Aunque no lo veamos, el déficit siempre está
Los únicos planes de estabilización transitoriamente exitosos desde 1983 hasta el presente fueron el Austral y el de Convertibilidad
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No hay posibilidad de éxito de un plan de estabilización si la sociedad y los hacedores de política económica carecen de un diagnóstico adecuado sobre el origen y las causas de los fracasos del pasado. Estas notas tratan de sintetizar los dilemas y consecuencias de los únicos planes de estabilización transitoriamente exitosos desde 1983 hasta el presente: el plan Austral y la convertibilidad.
Los discursos del ministro de Economía Juan Vital Sourrouille para anunciar el plan Austral y de Domingo Cavallo al presentar la convertibilidad coincidían en la promesa de realizar una consolidación fiscal definitiva: equilibrio fiscal sustentable a partir de una reforma del Estado y la privatización de empresas públicas.
Ambos planes bajaron la inflación rápidamente, aunque el único que autorizó la circulación del dólar fue la convertibilidad. Las similitudes incluyen también privatizaciones. En efecto, el presidente Carlos Menem privatizó Entel (telefonía) y Aerolíneas Argentinas, luego de que su partido frustró un proyecto similar que impulsaba el ministro de Obras y Servicios Públicos de Raúl Alfonsín, Rodolfo Terragno, con un recordado discurso en contra de su hermano, el senador Eduardo Menem.
Pero el diablo del déficit fiscal nunca se fue, ratificando que la Argentina nunca tuvo superávit fiscal en los últimos 70 años. El fracaso del plan Austral no solo se debió a los controles de precios, sino también a que no se cumplió con la consolidación fiscal: el gasto público se siguió financiando con el impuesto inflacionario. Las promesas de no recurrir a la maquinita (emisión del Banco Central) no pudieron ser cumplidas debido a las necesidades políticas del ciclo electoral. Ante la caída en las encuestas, el presidente Alfonsín le dijo a su ministro: “Hay que dar un aumento a los muchachos”.
El fracaso del plan de convertibilidad también se debió en gran parte a que no se cumplió con la consolidación fiscal. Menem y los gobernadores dieron la orden a sus ministros: “Ahora quiero la re-reelección”. El consecuente aumento del gasto público al ritmo del ciclo electoral se financió con deuda pública, posteriormente defaulteada, ya que no se podía recurrir al impuesto inflacionario.
La deuda pública externa e interna creció también por dos efectos. Por un lado, por la necesidad de financiar el déficit previsional transitorio por el traspaso de los aportantes al sistema de capitalización mientras el Estado se hacía cargo de las jubilaciones por el sistema de reparto.
La provincialización de la educación a partir de la pseudorreforma pedagógica de la ministra Susana Decibe, con asesoramiento de Daniel Filmus, provocó un crecimiento exponencial del gasto público provincial, sin que los gobernadores recibieran necesariamente los recursos o hicieran más eficiente el sector público.
Por lo tanto, dada la convertibilidad, las necesidades de financiamiento del sector público se cubrieron con deuda pública, en lugar del impuesto inflacionario de la década del ochenta.
Como ya es conocido, la dominancia fiscal consiste en la subordinación del Banco Central a las necesidades del sector público, colocándole títulos impagables a cambio de emisión monetaria, lo que se traduce en el consecuente déficit cuasifiscal. Pero la dominancia fiscal también se ejerce sobre bancos, empresas de seguros, fondos comunes de inversión locales y la herencia de las AFJP administrada por el Estado en el FGS, el Fondo de Garantía “Seudo” Sustentable.
La presente colocación casi obligada de deuda pública impagable y sujeta a un continuo riesgo de rollover (refinanciamiento), reperfilamiento o default directo es una hipoteca a punto de ejecutarse sobre el ahorro, las jubilaciones y los salarios de los argentinos.
El impuesto inflacionario y la deuda pública son las dos caras de una misma moneda: financiamientos alternativos utilizados para solventar el gasto público, sujeto en parte a la ineficiencia, la corrupción y el despilfarro, independientemente del signo monetario utilizado.
Parafraseando a Marilina Ross, quien cantaba en los albores del regreso a la posibilidad de votar, “aunque no lo veamos, el déficit fiscal siempre está”.
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