Las lecciones que dejan las crisis de Chile y Ecuador
Los eventos de Chile y Ecuador de días recientes tienen algunas causas similares y otras muy distintas, pero en ambos casos esconden enseñanzas muy valiosas para la Argentina que se viene. Una causa común a la crisis de ambos países es el fin del superciclo de precios de las materias primas, iniciado en 2013, a lo que se agregó la guerra comercial entre Estados Unidos y China a partir de 2018.
Como siempre que hay problemas en las economías de los países desarrollados, su estornudo se transforma en resfrío en los países emergentes. La economía global se está desacelerando y la incertidumbre sobre la duración y las consecuencias de la guerra comercial está resultando en una caída de los niveles de inversión global. La economía china crece, según las estadísticas oficiales, al 6% anual, su nivel más bajo en más de una década, aunque algunos argumentan que su crecimiento real es aproximadamente la mitad.
Esto perjudica a países exportadores de materias primas, como el cobre, la principal exportación de Chile. Durante el boom de materias primas de este siglo todos los países de la región extendieron en distinta manera los beneficios sociales y el tamaño del Estado, y su adecuación a la nueva realidad de la economía global resulta dolorosa en todo América Latina. Entre el año 2000 y el 2013, la economía de Chile creció al 4,5% anual promedio, mientras que desde 2014 hasta 2019 creció un 2,2% en promedio, aunque parte de la desaceleración se debe a las reformas que introdujo Michelle Bachelet en su segundo mandato y que no logró desarmar Sebastián Piñera.
La lección para la Argentina es que no podemos esperar que un aumento de los precios internacionales de nuestras exportaciones, como la soja, nos saque de la crisis actual. La experiencia de 2003-2007 no es probable que se repita en los próximos años. Con una economía global estancada, para exportar más se necesita ganar competitividad. La competitividad real no consiste en un tipo de cambio competitivo, sino en estabilidad macro, bajas tasas de interés, bajos impuestos, un buen sistema educativo, una buena infraestructura y la protección de derechos de propiedad, entre otras características que llevan tiempo construir y que requieren de consensos políticos básicos.
Otro aspecto que une a Ecuador y a Chile es la mezcla de intereses y protestas genuinas con elementos antidemocráticos que buscan socavar a sus gobiernos. La presencia de grupos radicalizados es una realidad de la que no escapa la Argentina. La lección es que debemos renovar el pacto democrático implícito de 1983. Ese pacto de no dirimir nunca más nuestras disputas mediante las armas y mediante golpes debe entenderse de manera más amplia para excluir también intentos desestabilizadores que se cuelgan de protestas populares y genuinas.
En otros aspectos, las crisis de Ecuador y Chile tienen raíces muy distintas, pero en ambos casos tienen un correlato en nuestro país. La crisis en Ecuador es el resultado de una economía estancada hace años y sujeta a un ajuste fiscal severo. Ecuador es un país exportador de petróleo y la población se acostumbró a contar con precios bajos para la nafta. El gobierno, con un alto déficit fiscal y sin financiamiento, subió el precio de la nafta 25% en enero e intentó subirlo 24% hace pocas semanas, junto a un 120% de aumento del precio del gasoil. El resultado ya es historia. La lección de los eventos en Ecuador para la Argentina es que la tolerancia de la clase media a un ajuste fuerte de tarifas seguramente sea muy limitada en los próximos meses.
Las causas de la crisis chilena son muy distintas. Lo que disparó las protestas fue un aumento del precio del subte del 3,87% en el horario pico. La economía chilena, más allá de la desaceleración reciente y de la presión que tuvieron los salarios y el desempleo fruto del fuerte surgimiento de la inmigración en años recientes, muestra indicadores impresionantes en todas las dimensiones. La pobreza cayó abruptamente en los últimos 30 años, de cerca del 40% a menos del 10% hoy; la desigualdad está en su punto mínimo en décadas también; la esperanza de vida, que era de 68 años en 1980, subió a más de 80; su PBI per cápita es el más elevado de la región y las tasas de escolarización y de graduados universitarios subieron increíblemente en el mismo período.
Por más que la izquierda quiere culpar al modelo "neoliberal" por el descontento chileno, sus raíces son bien distintas. El éxito del modelo chileno le hizo surgir al país una fuerte clase media. Como bien escribió Patricio Navia en este diario, dicha clase media vio la tierra prometida, pero no la dejaron entrar. El mundo político y económico en Chile sigue restringido a una elite poco sensible a la nueva realidad, en un contexto de falta de igualdad de oportunidades.
Para entender a Chile, lo mejor es leer al politólogo Samuel Huntington, de la Universidad de Harvard. Huntington publicó -escuche bien- en 1968 su obra maestra El orden político en las sociedades en cambio. Allí escribió que "en toda sociedad afectada por un cambio social, nuevos grupos surgen para participar en la política" y "las tasas de movilidad social y la expansión de la participación política son altas; las tasas de organización política e institucionalización son bajas". Y sigue: "El resultado es inestabilidad política y desorden. El problema primario de la política es el retraso en el desarrollo de instituciones políticas detrás del cambio social y económico". Aunque nadie caracterizaría a los partidos políticos en Chile como de baja institucionalización, ya que están muy arraigados en el tiempo, si es fácil ver que quedaron reservados para una elite.
La lección del caso chileno es que tiene que haber una consistencia entre el modelo político y económico y la realidad social del país. Ello tiene implicancias a ambos lados de la grieta que atraviesa hoy a la Argentina. Por un lado, hay quienes creen que la solución a nuestros problemas fiscales radica en la eliminación de los planes sociales. Genéricamente, quienes sostienen estas posturas ignoran que en la Argentina ocurrió un proceso inverso al chileno en los últimos 30 años: nuestra sociedad se pauperizó. Casi el 50% de los menores de 18 años vive en hogares que están debajo de la línea de la pobreza. Para que ese segmento creciente de nuestra población pueda elevar su nivel de vida e integrarse satisfactoriamente al mercado laboral se requerirán -además de una economía dinámica- políticas públicas multidimensionales con alto costo fiscal. Ignorar esta realidad es arrojar a este segmento de la población en manos de oportunistas que quieren destruir nuestro sistema democrático y que pueden poner en riesgo la estabilidad social del país.
La lección para el otro lado de la grieta es que intentar salir de nuestros problemas a partir de más impuestos a los sectores más dinámicos de nuestra economía, como el campo o a la clase media, está destinado al fracaso y, muy probablemente, generará un fuerte rechazo social. La consistencia entre nuestra realidad social y nuestro sistema político requiere reconocer también que esta clase media se encuentra sobrecargada de impuestos y que no cree recibir servicios públicos correspondientes a lo que paga por ellos.
Este análisis parecería dejarnos en una encrucijada, ya que la Argentina sigue con un elevado déficit fiscal y se ha quedado sin financiamiento. Sin atacar el problema del gasto fiscal, la salida quizás sea la impresión de dinero, lo que llevaría a una mayor inflación y a un aumento de la pobreza. La salida a esta encrucijada radica en reconocer que nuestro sector público está lleno de corrupción, despilfarro, clientelismo y muchos otros vicios más.
No podemos querer subir impuestos o recortar el gasto social o en educación al mismo tiempo que los senadores tienen decenas de "asesores" (lo que se repite en cada congreso provincial o en cada consejo municipal), o mientras los gobernadores utilizan costosísimos aviones sanitarios provinciales para ir a actos partidarios y muchos sindicalistas son multimillonarios.
Estos son solo algunos ejemplos de esta nueva elite que se erigió en la Argentina en las ultimas décadas, y la difícil tarea que tendremos en los próximos años es aggiornarla a las demandas sociales de la mayoría de la población.
El autor es economista. PhD (Universidad de Pensilvania), economista jefe para América Latina de Bank of America Merrill Lynch y coautor de ¿Por qué fracasan todos los gobiernos? c/S. Berensztein
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