Milicias enmascaradas desafían a los narcotraficantes en México
Hombres encapuchados, con rifles colgados del hombro, hacen guardia en una solitaria carretera rural, revisando documentos de identidad e interrogando a viajeros. No llevan uniformes ni tienen placas policiales pero en este lugar son la ley.
Una decena de pueblos en la región se han levantado en una protesta armada contra los traficantes de drogas locales que aterrorizan a sus habitantes y un gobierno que, en su opinión, es incapaz de protegerlos contra el crimen organizado.
Los pueblos en el montañoso estado de Guerrero, en el sur de México, ahora prohíben el ingreso del ejército y la política estatal y federal del país. Milicias improvisadas, armadas con un heterogéneo arsenal de machetes, viejos rifles de caza y un ocasional AR-15 semiautomático, controlan estos lugares. A los desconocidos se les niega la entrada. Hay un toque de queda a las 10 de la noche. Más de 50 prisioneros, acusados de pertenecer a bandas de narcotraficantes, están encerrados en cárceles provisionales. Su suerte depende de juicios públicos que empezaron la semana pasada, cuando los acusados comparecieron ante los residentes, que hacen las veces de jueces y jurados.
El crimen ha caído drásticamente, al menos de momento. Los residentes aseguran que los secuestros cesaron cuando las mili-cias tomaron el poder, al igual que las extorsiones que mortificaban a empresarios y agricultores.
Un líder de uno de estos grupos, conocido por el código G-1 pero identificado por sus compatriotas como Gonzalo Torres, cuenta cómo sus esfuerzos devolvieron el orden a un lugar donde antes reinaba el caos. "Logramos hacer en 15 días lo que el gobierno no pudo hacer en años", dijo.
No obstante, unos cuantos vecinos de Ayutla, la ciudad principal de la región, cuentan historias sobre cómo fueron arrestados y encerrados durante más de una semana antes de ser declarados inocentes y puestos en libertad. Un hombre fue abatido a tiros cuando trató de escapar de los hombres enmascarados en un puesto de control.
La justicia de pueblo ha sido parte de la vida rural de México desde hace tiempo. Ahora está cobrando mayor importancia en la guerra contra el narcotráfico. En todo el país, desde las localidades en las afueras de la capital hasta las que se ubican en la conflictiva frontera con Estados Unidos, pandillas han linchado a sospechosos de narcotráfico y disparado a los acusados de colaborar con ellos. El año pasado, una ciudad dedicada a la industria forestal en un estado vecino se alzó en armas contra los miembros de La Familia Michoacana, un cartel de drogas que intentó apoderarse de sus bosques.
El levantamiento en Ayutla y sus alrededores, apenas a unas dos horas en auto desde el centro turístico de Acapulco, difiere de otros porque ha empezado a propagarse localmente. En dos semanas, bandas en otras seis ciudades en el estado de Guerrero han pasado a ser controladas por vigilantes.
Por ahora, algunos representantes del gobierno incluso están respaldando a estos comandos. Ángel Aguirre, gobernador de Guerrero, se ha reunido con los justicieros y asegura que la ley del estado otorga a los residentes el derecho a la autonomía. El alcalde de Ayutla, Severo Castro, dice que les da la bienvenida a estos nuevos comandos y añadió que por primera vez en años, la ciudad casi no registra actos de delincuencia. "Ahora, hay dos departamentos policiales", señaló. "Los que llevan uniforme y otro que lleva pasamontañas, que es mucho más valiente".
Hasta la policía local podría compartir tal opinión. Si bien técnicamente mantienen su presencia, ahora parece limitada al papel de dirigir el tránsito alrededor de la plaza central, delegando en las milicias el patrullaje y demás tareas policiales.
El comandante de la policía Juan Venancio, un hombre de mediana edad de cara ancha y bigote, dijo que la policía local tiene demasiado miedo del crimen organizado para hacer arrestos. "Podíamos detener a un mafioso por extorsión, pero si no podía-mos probarlo, había que dejarlo en libertad", relató. "Pero entonces, ¿qué pasa con nuestras familias? ¿Acaso piensa que no nos da miedo que se venguen de nosotros cuando salen? Por supuesto que tenemos miedo", manifestó.
En algunos aspectos, la vida está volviendo a la normalidad en estos pueblos tras años de inseguridad. Los rodeos atraen a jóvenes vaqueros y niñas en vestidos tradicionales, y las bodas vuelven a prolongarse hasta entrada la madrugada. Los mismos lugareños que antes eran extorsionados por las bandas de narcotraficantes, ahora regalan melones y tamales a los justicieros que hacen guardia en los puestos de control.
El recelo contra el gobierno y los forasteros es alto. Durante una visita reciente de The Wall Street Journal a la aldea cercana de Azozuca, empezó a circular el rumor de que el auto del reportero llevaba representantes estatales de derechos humanos. Un grupo de unas 150 personas agitadas y armadas con palos bloqueó la única carretera que conducía al pueblo e impidió el ingreso del periodista.
Las aldeas remotas de Guerrero, una de las regiones más independientes de México, llevaban tiempo quejándose de que no había suficientes policías vigilando sus ciudades. En 1995, el estado aprobó una ley que permite que los pueblos formen grupos de "policía comunitaria", que pueden detener a sospechosos y entregarlos a las autoridades. Sin embargo, la ley no los autoriza a juzgar a los acusados.
Para 2006, la guerra contra el narcotráfico empezó a debilitar las ya atribuladas instituciones de México. Lugares como Ciudad de México permanecían bajo un fuerte control, pero el poder del Estado disminuía en las zonas rurales. Más de 65.000 mexicanos han perdido la vida desde 2006 en incidentes relacionados al narcotráfico, pero sólo una fracción de esos casos han sido resueltos, o siquiera investigados, según el gobierno y expertos legales.
Sergio Pastrana, profesor de sociología en el Colegio de Guerrero, resalta que México tiene una tasa de condena de 2% y que los mexicanos se han dado cuenta de eso. "Eso ha causado inestabilidad y determinación entre algunos para tomar las riendas ellos mismos".
Los habitantes de Ayutla aseguran que el pueblo nunca estuvo exento de delincuencia: algunas veces hubo robos por parte de bandidos, pero la aparición del crimen organizado fue un fenómeno nuevo.
Hace varios años, llegó a Ayutla un grupo conocido por los residentes como Los Pelones y empezaron los problemas de drogas y demás, cuentan los vecinos del pueblo. Castro, el alcalde, relata cómo hace dos años, su hija de 19 años fue secuestrada y tuvo que pagar una "gran cantidad" de dinero por su liberación.
En julio, el cuerpo del director de la policía de Ayutla, Óscar Suástegui, fue encontrado en un basurero en las afueras del pue-blo. Había recibido 13 disparos. Según las autoridades, era el trabajo de una banda criminal, pero no se hizo ningún arresto.
Los habitantes de Ayutla dicen que Los Pelones empezaron a extorsionarlos el año pasado, exigiendo dinero a cambio de pro-tección para los que manejaban los puestos en el mercado junto a la plaza central. Los pagos solían llegar a los 500 pesos (US$40) al mes por puesto, según varios vendedores, una suma importante en un lugar pobre.
Una ola de secuestros empezó en noviembre. Hombres armados en la localidad de Plan de Gatica capturaron a un comisionado del pueblo, una especie de alcalde elegido a nivel local, junto con un sacerdote de un pueblo cercano que se había negado a pagar a los extorsionistas. En diciembre fue secuestrado un segundo comisionado en el pueblo de Ahuacachahue. Los tres fueron posteriormente liberados después del pago de rescates, aseguran los residentes.
Según vecinos de los pueblos entrevistados recientemente, los encapuchados son empresarios y agricultores comunes y corrientes, no bandas criminales que quieren desplazar a Los Pelones. El alcalde está de acuerdo. De todos modos Torres, el líder de la milicia en Ayutla, reconoció el riesgo de "espías del crimen organizado en nuestras filas". Por eso anima a los miembros de su grupo a delatar a cualquiera que se quiera unir al comando y que pudiera estar ligado a los grupos de delincuentes.
Un centro de detención temporal dirigido por residentes de El Mezón alberga a 24 hombres y mujeres acusados de pertenecer a Los Pelones. La prisión carece de presupuesto, así que los detenidos comen gracias a donaciones de tortillas y arroz, y duermen encima de cartones en el suelo.
Un comandante encapuchado del centro, que no quiso revelar su identidad y no permitió que los prisioneros fueran entrevistados, dijo que los detenidos no son maltratados y tendrán la oportunidad de defenderse en un juicio público. No tendrán abogados, explica, y los habitantes del pueblo decidirán la sentencia por un voto de consenso.Entre los posibles cas-tigos para los prisioneros figuran trabajos forzados construyendo carreteras y puentes, aunque eso dependerá de la voluntad de los residentes, no de la milicia. Además, puntualizó que las ejecuciones, que no están permitidas bajo la ley mexicana incluso en casos de homicidio, no eran una opción viable. "El pueblo será su juez", dijo. "Si el pueblo lo salva, será libre. Si no, será condenado", aseveró.