron de actitud y, para evitar que la competencia los pasara por encima, nos exigieron más “compromiso, atención, dedicación”. Ergo, querían más rapidez.
Computadoras, internet, teléfonos celulares y el WhatsApp nos cambiaron la forma de vivir y trabajar: le pusieron un ritmo feroz a todo lo que hacemos y la sociedad de la inmediatez reemplazó a la parsimonia ochentosa a la que muchos de nosotros estábamos acostumbrados. Con las computadoras, dejamos las viejas máquinas de escribir y el papel carbónico pudiéndonos equivocar una y mil veces y se incorporaron herramientas relevantes hasta el día de hoy: el Word, las planillas Excel y el PowerPoint. Con Internet tuvimos la información al momento y abandonamos, en un rincón olvidado de la biblioteca, los 20 tomos enciclopédicos que nos ayudaban a sobrevivir a la ignorancia. Reemplazamos el conocimiento profundo por el superficial. Es que no había tiempo para tanta reflexión. Con los celulares logramos que nuestros jefes tuvieran acceso a nuestras vidas no importara dónde estuviéramos. Y con WhatsApp, la invasión a nuestra privacidad y tiempo libre fue lo más parecido a Atila tomando territorio en forma descontrolada. Ya nada fue igual. Nuestra casa se convirtió en el anexo de la oficina donde respondemos mensajes hasta antes de dormir y nos despertamos con mensajes de algún jefe insufrible y madrugador para reventarnos las ganas de vivir. Estrés, burnout, urticaria, dolores de espalda y ciática, y gastroenteritis empezaron a inundar nuestra vida moderna, rápida y tecnológica. Una gran vida.
Con el advenimiento de nuevas generaciones apareció la idea de lograr el equilibrio laboral y personal. Esa fue la idea de la generación X (personas nacidas entre los años 1964 y 1980). Lamentablemente, se quedaron con las ganas de disfrutar ese equilibrio y se dieron cuenta que la mayoría de las empresas tenían un mensaje hipócrita: si querían más calidad de vida, sus carreras se iban a ralentizar o se quedarían afuera de la organización.
Con los millennials trabajando y con más reclamos por la calidad de vida, el estilo Google de darte desde el desayuno, pasando por el almuerzo, la siesta, el peluquero y que pudieras llevar a tu mascota a la oficina, vino a cubrir un viejo reclamo de la generación anterior. Pero ahora no lograbas el equilibrio: integrabas tu vida personal y laboral en el mismo lugar.
Algunos autores, probablemente de mi generación, gente que pudo vivir en un mundo donde los autos se cambiaban cada 10 años, comenzaron a traer teorías inhóspitas para muchos ejecutivos: la de slowing down (traducido al criollo como bajar un cambio) para tener mejor calidad de vida. Se revitalizó el yoga, el pilates, apareció el mindfulness, el tarot y la carta astral y todas las herramientas posibles para resistir la carrera corporativa que, en vez de parecerse a una maratón, se convirtió en una carrera de 100 metros diarios donde el más veloz, efectivo, eficiente y estresado, gana.
Los autores no se quedaron atrás. En el libro The Happiness Hypothesis, Johnatan Haidt se plantea si la felicidad es una hipótesis o puede ser una realidad. Por suerte nos da algunos caminos para encontrar sentido a nuestra vida. Así de triste es (pero el libro es muy bueno).
Si algo tenemos que rescatar positivo de la pandemia espantosa, es la capacidad de reflexionar que tuvimos sobre cómo queremos vivir. La amenaza de una peste desconocida que ponía en jaque toda nuestra vida, nos alteró y nos cambió la escala de valores y motivaciones. Luego de dos años, las personas que buscan trabajo quieren saber cuánto tiempo pasarán en las oficinas y las empresas están desesperadas por atraer talento a oficinas que, definitivamente, deberán ser más interesantes para que la gente quiera ir.
Cuando reviso trastos viejos, de esos que me acompañaron décadas atrás, me da nostalgia de cierta calidad de vida perdida, de vacaciones más largas con los padres, de tiempos sin interrupciones, de la lectura por sobre los celulares y Netflix.
Como en la fábula de la liebre y la tortuga que nos contaron de chicos, tal vez no sea una mala idea volver a redescubrir los valores de la tortuga: la constancia, la atención, el esfuerzo, la perseverancia y la calma, por sobre la estresada liebre. Al final, llegar a la meta, llegamos. El tema es que lo hagamos enteros.
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