Las sutiles formas que adopta el azar
El papel del azar continúa siendo objeto de debate en el ámbito académico. En un mundo marcado por desigualdades palpables, surge el interrogante sobre los factores que las determinan, y la casualidad es una posible explicación. La ciencia se está ocupando de los determinantes últimos de nuestro destino económico. Para la visión tradicional, las brechas de ingreso se explican por las diferentes habilidades innatas y adquiridas entre las personas. La más exitosa ha sido más esforzada, inteligente, creativa, arriesgada y/o paciente, mientras que la más pobre… todo lo contrario. La organización económica recompensa estas cualidades con recursos extra para la primera, de modo que aquí hay poco lugar para el azar.
Pero aún aceptando estas premisas, eso no elimina el papel de la suerte en la desigualdad. Ciertos contextos permiten desplegar las habilidades naturales, y otros no. Un ambiente familiar favorable, el acceso a la educación temprana, lo que valora cada cultura y el contexto laboral son factores que contribuyen a que esas cualidades se concreten. Esto es tan cierto en la ciencia, pues no hay proyecto de Marie Curie si su familia no la mandaba al colegio, como en el arte, dado que no hay Pablo Picasso posible si la sociedad que lo evalúa considera que sus obras son infantiles.
Varios libros recientes discuten el azar en su formas más sutiles. La genetista conductual Kathryn Harden publicó La Lotería Genética: por qué el ADN importa para la igualdad social, donde repasa el estado actual de la investigación genética. Allí defiende científicamente el argumento filosófico de que los genes son, finalmente, el ingrediente básico que nos permite desarrollar las habilidades que luego el mercado beneficiará o castigará. Por lo tanto, explica Harden, quienes ganen la lotería (genética) tendrán más chances de éxito en la vida.
Pero, además del revoltijo de genes que heredamos, filósofos y científicos le están dando al asunto una vuelta metafísica. Una fundamental es si los seres humanos gozamos o no de libre albedrío, de la cualidad de tomar nuestras propias decisiones. Varias investigaciones en neurobiología, ciencias de la evolución, psicología y genética sugieren que es difícil explicar en qué sentido el ser humano “elige”. Sin libre albedrío, desde luego, el argumento meritocrático del éxito personal pierde sentido, pues no hay una voluntad concreta a la cual asignárselo.
El libre albedrío se relaciona con la presunta propiedad determinista del mundo, que propone que todos los fenómenos, incluso nuestras decisiones, pueden ser explicados por causas anteriores, eventualmente identificables. En su último libro, Determinado: una ciencia de la vida sin libre albedrío, Robert Sapolsky, profesor de biología y neurología de Stanford, sostiene que estamos determinados y que el libre albedrío no existe. Otro socio del club es Sam Harris, filósofo y neurocientífico contemporáneo, que también niega el libre albedrío. Harris puso la relación entre azar, determinismo y libre albedrío en su punto justo, explicando que tanto si el universo es puro azar como si está determinado, no hay lugar para que el humano “decida” nada. Sapolsky concluye que no existe nada parecido a un “merecimiento”, que justifique lo bien o lo mal que nos va en la vida.
El factor suerte fascina a los académicos, pero mucho menos al resto de la gente, que en general prefiere explicar los resultados económicos apelando al mérito personal. Cuando se plantea la posible influencia de la providencia en el éxito original de Marcelo Tinelli, o en la obtención de la Copa del Mundo, la mayoría responde casi ofendida que su relevancia es mínima. Peor prensa aún tiene el pensamiento acerca de la posibilidad de no ser responsables de nuestras decisiones. Es que la experiencia diaria sugiere lo contrario, lo que nos vuelve reacios a reconocer la posibilidad de que, finalmente, seamos máquinas con elecciones predeterminadas.
A los humanos de verdad, además, les cuesta reconocer el azar. Al activar la función “mezclar” (shuffle) en Spotify, esperamos que la lista de canciones se recorra en un orden cualquiera, exactamente una vez, pero la verdadera aleatoriedad repetirá varias canciones de manera contigua.
De esto trata el libro de Kit Yates, Como esperar lo inesperado, que entre otras cosas intenta convencer al lector de que al escuchar al revés Escalera al Cielo de Zeppelin no hay ningún mensaje satánico. Lo que escuchamos es una interpretación forzada de un patrón inexistente.
En su flamante y brillante Abrazar el Azar, nuestro crédito local Pablo Groisman examina la aleatoriedad con la precisión de un matemático, y con la sutileza de quien indaga en un factor que, sabe, no es intuitivo para la persona no entrenada. “Se suele pensar que azar implica que un evento no es predecible, pero, en realidad, lo correcto es definirlo como aquello que no puede predecirse completamente”, explica. Para él, a la hora de engañar humanos, los sistemas determinísticos pueden ser muy efectivos: “Las computadoras son sistemas determinísticos, pero simulan el azar de tal modo que un humano no puede distinguir la diferencia”.
El error más común
“El error más común son las casualidades, que a veces asignamos a una fuerza divina. Hay eventos que parecen poco probables, pero no lo son, como el famoso problema estadístico del cumpleaños. Cuesta creerlo pero para que haya un 50% de probabilidades de que dos personas en una sala cumplan el mismo día solo se necesitan 23 asistentes.”
Es la misma fuente de confusión del personaje de Un Novio para mi mujer, cuando advierte que en una reunión Gachi, Pachi y Laura son todas de Sagitario. “A veces la casualidad se produce, porque no contamos situaciones similares en las que la coincidencia no sucedió. La noticia se advierte cuando pasa algo, no cuando no pasa”, indica Groisman.
“Estamos acostumbrados a reaccionar de manera determinística. Cuando pasa A, entonces debemos hacer B. El pronóstico meteorológico no siempre nos deja contentos, porque si hay un 80% de probabilidad de lluvia y no llueve, lo interpretamos como un error, seguramente porque salimos con paraguas y no lo usamos”, completa el matemático. Somos binarios, convivir con la incertidumbre probabilística nos cuesta, y queremos respuestas por sí o por no.
Tanta confusión para tratar con el azar y entenderlo nos pone en una situación difícil a la hora de justificar muchas de las inequidades sociales y económicas que observamos en el mundo. Tener fortuna, después de todo, significa tanto tener dinero como tener suerte. Y los investigadores están obsesionados por comprender mejor la conexión entre ambos sentidos de la palabra.