El tango Cambalache y los males de la economía argentina
En 1934 Enrique Santos Discépolo escribió el tango Cambalache, que en una de sus estrofas dice:
Es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata, que el que cura,
o está fuera de la ley.
Con la sensibilidad de los artistas, puso el foco en un rasgo que, con matices, caracterizó a la sociedad argentina en las décadas que siguieron. ¿Qué tiene que ver esto con la economía? Mucho.
Hacia 1940, Roy Harrod y Evsey Domar explicaron el crecimiento económico a partir del ahorro interno que permitía incrementos en el stock de capital físico. Pensemos que era el tiempo de los astilleros, la industria metalúrgica y metalmecánica y los enormes proyectos de infraestructura. La ciencia económica siguió avanzando. Hacia fines de los 80, Robert Barro, Robert Lucas y Paul Romer apuntaron a la significativa importancia del capital humano, que, a diferencia del capital físico, no está sujeto a rendimientos decrecientes. La política económica tomó nota y el objetivo de crecimiento fue superado por el de desarrollo , entendido como crecimiento macro acompañado de promoción humana. La mejora en la calidad de vida de los habitantes fue incluida en todas las agendas de política pública.
Ya entrando en los 90, fue Douglas North quien analizó en profundidad la importancia que la fortaleza y los incentivos institucionales tienen para el adecuado desempeño de la economía. Algunos años más tarde, Stefano Zamagni enfatizó el rol del capital social, haciendo referencia a instituciones, normas, reglas, leyes y tradiciones que aglutinan y mantienen la cohesión social. La falta de capital social genera conflictos, incertidumbre e ineficiencia.
Estos breves párrafos acerca de las teorías de crecimiento tienen como propósito explicar que el funcionamiento de la economía está estrechamente ligado a las capacidades de los individuos, a sus valores e incentivos y al funcionamiento de las instituciones, que, en parte, definen esos incentivos. Desde el punto de vista económico, la corrupción no solo representa un desvío en la asignación de recursos, sino que también está acompañada por ineptitud, malas prácticas y una toma de decisiones ajenas a criterios de eficiencia y bienestar general. Ya en nuestros días, Daron Acemoglu, economista nacido en Turquía y profesor del MIT, afirma que la clave de la prosperidad está en las instituciones, no en la geografía. En relación con esto, los datos duros muestran que los países con altos niveles de corrupción suelen tener tasas de crecimiento de largo plazo muy bajas.
La riqueza de un país ya no está definida por sus tierras, sus minerales o su diversidad climática. La prosperidad tiene más que ver con la población, su nivel de salud y educación, la cultura del trabajo y el esfuerzo, la organización social y el respeto por la ley.
La clave está en las instituciones, porque sin ellas la sociedad se desenvuelve en un entorno carente de límites, de normas y de orden. Sin ellas, el capitalismo se convierte en despiadado, ya que nada, excepto la ética individual, contiene el instintivo apetito por apropiarse de las riquezas ajenas. Pero la ética y la conciencia moral se forjan con un sistema de premios y castigos y con instituciones que crean y administran el sistema de justicia. Por eso, los países más exitosos económicamente son particularmente rigurosos en la aplicación de la ley.
La educación no es solo lo que el niño recibe en la escuela, ni se limita a los primeros años de vida. Todo lo que acontece a nuestro alrededor forma (o deforma). Los modelos sociales, la aplicación de sanciones o la impunidad, las porciones de realidad exaltadas por los medios, los sistemas de promoción social y económica, conforman señales que van moldeando las mentes y los corazones.
Nunca hay que olvidar que la corrupción perpetúa la pobreza y que la inexistencia de sanciones confirma las estrofas del tango: "el que no afana es un gil" o "todo es igual, nada es mejor". Si la asignación de recursos no tiene como objetivo la mejora del bienestar de la población, sino las obras o programas que permiten mayor apropiación por parte de unos pocos, el sistema económico sucumbe ante la decadencia moral.
Por eso, es importante que quienes trabajan para que la pobreza y la indigencia disminuyan, tengan en cuenta que este objetivo únicamente es compatible con una justicia independiente y proba, que investigue y condene a aquellos que hicieron absolutamente propio y privado el dinero público.
Es entendible que estemos preocupados por la inflación, las tarifas, y el nivel de actividad. Y más entendible es que, quienes menos tienen, sientan que nuevamente la economía les juega una mala pasada.
Pero como economista y como educadora puedo afirmar que si la Argentina logra tener un Poder Judicial que, a partir de un proceso ajustado a derecho condene a quienes cometieron actos ilícitos, independientemente de su investidura presente o pasada o de su poder económico, y un Poder Legislativo que legisle que lo robado no le pertenece al ladrón, habremos dado un paso significativo hacia un país con menor pobreza y más inclusión.
La autora es decana de la Facultad de Ciencias Económicas de la UCA