Aprender a descansar: la receta para ejecutivos que no paran
La mayoría de las personas no logra desconectarse en las vacaciones; las claves para romper con la inercia laboral
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Nos pasamos todo el año trabajando y corriendo. Sin siquiera darnos cuenta, el ruido nos habita como un telón de fondo en nuestro día a día.
Al llegar el tiempo de descanso, parece que tenemos que desconectar como si fuéramos robots o como si tuviéramos un enchufe ligado al trabajo. Nos vemos forzados a hacerlo pronto al llegar a una playa, la montaña o donde sea que hayamos definido nuestras vacaciones este año. Pero no somos tan fáciles. No funciona así nuestro cerebro. Precisamos cuidar el territorio de nuestro descanso anual. Algo que muy pocos hacen.
Para aquellos que tienen hijos pequeños, además, las vacaciones pueden ser un territorio parcial en donde no es tan sencillo encontrar el descanso. Relajarse es un arte complejo.
Según un metaanálisis realizado por la investigadora Jessica de Bloom, si bien la salud y el bienestar mejoran durante las vacaciones, estos esfuerzos positivos se desvanecen en el transcurso de la primera semana de reanudar el trabajo.
La buena noticia es que, a pesar de que los efectos de las vacaciones son breves, los recuerdos de las vacaciones pueden mejorar temporalmente el estado de ánimo y el bienestar actuando como amortiguadores contra futuros factores estresantes.
Sabemos que a nuestro cerebro no le gustan los cambios. Por eso, es lógico que en las dos semanas de vacaciones sigamos buscando el celular apenas nos despertamos o antes de dormir. Tenemos un hábito y las vacaciones no son magia.
Un informe de Randstad del año 2022 aseguraba que solo el 27% de los argentinos había logrado desconectarse del trabajo en sus vacaciones y solo el 4% de los consultados aseguró haberse olvidado “por completo” de sus mails y mensajes de WhatsApp. La paradoja es que, a su vez, el 62% de los participantes aseguró que jamás se sintió presionado por su empleador para mantenerse conectado con el trabajo. Al final, somos nosotros mismos nuestros peores verdugos.
Aunque a veces logramos desconectarnos de la carga laboral, el asunto es poder disfrutar. Lograr una desconexión que nos produzca placer, que genere un espíritu lúdico y nos convoque a cierta novedad por fuera de la estructura que mantenemos durante el año.
Como muchas veces sucede, nuestra receta está en la filosofía. Ya los filósofos clásicos hablaban del ocio y el descanso y del valor del silencio para lograrlo. Aprender el valor del silencio, la atención plena y a disfrutar el momento es algo que, en general, no se enseña en la universidad pero que es crucial para la buena productividad posterior.
Algunas cosas que nos ayudan para aprovechar las vacaciones y lograr descansar son: hacer una desconexión digital pautada (es decir, al menos durante algunas horas al día no mirar el teléfono, ni para ver las redes sociales), practicar la flexibilidad (al final la exigencia de disfrute no es disfrute en absoluto), empezar a disfrutar de las vacaciones antes de salir (tal vez diseñando el viaje, las actividades que se harán, escribiendo ideas y viendo recomendaciones de otros viajeros).
Trabajar de manera agotadora hasta el último minuto suele no ayudar para nada. Puede ser provechoso empezar a recrear las vacaciones antes de que empiecen: planificando lecturas, encuentros, momentos y diseñando una respuesta automática creativa para nuestros mails. Y claro, tener una rutina, aún en vacaciones, también puede favorecer a algunos a calmar la ansiedad.
No son pocos los maestros que dicen que la respiración es esencial para nuestro balance interior. Las vacaciones implican tomarse literalmente un respiro. Ser conscientes de que estamos vivos, de que el presente es todo lo que tenemos. El ocio es el espacio de la novedad, donde es mucho más valiosa la capacidad de recibir que de poner e imponer.
Las vacaciones son un territorio también de escucha frente al ruido que muchas veces nos invade en la fruición cotidiana de la rutina.
Por eso, las caminatas largas en las vacaciones son un clásico, porque en el caminar errante e improductivo (en el más positivo de los sentidos) nos oxigenamos. Nos encontramos andando. Caminando, frenamos. Una paradoja que quien la experimente, la atesora.
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