Los fantasmas que doblegaron a Cristina Kirchner se entusiasman con Alberto Fernández
Mauricio Macri y su gestión fueron motivo de una discusión en la cúspide del Frente de Todos que se extendió por varios días. El ministro de Economía, Martín Guzmán, sostenía que Juntos por el Cambio había perdido las elecciones por la devaluación del peso antes que por el tarifazo de luz y gas. Su argumento chocó con la vicepresidenta Cristina Kirchner, asesorada por Federico Basualdo (orbita en la Secretaría de Energía) y Federico Bernal (Enargas), entre otros.
Alberto Fernández tuvo que terciar en la polémica. El Presidente acepta el manual económico de Guzmán, pero apoyaba la lectura política de la vicepresidente y su hijo Máximo. El resultado fue un aumento del 6% en el gas, lejos de lo que quería Guzmán para que le cerraran las cuentas, pero también de quienes proponían un congelamiento total.
Un acuerdo creció entre los heridos de esa pelea. Alberto Fernández y Cristina Kirchner están dispuestos a hacer concesiones a las empresas petroleras a cambio de que produzcan más gas. Tendrán la forma de una ley que facilite exportaciones y permita la libre disponibilidad de divisas, algo que para otros sectores parece una quimera.
El albertismo, La Cámpora y el kirchnerismo no camporista están trabajando con la intención de armar un proyecto cuanto antes. Lo piensan como la bala de plata para evitar el retorno de un mal que hizo tambalear a la última gestión kirchnerista y cuyo regreso nadie descarta.
La tarde del 27 de diciembre de 2011 tiene reservado para siempre un lugar en la memoria de Cristina Kirchner y de Sebastián Eskenazi. El empresario fue a la Quinta de Olivos por pedido de la presidenta y se retiró con un reclamo imposible de cumplir. La viuda de Kirchner le había pedido que YPF, bajo la conducción de los Eskenazi por la bendición de Néstor, se hiciera cargo parcial de la factura que el Estado debía pagar para importar energía. La presidenta ya estaba asesorada por Axel Kicillof y lamentaba que la caída en la producción de gas obligaba al país a comprar más producto afuera.
Eskenazi rechazó el pedido de la presidenta. Cuatro meses después, Kicillof y Julio De Vido, enemigos políticos, pero socios estatizadores, tomaron el control de la empresa y le dieron letra a una regla: ningún acuerdo con Néstor tenía continuidad asegurada con su sucesora.
La estatización de YPF fue la respuesta de la Casa Rosada a un diagnóstico que asustaba al gobierno. El cepo cambiario, padre de los males económicos, era hijo de la crisis energética. La energía importada se paga en dólares y su factura estaba desestabilizando al Banco Central, a la inflación y a las cuentas nacionales.
Kirchner, De Vido y Kicillof culpaban al sector privado. Pero la química del dinero es más fácil que la del petróleo: las inversiones se enlazan a los negocios que prometen ganancias. La Argentina tuvo una silla preferencial en ese laboratorio. Después de echar a Repsol del país, le compraba a Bolivia más caro el gas que, en parte, producía en Bolivia la empresa expulsada de la Argentina.
Los fantasmas de la crisis energética se despertaron en junio pasado. Se necesitaron US$365 millones para cubrir la diferencia entre la producción local de gas y la demanda, que es mayor, según señala un informe de Energy Consilium, la consultora del exministro Juan José Aranguren. Dicho de otra manera, por falta de producto propio se tuvo que comprar afuera el equivalente al 20% de lo que vale YPF, la mayor empresa industrial del país.
El producto sustituto vino de Bolivia o llegó por mar a las terminales que regasifican en Escobar y Bahía Blanca, por lo que las importaciones de gas crecieron 18,7% en junio con respecto a 2020. La factura más grande fue para cubrir la compra de combustibles líquidos para las centrales eléctricas. Se repiten en los párrafos anteriores palabras que se mencionaban con frecuencia entre 2012 y 2015.
En los primeros cuatro meses de 2021 se registró la producción de gas más baja en siete años, que luego mostró repuntes. Como sea, el Gobierno intenta cerrar la novela de una nueva crisis antes de que termine el primer capítulo.
Guzmán, Basualdo (ambos tuvieron una disputa que fueron obligados a zanjar) y Bernal son personajes principales de esa saga con final incierto. El interventor del Enargas reúne características únicas: presidió un Observatorio que realizaba informes para el Ministerio de Planificación de De Vido y forma parte del círculo cerrado de Cristina Kirchner, pero se define como un funcionario leal a Alberto Fernández.
El respeto que siente por el exministro de Planificación no lo condujo, sin embargo, a repetir sus errores. Antes incluso de que el Frente de Todos fuera electo, expresó en conversaciones privadas que no estaba alineado con un congelamiento de tarifas al estilo del kirchnerismo clásico. Cumplió parcialmente su cometido.
Bernal militó la resistencia al nivel de aumento que proponía Guzmán, pero fue uno de los que convenció al ministro de hacerle un guiño a las petroleras a través de una ley, algo que también propone Miguel Galuccio, de buena relación con Cristina Kirchner tras su paso por YPF. De hecho, la nueva norma toma parte del espíritu del viejo contrato con Chevron. Ambos se entusiasman con convencer a empresas multinacionales de buscar en Vaca Muerta lo que no están encontrando en Eagle Fort, su hermano mayor en EE. UU.
El objetivo de la Casa Rosada se choca con problemas de implementación. El primero es que nadie tiene la suma del poder en el manejo de un sector determinante, algo que dificulta los acuerdos y limita las garantías que el Presidente le puede dar a quien invierte. Quizás por eso el proyecto mesiánico de ley del Frente de Todos se iba a presentar este mes en Río Gallegos, Calafate y Neuquén, algo que no ocurrió porque aún no se puso el punto final. La política es más rápida para encontrar escenarios antes que consensos.
El libro rojo del kirchnerismo castiga a la inversión privada cuando la necesidad es política. Ocurrió en el pasado y se volvió a repetir este año con la salud, el campo y las telecomunicaciones. Allí está el desafío del Gobierno: convencer a quienes pueden apaciguar viejos temores que esta vez será distinto con ellos.
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