La Bienal de Venecia explora en los bordes
Mirar al sur global, a los marginados, aborígenes, queer, desconocidos e ignorados implica un cambio de paradigma y una actitud libre de los organizadores
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¿Una profecía cumplida? ¿Mirar de otra manera? ¿Buscar la belleza en los bordes? Algo pasó camino de Venecia que ha cambiado las reglas del juego. La 60° Biennale del brasileño Adriano Pedrosa rompió el esquema eurocentrista de los grandes nombres y de las galerías poderosas, con ocho bocas de expendio en el mercado global como el multitarget Gagosian. Primer latinoamericano en dirigir la madre de todas las bienales, fundada por Umberto de Saboya en 1896, Pedrosa miró para otro lado. No por distraído, con intención. “Extranjeros en todas partes” es el lema de esta Bienal inclusiva, abierta a la periferia, a los artistas queer, a los desconocidos, a los márgenes.
Fuera del mainstream, que le ha pegado duro al curador de 58 años, director del MASP, el museo mayor de San Pablo. Alguien duro de domar, logró, tras una maratón de viajes increíble, poner en escena la persistencia inamovible de su deseo.
Venecia es el escenario consagratorio del mundo. Bastan dos botones de muestra. Primero el fenomenal salto del tucumano Gabriel Chaile, que luego de ser elegido por Cecilia Alemani, directora de la Bienal anterior, se convirtió en un artista de las grandes ligas. Y el otro caso es Leonora Carrington. Pasó de ser una surrealista exquisita a un récord del mercado de arte internacional.
Curioso, al menos, en los dos casos el empresario argentino Eduardo Costantini resultó el protagonista absoluto. Compró en la 59° Bienal de Venecia la obra de Chaile para su nuevo museo de Escobar y, la semana pasada, volvió a ser el hombre del récord, al pagar en Sotheby’s de Nueva York US$28,5 millones por Las distracciones de Dagoberto, pintura de Carrington que multiplicó por nueve su propio récord en un salto olímpico. Por los Giardini venecianos que huelen a jazmín desfilan los curadores estrella, críticos, periodistas, coleccionistas y directores de museos. En los cinco días previos a la inauguración oficial se cocina todo. Se eligen los premios, se publican cientos de artículos y queda, fijada la tendencia de cuáles serán los artistas de la última horneada. Berni ganó el gran premio de grabado en Venecia y conquistó la cima con sus gofrados originalísimos, otro tanto pasó con Julio Le Parc, con Giacometti, con Rauschenberg que fue el primer artista norteamericano en triunfar en la Biennale. Después... llovieron los récords para los artistas de Leo Castelli. El ejemplo más conocido por los argentino es el de Tomás Saraceno, nacido en Tucumán, graduado de arquitecto en la UBA, que luego de ser elegido por Daniel Birnbaum para la Bienal de 2011 inició una carrera meteórica que no para.
Con Adriano Pedrosa se vuelve a repetir la historia. En la 60° Biennale salió triunfal y con mención del jurado La Chola, artista queer, nacida en Guaymallén, Mendoza, seleccionada por el director para su propia muestra en el Padiglione y en los Arsenales, los escenarios simbólicos de esta vidriera universal. Las acuarelas de La Chola se vendieron todas quintuplicando su valor. Notable perfomer, la artista mendocina está camino de Art Basel, relojito suizo del arte, para escribir otro capítulo en esta historia, con su galerista Nahuel Ortiz Vidal, porteño con ADN de arte que dirige la galería Barro en La Boca y tiene sucursal en Nueva York.
No están en esta edición de la Bienal, abierta hasta noviembre, los grandes popes del mercado, solo se destaca la galería Perrotin con la obra del colombiano Iván Argote: una estatua de Colón hecha escombros. Asociación lícita, la obra de Argote se parece bastante al Colón de Buenos Aires mudado de la Casa Rosada a la Costanera, que tuvo su momento de estar tirado por el piso en medio de los escombros.
Es demasiado pronto para conocer cómo terminará el viraje al nuevo mundo inclusivo de “Stranieri Ovunque” (Strangers everywhere). Queda claro que la mirada está en los bordes. No se llevó España, que era número puesto para León de Oro por la calidad del envío de Sandra Gamarra con curaduría de Agustín Pérez Rubio. El León de Oro al mejor pabellón nacional fue para Australia, con una instalación minimalista cargada de mensajes. El artista Archie Moore, hijo de un británico y de una australiana, de origen indígena, escribió con tiza su árbol genealógico de 65.000 años. Impresionante, al hacerlo demostró cómo una cultura silenciada y puesta al margen durante una eternidad… sigue viva.
El León de Oro al mejor artista lo ganó un colectivo de artistas maoríes con una obra bellísima hecha solamente con cintas, de bajo costo y efecto superlativo. Mirar al sur global, a los marginados, aborígenes, queer, desconocidos e ignorados implica un cambio de paradigma y una actitud libre de los organizadores. Es, también, salirse del libreto y del canon para explorar con todos los sentidos en un mundo dominado por tensiones, guerras, intereses, fronteras e identidades sexuales porosas. Algo está cambiando. Y el arte lo sabe.
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