Alfredo Coto, Martín Cabrales, Diego Fenoglio, Marcelo Salas Martínez y Pablo Paladini analizan las ventajas y los retos de la identificación completa entre los dos mundos
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¿Cuántas personas tienen la oportunidad de ver su apellido impreso en millones de productos o en la marquesina de grandes locales? Tradicionalmente, las empresas en la industria automotriz, desde Porsche y Rolls-Royce, pasando por Toyota y Honda, hasta Chevrolet y Renault, se destacaron por llevar el apellido de sus fundadores. Pero estas no fueron las únicas. A nivel global, Gucci, Heineken, Bayer y Disney, entre tantas otras, se consolidaron también como prolongaciones de sus creadores. Y a nivel local, la lista de compañías que le dieron rienda a esta tradición alcanza a los más diferentes sectores. ¿Qué motivó está decisión? ¿Qué desafíos representó para sus fundadores y para las nuevas generaciones?
Café Martínez es una de las clásicas cadenas nacidas en Buenos Aires, que lleva grabado el legado familiar. Su historia se remonta a don Atilano Martínez, quien abandonó España en la antesala de la 2° Guerra Mundial e inauguró Casa Martínez, un comercio dedicado a la importación, el tueste y la distribución mayorista de café, en la calle Talcahuano 948. Años después, a la par, creó un local para el expendio de sus propios cafés bajo el nombre El Convidado. Sin embargo, la marca nunca trascendió y todos lo conocían como “el café de Martínez”.
“A mediados de los ‘80, decidimos que era hora de llamar a las cosas por su nombre: definitivamente, el café era Martínez. Creemos que fue una buena decisión, basada en lo que se dio de modo natural por nuestros clientes. Tener el apellido en la marca es lo que nos identifica, incluye nuestro ADN y da confianza”, señaló Marcelo Salas Martínez, socio director en la cadena, que hoy va camino a las 250 sucursales. Asimismo, resaltó: “El cliente y los proveedores nos llamaban y nos identificaban como ‘Los Martínez’ y ellos siempre fueron quienes nos guiaron; no lo dudamos”
Lejos de Buenos Aires, en la Patagonia, la historia de los chocolates Fenoglio fue tejida de forma similar. Llegado desde Italia, Aldo Fenoglio abrió las puertas de la confitería Tronador en 1948 en Bariloche, en referencia al cerro homónimo. Con el paso de los años, incorporó la producción de helados, comenzó a desarrollar el oficio chocolatero y amplió su carta, en la que se destacaba “Panforte Fenoglio”, un producto horneado, similar a un budín, con chocolate y frutas abrillantadas.
“A raíz de ello, muchas personas supieron que quien realizaba todos esos procesos era un tal Fenoglio y el apellido cobró popularidad”, indicó su hijo, Diego. Y añadió: “Tiempo después, desde el área del Estado que para entonces se encargaba del registro de marcas y patentes, le avisaron que una persona quería patentar la marca Fenoglio; se dieron cuenta que era una ‘avivada’. A partir de ello, mi papá viajó a Buenos Aires -en aquella época no era tan simple- y decidió llamar al negocio con su nombre; entendió que tenía más que ver con él”. Para ese entonces, la familia Fenoglio vivía en la confitería - tenía los dormitorios en la planta alta y utilizaba las instalaciones del local para cada comida- y allí cultivó la cultura del trabajo. “Yo trabajaba en las vacaciones de verano; y aprendí mucho de mi papá. Él siempre me decía ‘Abrí los ojos; las cosas se aprenden con la mirada”, aseguró Diego.
La responsabilidad del apellido
Para Martín Cabrales, presidente de la marca de café homónima, la portación de apellido dentro de las empresas familiares crea obligaciones más que derechos. “Crea la obligación de continuar la marca. Las marcas no son un trabajo que se hace de un día para el otro o que tiene un periodo de vigencia determinado, sino que se construyen todos los días. Al igual que las personas, las marcas tienen distintas etapas de vida y si uno no invierte en ellas, estas envejecen. El apellido siempre me generó el compromiso de mantener la calidad, la innovación y el servicio hacia el cliente”, precisó.
Cabrales nació en Mar del Plata hace más de 80 años, cuando don Antonio se instaló en la ciudad, tras escapar de la Guerra Civil española, y abrió la primera tienda familiar, “La planta de café”, que funcionaba como cafetería y como bodega. La firma conquistó el mercado hotelero y restaurantero, aunque luego este le quedó chico y avanzó en las góndolas de un nuevo fenómeno: los supermercados. Hoy, su directorio está conformado por Martín y sus dos hermanos -Germán y Marcos-, quienes forman parte de la tercera generación. “Somos custodios de la marca; crecimos a la par. Desde que nací, sentía ese olor tan rico del café; me crié jugando a las escondidas con mis hermanos entre montañas creadas por bolsas de arpillera de 60kg de café apiladas; visitábamos a mi padre y a mi abuelo en su lugar de trabajo, y en la mesa familiar se hablaba mucho del negocio. Más aún, para celebraciones como Navidad y Año Nuevo solíamos recibir a referentes cafeteros de Colombia y de Brasil en nuestra casa. Siempre fuimos una familia y una empresa a puertas abiertas”, resaltó Cabrales.
Con base en la provincia de Santa Fe, Paladini es otra de las firmas que evolucionó en los últimos 100 años con un claro legado familiar. El negocio arrancó cuando Juan Paladini, llegado desde Italia e inspirado en sus tradiciones y en clásicas recetas, comenzó a fabricar chorizos, morcillas, salames y bondiolas en la temporada de invierno para sus amigos. Al fallecer, el emprendimiento quedó en manos de su mujer, María Davalle, y siguió así el pase de manos. Pablo Paladini, presidente de la firma y miembro de la tercera generación, visitaba la planta cada domingo después del almuerzo familiar, y junto a su padre y a sus hermanos controlaban la temperatura de los secadores de salame, que en ese entonces no estaban automatizados.
“La connotación de la marca tiene diferente sentido para cada generación. Para mí, mi apellido siempre fue una marca relacionada a productos alimenticios; yo lo vivía como algo natural, aunque no lo era, y con el paso del tiempo fui tomando dimensión de la responsabilidad que eso conlleva: todos los días nos esforzamos para hacer quedar bien apellido. Somos más de 7.400 personas que trabajamos de forma directa e indirecta, para sostener la calidad de los productos”, indicó Paladini
Tradición familiar
Otro de los apellidos que ganó protagonismo en el mercado argentino es Coto. “La marca nació en 1970 para nuestras carnicerías integradas; se trataba de un moderno sistema de venta directo productor-consumidor. Luego, en 1987, dimos un gran paso y nos volcamos al formato supermercado, con la apertura de nuestra primera sucursal en la ciudad de Mar de Ajó”, señaló Alfredo Coto, dueño de la cadena, que hoy cuenta con más de 120 bocas en el país.
Alfredo Coto recibió de su padre, don Joaquín, los primeros conocimientos sobre la comercialización de la carne. “Mi papá tenía una carnicería en el mercado de Retiro. Desde chico, yo pasaba muchas horas con él, observando, ayudando en las tareas diarias y acompañándolo en todo lo que tenía que ver con el funcionamiento del negocio, recorridos y entregas. Por eso, para mí, la empresa familiar representa grandes momentos de mi infancia y adolescencia y de profundas enseñanzas que aún hoy sigo conservando y transmitiendo en la compañía. Poco a poco, comencé a aprender sobre el oficio, y sobre todo, comprendí la importancia de la cultura del trabajo, del compromiso con lo que hacemos y del esfuerzo para salir adelante”, aseveró.
En sintonía, para Martínez Salas, lo corporativo y lo familiar se entremezclan constantemente en una compañía de este tipo. “Lo importante es que, en nuestro caso, siempre primó el amor, el cariño y el respeto por el otro. Eso nos ayudó a sobreponernos a todos los desafíos. Todos - colaboradores, clientes y proveedores- se sienten parte de la familia, se sienten “Martínez’”, consideró.
Apellidos inconfundibles
Muchas de estas marcas son inconfundibles. Y para quienes las representan, estas se traducen en eje de anécdotas que van más allá del negocio y se inmiscuyen en el día a día. “Hay millones y millones de paquetes de salchichas con nuestro apellido, entre otros productos, distribuidos en los supermercados. Siempre que viajo por motivos de trabajo o vacaciones, visito tiendas referentes de cada ciudad y busco nuestros productos, para ver cómo están posicionados: no solo la marca y el negocio, sino también el apellido están en juego”, señaló Paladini.
En otro orden, el ejecutivo también explicó: “En ocasiones, cuando voy al supermercado y recuerdo que me falta un producto ,lo compro; pero muchas veces, me da vergüenza pagar con tarjeta de crédito, porque me preguntan si tengo que ver algo con la marca y queda en evidencia que estoy comprando un producto mío. Hay una relación directa; no es un apellido muy conocido o muy difundido, como Pérez o González”.
De un modo similar, Cabrales se encuentra con su apellido en los lugares más recónditos del país, cada vez que visita una cafetería que trabaja con sus productos. En ellas, más de 30 millones de sobres de azúcar, con su apellido estampado, son entregados de forma mensual y llegan al consumidor junto con cada taza de café.
Para Fenoglio, el reconocimiento tuvo incluso una doble connotación. “Un apellido asociado con algo tan rico o dulce, que a la gente le encanta, es un upgrade. Cada vez que tenía que realizar un trámite, la energía era diferente”, resaltó. Sin embargo, el escenario cambió a la vez que el negocio viró. Tras haber inventado el chocolate en rama por casualidad, Aldo falleció de un infarto cuando Diego tenía 20 años. “Yo no estaba muy bien preparado, hice lo que pude y cometí errores. Me di cuenta que podría haber creado productos de mucha mejor calidad, pero que para eso tenía que bajar el nivel de producción; y cuando quise replantear la situación, mi familia quiso seguir por el mismo camino. Preferí vender mi parte y arrancar desde cero con una empresa chica; empecé a trabajar con chocolates, después sumé confitería y luego heladería, volviendo así a mis raíces”, señaló. Así nació Rapanui, en la década de 1990.
A fines de esa década, la firma Fenoglio entró en crisis y hacia 2008 fue adquirida por el fondo de inversión D&G, también propietario de los alfajores Havanna. “No era fácil manejar una fábrica de chocolate, con más de 300 productos. La marca puede ser conocida, pero sí a las personas no les gusta, aparecen los problemas. En ese momento, compré chocolate y descubrí que había pasado a ser de los peores de Bariloche. Yo tenía el mismo apellido; no me gustaba que vendieran un producto tan feo; prefería que la marca desapareciera”. Años más tarde, la marca finalmente salió del mercado.
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