El management viste a la moda. Los cambios de vestimenta y de perfil de los ejecutivos
Versátil, práctico y personal, los códigos de indumentaria dentro de la oficina se reinventaron en los últimos años
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Meterse en un aula de formación ejecutiva en la década del 90 implicaba encontrarse con hombres de traje y mujeres vistiendo Chanel o algún trajecito de sastre, o “tailleur” como le decían. Los cuellos de los varones, en particular, se hinchaban ante camisas que denunciaban el exceso de kilos, presionando la yugular de los pobres ejecutivos. Gemelos, mangas de camisa con las iniciales de los ejecutivos y relojes tamaño cacerola eran símbolos de distinción.
Un tema que preocupó y preocupa a las organizaciones es el sentido de pertenencia de las personas en donde trabajan. Algunos líderes de empresa en el pasado forzaban este compromiso con los valores pidiendo estupideces. El CEO de IBM, Thomas Watson (CEO hasta 1952) insistía con un código de vestimenta particular: traje gris, corbata negra y camisa blanca. Más cercano en el tiempo, Ross Perot, fundador de Electronic Data Systems (EDS) y excandidato a presidente de los Estados Unidos, también pedía a sus empleados que usaran camisas blancas con corbata y tenían prohibido usar barba y bigote. Una forma muy particular de demostrar el compromiso con la organización: forzar la voluntad de la gente para que todos se parezcan entre todos y pierdan lo poco que les quedaba de individualidad. Muchos regímenes autoritarios hacen lo mismo.
Los directivos se soltaron y con esa liberación del comunismo del vestuario que no distinguía a una persona de la otra, se insertó la moda en la oficina. Ejecutivos y ejecutivas comenzaron a competir para poder parecer modernos pero sobrios, cool pero moderados y con marcas top pero que no se notara tanto. La guerra por la moda y la diferenciación sutil generó una batalla de estilos en los pasillos.
Los hombres pasaron de usar trajes oscuros y aburridos a hombreras amplias ochentosas que nos hacían las espaldas del increíble Hulk, para luego llegar al business casual que nos descontracturó y el dress down de las empresas tecnológicas que nos hicieron ir al trabajo en pantuflas.
Las mujeres también sufrieron una transformación: de vestidos que eran togas para cubrir todo, a la liberación en la década del ‘60 y la llegada de pantalones una década después.
Pero siempre existieron los personajes excéntricos (la serie The Office quizás sea el Ateneo pedagógico de esto). Algunos especímenes podrían ser el ejecutivo que se pone un frasco entero de perfume para que, estando en Puerto Madero, lo huelan desde la sede de Nueva York. Las mujeres que eligen el anteojo más extravagante e inmenso posible para ser recordadas o que no puedan leerles la mirada. El gerente que toma tanto sol en verano que reproduce rayos ultravioletas en la sala de reuniones haciendo un tributo al calentamiento global con su rostro, mientras tira postas sobre sustentabilidad.
Esto sin mencionar al sujeto que usa la pulserita roja contra la envidia desde sus tiernos 19 años y no termina de reconocer que está realmente muy gastada y hace unos 15 años que ya se la debería haber sacado (la juventud es una etapa adorable que hay que aprender a dejar atrás). Otro sujeto es el que lleva puestas ocho pulseritas compradas en la feria hippie de Miramar durante sus veraneos. No tiene una muñeca, tiene un muestrario. No ayuda al seniority que aparece en su LinkedIn.
Según un estudio previo a la pandemia, 3 de cada 4 profesionales encuestados aseguraban desear la libertad de no estar obligados a vestir un traje para ir a la oficina. Solo un 24% prefería trabajar en una empresa con un código de vestimenta formal. La pandemia ha hecho destrozos con la vestimenta de oficina donde la corbata fue relegada para siempre y mucha gente ya no quiere saber nada con ropa que no sea cómoda para poder trabajar desde cualquier lugar.
Además del Covid-19, que reventó los estándares del vestuario e hizo que la ropa formal quedara para un museo, las nuevas generaciones también trajeron otra impronta más relajada. Cuando aparecieron los millennials más descontracturados, los headhunters nos comentaban horrorizados que se presentaban en las reuniones de forma tan informal que no podían creer el estropicio que tenían enfrente.
Lo que parecía una excepción se convirtió en regla y las nuevas generaciones también impusieron una forma de vida y trabajo que incorpora un dress code acorde al estilo de vida que querían vivir.
Es que, en definitiva, la vestimenta no está ajena al contexto en el que vivimos y las idas y vueltas de lo que le sucede al mundo. El encierro atroz de la pandemia hizo que la ropa pasara a un segundo plano; las nuevas generaciones en el trabajo descontracturaron el acartonamiento anterior; las oficinas más modernas, funcionales y lúdicas fueron la antítesis del traje; y la flexibilidad que el mundo del trabajo está requiriendo incorporó un relajamiento en lo que uno lleva puesto.
Mensajes claros
A todo el mundo le gusta la comodidad. El asunto es si esa comodidad se condice con nuestras posiciones y mensajes. Puede gustarnos o no, pero el exterior susurra algo sobre el interior. Las formas del lenguaje y estéticas significan y expresan algo de nuestro aspecto y validan o no parte de nuestras habilidades. Desmerecer el exterior puede ser divertido o disruptivo, pero atender a nuestro aspecto sigue siendo relevante en las escenas sociales. Somos seres que comunicamos también con nuestro aspecto. Se puede no tener corbata y estar vestido de una forma fina y elegante. Acá el asunto no es volver al traje.
Por ejemplo, es importante saber que si no anda el aire acondicionado y tengo 35 kilos de más, cuando sudo con el horrendo calor porteño mi camisa comienza a mojarse y doy una sensación de descuido personal inapelable. Una camisa de repuesto en la oficina, es bienvenida.
Suele ser muy difícil inculcarle el valor del cuidado físico o de su aspecto exterior a quien no lo trae incorporado. La vida empresarial no deja de ser una teatralización de funciones, jerarquías y cargos. Hay esferas más cercanas y más lejanas a la toma de decisiones que deben ser respetadas. Jugar a que eso no existe, suele terminar mal. En la horizontalización berreta que muchas veces se ensaya, también suele diluirse el aspecto exterior. Dicho esto, hay que tener cuidado, porque no todo es moda. Es cierto el refrán que dice que “aunque la mona se vista de seda, mona queda”. Muchas veces, la ropa tiene más skills que el que la porta.
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