Paro general | Los gremios del transporte, desconcertados ante una planilla que los incomoda
Desde hace años perdieron la práctica de negociar con otro actor que no sea el Estado, que prefería un poco más de gasto antes de que vayan a un paro; hoy la Unión de Tranviarios Automotor (UTA) adhirió, pero las líneas de la empresa DOTA hicieron su recorrido habitual
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A tantos dichos populares que hay en la Argentina se le podría sumar uno más: desorientado como gremialista del transporte frente a un Excel de fiscalista.
Desde hace 20 años, con la irrupción de los subsidios a nivel masivo en el mundo de los colectivos, los trenes y los aviones, los sindicalistas que se desarrollan en estos sectores han pasado a negociar gasto público más que verdaderas convenciones colectivas de trabajo. Ahora, cuando en el gobierno del presidente Javier Miliei se imponen reglas de conducta de gasto y, además, no le teme a las medidas de fuerza, pues los sindicalistas andan desorientados.
Se sabe que cualquier paro o medida de fuerza toma otra dimensión si el sistema de transporte, especialmente en ciudades grandes o en centros metropolitanos, está detenido.
Si se toma como referencia lo que se desprende de los datos del sistema SUBE, alrededor del 75% de los 8,5 millones de pasajeros que en promedio viajan todos los días hábiles en el área metropolitana de Buenos Aires toma dos colectivos por día. Con 16.500 unidades paradas y con los trenes y subterráneos quietos, el mercado laboral se paraliza, la educación, también y los comercios tienen problemas para abrir. Sin embargo, si bien la Unión de Tranviarios Automotor (UTA) -el sindicato que agrupa a los colectiveros- adhirió al cese de actividades, las líneas del grupo DOTA, que controla el 20% de las unidades que circulan por el Área Metropolitana de Buenos Aires, hacían su recorrido habitual. Esto se dio en medio de una negociación por los subsidios al transporte.
Es que, desde hace dos décadas, la inmersión profunda de los colectivos, trenes y subtes en el mundo de los subsidios generó que toda negociación ya no dependa de lo que hagan o digan los empresarios. Con la tarifa quieta, o no tanto, como este caso, pero siempre a un ritmo mucho menor que la inflación, el pago de sueldos se convirtió en una cuestión de Estado. De hecho, las negociaciones colectivas de los gremios con los empresarios eran poco menos que juntarse a tomar un té y hablar de la vida, bella por cierto para ambos, al menos hasta que llegaba el representante del Estado, único dueño de la llave para destrabar todos los conflictos con los transportistas afincados en los servicios públicos.
Algunos números ayudarían a entender. Por ejemplo, en enero, después de la devaluación de diciembre, el Estado aportaba 93 de cada 100 pesos que requería el sistema metropolitano de colectivos para funcionar, mal, pero funcionar al fin. En ese momento, la recaudación del tren no superaba el 2% de la caja necesaria para operar el servicio y pagar los sueldos.
Con semejante panorama, la negociación se desvirtuó. Todos perdieron su rol. Los empresarios pasaron a ser meros amigos invitados a una comida ajena, mientras que los gremios esperaban siempre la llegada del dueño de la billetera. Los primeros escuchaban los pedidos y elevaban la requisitoria. La palabra final estaba lejos de la patronal, más bien en la Casa Rosada, o mejor, en el Palacio de Hacienda.
Con los ferroviarios sucedió algo similar. Hace tiempo que los pocos concesionarios del ferrocarril, Gabriel Romero (Ferrovías) y Aldo Roggio (Metrovías), ambos procesados y arrepentidos en la Causa Cuadernos, son poco menos que escenografía en la mesa donde se discute el sueldo de sus empleados sindicalizados. Todo lo define el Estado, que, como se dijo, llegó al extremo de aportar 98 de cada 100 pesos requeridos mensualmente para los gastos de operación.
De a poco, se perdió el músculo de la negociación colectiva. Jamás se discutió nada que no sea dinero que, para colmo, pagaba el Tesoro. Era pedir y recibir. La Unión Ferroviaria, La Fraternidad o la agrupación que nuclea a los señaleros podrían haber competido en la interna gremial de la Unión Personal Civil de la Nación (UPCN) o de la combativa Asociación de Trabajadores del Estado (ATE), ya que todos negociaban con el mismo patrón. Unos con al intermediación de algún empresario privado o de una empresa pública; los otros, directamente con el dueño de la pelota.
De a poco, la receta para evitar un paro del transporte se convirtió en una metodología conocida: aumentar el gasto y terminar con el asunto. En 22 años que cumple el sistema que amaneció con la caída de la convertibilidad, en 2002, el paro de transporte no era un problema sino un costo. Y como sucede siempre en la cabeza de quienes tienen dinero, si es un costo y se arregla con plata, pues ya dejó de existir el problema.
Los funcionarios que se sucedieron, administradores temporales de la máquina de hacer billetes, aceleraban la maquinita y se evitaba el paro. El costo se traducía en emisión y un poco más de gasto público. De paso, con ese remedio que durante años se usó como antídoto, se metía una cuña para que otras medidas de fuerza perdieran impacto.
Todos quedaron en una posición incómoda ante el imperio de las planillas de cálculos de los fiscalistas que manejan el Gobierno. El primero que lo sufrió fue Omar Maturano, el líder de La Fraternidad. Hizo un paro en febrero y en 24 horas se convirtió en la referencia de miles de usuarios de las redes sociales. Lo mostraron posando junto a autos de lujo de inmediatamente cotizaron esos vehículos, cosa de ilustrar la vida del sindicalista. Pocos días después, firmó manso, con lo mismo que tenía antes de la medida de fuerza.
Ahora vuelven a mostrar sus cartas, unos y otros. Los gremios recuperan la memoria, tan apelmazada durante los últimos cuatro años, mientras que el Gobierno se aferra a sus números. Algunos empresarios, ajenos, miran desde la platea.
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