Es porteño, llegó a Madrid, su marca de ropa fue un boom, la vendió a un gigante y ahora es boom con sus cafés y pizzas
"Soy de los que creció con el 'menemato', cuando creíamos que la Argentina era primer mundo –cuenta Papo Kling a LA NACION- Tenía 20 años y ganas de salir. Con algo de dinero se podía viajar. Empezaba a trabajar en la industria cultural y resolví irme a estudiar a París un año. Pasé primero por Madrid y me quedé, después estudié, sí, pero acá volví".
Recuerda aquel Madrid como "más feo, más pobre, pero siempre una ciudad que es de todos y no es de nadie". Lo de siempre, lo de la mayoría de los inmigrantes: trabajar en "un poco de todo" hasta que puso una marca de ropa. Pasaron algo más de dos décadas, le fue muy bien con aquello y, desde hace unos cinco años, sus cafés y su pizzería integran las guías de recomendaciones.
La de Kling es una mirada diferente a la de muchos otros emprendedores: "Terminamos haciendo determinadas cosas porque el mercado no nos ofrece esa libertad; difiero con esa visión de que son una especie de deidad. Hago cosas porque me gustan, no por el negocio en sí mismo". Su marca de moda es "Kling" –existe aunque ya no es de él-, llegó a tener 50 puntos de venta en España, showroom en Los Ángeles y fabricación en Asia.
El primer local estuvo –como no podía ser de otra manera en aquellos años- en Malasaña. El barrio madrileño que era epicentro de la "incipiente modernidad que empezaba a transitar España; entonces era el furgón de cola de la Unión Europea, pero tenía mucha pujanza creativa, llegaba dinero europeo. Era una fiesta", describe Kling. Nunca había diseñado ni hecho moda, sí tenía vínculo y lo disfrutaba artistas, ilustradores.
"Nos empezó a ir bien, muy bien –sigue-. Pero en un punto eso implicó lidiar con la maquinaria financiera, con las normas del mercado, entrar en esa dinámica. Me agoté de estar luchando". Kling era una marca con "mucha imagen, muy cool". La terminó vendiendo al equipo directivo de Pepe Jeans, una empresa de ropa de ocio europea con fuerte presencia en España. "Tenían la experiencia en logística, en distribución, en finanzas, le metían toda la gestión. Me quedé unos años con ellos y ya".
En esa transición hasta su salida definitiva, abrió un café en el barrio de Lavapies. Kling ríe al recordar que, hace cuatro años, Pum Pum era el bar con el café "más caro, con desayunos que tenían de todo, con posibilidades de pedir cualquier cosa a cualquier hora". Asume que, con su hermano, abrieron "sin mucha pretensión". Una vez más, las cartas le salieron buenas y el lugar "explotó". Dice que tal vez porque conocía a periodistas, diseñadores, gente de la moda "se empezó a llenar, se nos fue de las manos".
El local de la calle Tribulete empezó a aparecer en guías turísticas y en la prensa. "Nos entró la vena de querer hacer todo –señala-. Como en la moda, quería lo artesanal y lo creativo; no queríamos comprar y vender. En un obrador grande fabricábamos y, al mediodía, hacíamos pizzas para nosotros". Se corrió la voz, empezaron a llegar primero conocidos y después, los que querían comprar. Nació, hace dos años, Pizza Posta.
"Es la pizza de media masa, la que nos gustaba de toda la vida, hecha con harina ecológica y fermentación de dos días, sin levadura. Traje una muzzarella de Buenos Aires, la llevé a un tambo en Galicia y lograron repetirla. Después, buen tomate y buenos productos trufa, champignones…Al comienzo mucha gente no la entendía, era comer en una cocina grande, compartir la pizza les parecía ridículo. Tuvimos que hacer media y media para que les fuera más simple", repasa.
En esa zona de Lavapies –en tiempos de no pandemia- no hay muchos turistas, todavía es una zona under. Pero se para "un Uber, bajan, comen y se van". El empujón se lo dio el New York Times que la recomendó y varios foodies españoles que cayeron rendidos ante la pizza argentina. "Es un producto honesto, funciona. Lo difícil es sostenerse en el tiempo", comenta Kling y apunta que en un año "horrible" como el pasado por el Covid-19, les fue bien.
"Para nosotros la gastronomía es compartir una experiencia, una charla pero en tiempos turbulentos la pizza fue un refugio", apunta. Agrega que, "tímidamente" pusieron un número de WhatsApp en la web y la gente empezó a "pedir y pedir". En una noche vendemos 185 pizzas que es "un montón porque se fermentan dos días, ocupan lugar, hay que tener un galpón para hacerlas".
A Pump Pump Café le sumó Pum Pum Bakery (todo artesanal, fabricado con una maquina de laminar) que atiende solo mediodía y tiene filas esperando.Hacen 500 pastas para ese mediodía, no más. Además, tienen la concesión de "La Casa Encendida".
"La comida siempre es muy cuidada, hasta contrasta por ejemplo con el lugar de Lavapies –señala-. Para nosotros el proyecto y el negocio deben ir de la mano, no renunciamos a lo primero"
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