Máxime. El cocinero africano que aprovechó la pandemia para cambiar su negocio
"Si quieres llegar de prisa, ve solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado", dice un proverbio africano. A la distancia y en tiempo de Coronavirus, el camerunés Maxime Tankouo tuvo que volver a reinventarse.
Esta vuelta no estaba solo, lo acompañaba Paula, su mujer. Decidieron adaptarse a esta situación de aislamiento obligatorio y por las redes sociales mostrar los secretos culinarios de su restaurante de Villa Crespo, El Buen Sabor Africano.
Además, a partir de la semana próxima, pondrá el take way y el delivery en funcionamiento como una manera de reabrir el negocio. Por las noches, recibirá los pedidos de los clientes: el fufu, el plato con sémola y salsa de maní, el pescado a la parrilla y el frito de porotos.
Una vida de reinvención
Con una niñez difícil en Douala, a los siete años empezó a trabajar en el mercado central, donde además de changas podía comer. Por la tarde iba a la escuela.
Primero vendió agua fría. "Un fuentón, barra de hielo, botellas de plástico usadas eran suficientes para vender agua", recuerda a LA NACION.
El dinero se lo daba a su madre, pero algo se reservaba para el colegio. "En el recreo ponerse en la fila de los que iban a comprar algo para comer era un lujo", cuenta.
Luego lavó verduras, cargó bolsas de los clientes y cuando compró un carrito pudo acarrear bolsas de 45 kilos y repartir a más de 10 kilómetros. No todo era trabajo y escuela: en sus ratos libres jugaba al fútbol en el club del barrio y soñaba convertirse en profesional.
Un día tuvo que dejar el colegio por no poder pagarlo y supo que era momento de partir. Un representante le habló de Gabón, país vecino donde ese deporte estaba en sus inicios.
Una mañana, sin avisar a nadie, vendió su carrito y emprendió su viaje. Indocumentado, le llevó más de dos meses recorrer los cerca de 1000 kilómetros que lo separaban de Libreville, capital gabonesa.
"Con la policía gabonesa fronteriza era imposible pasar sin documentos. Un día decidí atravesar la selva, con ayuda de un camionero que me esperó del otro lado de la frontera y me llevó escondido en la parte de atrás de la cabina. Cuando vi el cartel ‘Bienvenido a Libreville’ fue una gran emoción", cuenta.
Luego de varios días de dormir en la calle, se enteró de un torneo internacional amateur de fútbol. Se presentó en la selección de Camerún y lo aceptaron para entrenar. Alternaba fútbol y changas en el mercado, donde también dormía. "Pero volví a Camerún. Quería ver a mis padres que me daban por muerto y hacer mis documentos", describe.
Esta vez en barco como polizón, encaró la vuelta. Cuando su madre lo vio, lo abrazó. "Me salvaste la vida, me culpaban de tu partida y tu muerte", le dijo.
Decidió encarar hacia Sudáfrica, donde le contaron que estaban buscando jugadores. Con pasaporte y visa de Zimbabwe, voló al sur del continente. "En Zimbabwe era todo y lujo, ya no era mi África", rememora. Siguió rumbo a la frontera con Sudáfrica. "Ese lugar parecía Guantánamo, con rejas y patrullas constantemente", agrega.
Ya sabía como manejarse en la frontera: había que andar entre la gente para que la policía no lo identifique. La forma de cruzar era la misma: entremezclarse con rastafaris sudafricanos, saludando como si fuera del lugar. Pasó el límite y llegó a Sudáfrica. "Al cruzar esa frontera, sentí que iba a progresar en la vida", dice.
En distintos camiones ya sin esconderse arribó a Johannesburgo a casa de un primo lejano y jugador de rugby que le daba alojamiento, donde estaría casi dos años.
Si bien las condiciones económicas eran buenas, ya había muchos futbolistas en el lugar y sobresalir se le hacía cuesta arriba.
Y vuelta a partir. Un paso fugaz por Francia , lo llevó a querer probar suerte en América latina. Primero fue Panamá que se comentaba en el ambiente que era "fácil jugar al fútbol allí". Luego se fue San Pablo en Brasil y no le gustó.
Llegó a Buenos Aires y se vio obligado a quedarse porque no podía regresar a Douala sin dinero. Su madre, enojadísima con su forma de vida, lo sentenció: "Te estás gastando los ahorros, no te quiero ver en Camerún sin nada. No debías ir a un país sin africanos". Al tiempo su madre reflexionó y le mandó algo de plata para que Maxime pueda poner un maxikiosco.
En 2008, por consejo de amigos, abrió su restaurante. "De niño cocinaba con mi madre. Ella y mi hermana me enviaban las recetas por mail para el restaurante", recuerda.
Máxime sueña que todo esto pase pronto para poder visitar a su familia en África. Y junto a su hija Selena recorrer el mercado central de Douala, donde empezó su historia hace casi 40 años.
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