Las urnas no hablaron, lloraron
En la era del vértigo en la que vivimos, el reduccionismo es tentador. Ya no consumimos información, la deglutimos. Todo debe ser simple, veloz, impactante, corto, fácil de procesar. Pasamos de lo uno a lo otro con ligereza, nos dejamos conducir por una sucesión de estímulos que nos embriaga y de manera frecuente acabamos desorientados, perdidos. Buscando una explicación para el mensaje que dejaron las urnas, sería un error concluir rápido y de manera simplista. Lo que sucedió en el último año y medio en nuestro país, no sólo no había pasado nunca –acotándose así el clásico recurso de la comparación histórica– sino que además, a los ojos y los sentimientos de la sociedad, fue grande y fue grave
El patrón de absorción de conocimientos con un carácter mayormente superficial pudo ser muy útil en el pasado reciente y tal vez lo sea en el futuro cuando volvamos a la normalidad, pero no funciona para explicar ni la pandemia ni la cuarentena, y mucho menos las profundas implicancias de ambas. El fenómeno es global y transversal. Cruza geografías, culturas y lenguas. Pero cada uno debe hacerse cargo de lo que le toca. La globalización es un concepto difícil de abrazar frente al dolor y la pérdida. En estas instancias el mundo se reduce a lo primario, lo cercano, lo próximo, lo individual, lo íntimo. No hay paliativo posible frente a la tragedia. Cada persona y cada sociedad la transita como puede y convive con el sufrimiento a su modo y con los recursos que tiene a mano.
Luego de detenernos a observar, pensar, desafiar nuestras propias ideas, e intercambiar reflexiones con múltiples colegas de aquí y del mundo, en W y Almatrends llegamos a la conclusión en mayo de 2020, que había un único punto de vista posible para analizar la disrupción sistémica que había introducido el virus: la condición humana.
¿Nos enfrentábamos a un shock sanitario? Sí. ¿Se frenaba la economía mundial de un modo distópico a punto total que el petróleo llegó a cotizar 34 dólares por debajo de cero el 20 de abril de 2020? Sí. ¿Estuvo cerca de esa fecha confinada de manera simultánea un tercio de la población global –nada menos que 2500 millones de personas– siguiendo de manera obediente y sin reclamo alguno el precepto de “stay at home/quedate en casa”? Sí. ¿Crecía brutalmente el desempleo, por ejemplo, en los Estados Unidos pasando del 3,5% al 14% y proyectándose que llegaría al 30%? Sí. ¿Morían miles de personas por día absolutamente solas? Sí.
¿Podíamos entonces definir y enfocar el violento devenir de esos acontecimientos bajo el marco analítico de una única disciplina? No. Ninguna era suficiente. Lidiábamos con una catástrofe sanitaria. Pero no solo eso. A su vez, se derrumbaba la economía. Ni siquiera alcanzaba cruzar los indicadores de ambas disciplinas para abarcar toda la dimensión y la magnitud del problema. Había que contemplar lo social, muy vinculado con lo económico, con un foco central en la imposibilidad de trabajar, y aún así, el modelo tenía puntos de fuga. Si bien los científicos adquirieron una relevancia inédita para el entorno superficial y ligero en el que solíamos movernos, algo muy valioso y necesario, por cierto, no todo lograba explicarse desde las ciencias duras. También hacía falta, y quizás se presentó aquí la mayor dificultad, hurgar en el laberíntico mundo emocional.
Al celebrar sus 100 años, el sociólogo y filósofo francés, Edgar Morin, dio una entrevista que publicó el diario El Mundo de España, el 7 de Julio de 2021. Morin es un pensador de fuste que conserva plena su lucidez contando ahora con la enorme ventaja de haber sido testigo del siglo de mayor avance en toda la historia humana. En su famoso libro Teoría de la Complejidad, publicado en 1990, decía: “Nunca pude, a lo largo de toda mi vida, resignarme al saber en parcelas, nunca pude aislar un objeto de estudio de su contexto, de sus antecedentes, de su devenir. He aspirado siempre a un pensamiento multidimensional. ¿Qué es la complejidad? La complejidad es el tejido de eventos (complexus: lo que está tejido en conjunto), acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico. Así es que la complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, de lo inextricable, del desorden, la ambigüedad y la incertidumbre”.
Interrogado ahora acerca de la pandemia y como pensarla afirmó: “Nunca hemos tenido tantos conocimientos, pero están fragmentados. Por lo tanto, son inadecuados para tratar los grandes problemas globales, hechos de muchas dimensiones entrelazadas. La pandemia nos enseñó esto, es un fenómeno multidimensional y global. Afecta desde nuestra vida biológica personal y cotidiana, hasta el destino de las naciones y de la humanidad entera. El imaginario es una parte constitutiva de la realidad humana, que no está hecha solo de economía. La fría razón del cálculo es inhumana; no puede ver la complejidad de nuestras vidas, hechas de felicidad e infelicidad, de sueños y deseos”.
En la Argentina, los duros efectos de la pandemia más la extensa cuarentena podrían analizarse desde el punto de vista material, diciendo que nuestra economía tuvo la segunda peor caída de su historia, -10%, o que el consumo en los shopping centers cayó 60% ( estuvieron cerrados 7 meses ) o que en el devastado sector de la hotelería y la gastronomía, la contracción anual fue del 50%. También podríamos recordar que la venta de autos cayó 25% y la de ropa 35%. Solo por citar algunos ejemplos. Todo en 2020.
A su vez cabría enfocarnos en lo social y plantear que en aquel segundo trimestre del año pasado donde estuvo prácticamente todo cerrado, el desempleo llegó a 13% y que si se consideraba en la cuenta a los que ya ni siquiera buscaban trabajo, ese valor crecía hasta casi 30%. Hoy, cuando la inflación interanual fue en agosto de 51,4%, todavía el desempleo es de 10%.
Es comprensible que en nuestro último relevamiento cualitativo de humor social que desarrollamos del 18 al 24 de agosto pasado, nos hayamos encontrado con ciudadanos de clase media baja que decían: “Con esta inflación, nos vamos a la C”. O de clase baja, que afirmaban: “Todo es $1000, todo es $1000, y no tengo tantos de $1000”.
También deberíamos considerar las alertas que emitió de manera sistemática el Observatorio de Psicología Social de la UBA al monitorear la dinámica que tuvo la salud mental de los argentinos durante el año 2020 basándose en amplios estudios de campo en todo el país. En su informe de finales de año, presentaron un dato alarmante: las personas con riesgo de tener un trastorno psicológico grave creció de 4,8% de la población en marzo 2020, a 7,2% en mayo; de ahí saltó a 8,1% en julio y concluyó con 10,4% en octubre. Vale decir que, acorde a su análisis, habríamos pasado de 2,2 millones de seres humanos que habitan este país, a 4,76 millones. Sumamos la friolera de 2.560.000 personas cuya psiquis y emocionalidad fueron lastimadas severamente.
Mirando como nos enseñó Morin, podemos conjugar estos y tantos otros indicadores –donde por supuesto hay que poner en primer plano el doloroso e irrecuperable número de fallecidos– para comprender de qué múltiples aspectos, pérdidas, tristezas, temores, angustias, y sufrimientos, estaba hecha esa “implosión social silenciosa” que oculta intramuros vibraba bajo la superficie.
Por todo eso, no lo uno o lo otro, sino su intrincada conjunción e interacción, las urnas no hablaron, lloraron.
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