Laberintos y sueños raros: planes de evasión en la economía pandémica
Es uno de los animales más extraños surgidos en la complejidad de la economía pandémica. En 2020 se disparó la demanda de laberintos para uso personal, especialmente en la costa oeste de los Estados Unidos. Cuestan en promedio 25.000 dólares y los clientes que viven en casas los instalan en sus fondos y jardines, para meditar y para "perderse" al menos por unos instantes. En la Argentina, la necesidad de evadirse produjo otro movimiento de mercado inédito: al contrario de lo que venía sucediendo en años anteriores, en 2020 se están vendiendo más libros de ficción que de no ficción. La tendencia global, contra todos los pronósticos anclados en la atención fragmentada, es a un regreso de las novelas largas, que permitan sumergirse en una realidad paralela a la distopía del Covid-19.
No son las únicas "vías de escape". Estamos teniendo sueños muy raros también. A fines de abril una decena de medios gráficos de los Estados Unidos (entre ellos Time, The New York Times y Fast Company) dieron cuenta del fenómeno de los "cuarensueños": reportes de miles de sueños y pesadillas "raras y vívidas" (mucho más que en épocas de normalidad) que vienen compilando científicas de esta área como Lauri Loewemberg (en Florida) y Deirdre Barrett (psicóloga de Harvard).
"No es algo que sorprenda: cuando nos dormimos, nuestro cerebro no se 'apaga', sino que hay una interacción con el contexto. Si un perro ladra en la casa de al lado es probable que lo incorporemos a lo que estamos soñando, y de la misma manera pasa con nuestros miedos y angustias ante una incertidumbre y un contexto inéditos", explica a LA NACION el experto en cronobiología Diego Golombek.
Hay un segundo motivo importante, agrega. La cuarentena está haciendo que la población duerma cerca de una hora más, y ese tiempo extra es de sueño REM, de movimiento rápido de ojos, el que habilita los sueños que recordamos tan bien al despertar.
Golombek publicó días atrás un estudio hecho junto a sus colegas Mariano Sigman y María Luliana Leone, que logró medir con la evidencia más robusta lo que el Covid-19 está provocando en materia de sueño. Hasta ahora, lo que existía en este sentido eran trabajos en los que se le preguntaba a la gente cuánto duerme ahora y cuánto pensaba que dormía antes. Con un mapa del sueño que ya tiene 25.000 casos en la Argentina, los tres investigadores tomaron una submuestra de 1000 personas que habían contestado antes de la cuarentena y lo compararon con las respuestas dadas ahora. Conclusión: se agregó en promedio casi una hora de sueño. La Argentina es un país habitualmente con déficit en este aspecto (en promedio, menos de siete horas, que es lo que se recomienda como mínimo para los adultos), y se pasó a siete horas cuarenta minutos.
Una de las consecuencias de esta extensión es que se eliminó lo que se denomina "jet lag social", equivalente al que se produce cuando uno viaja, pero en este caso sin moverse, porque los horarios de la semana no son los "naturales" y se modifican los sábados y domingos.
Pero hay dos malas noticias que surgen de este estudio. Una es que los momentos de acostarse y levantarse se corrieron y hay menos sueño durante las horas de oscuridad. Eso va contra una característica evolutiva del cuerpo humano, que posee una "economía diurna". "No estamos acostumbrados culturalmente, como en Europa o los Estados Unidos, a cenar con luz solar, y eso hace que toda la vida familiar se estire hasta muy tarde", sostiene el director de la serie Ciencia que Ladra, de Siglo XXl. La otra mala noticia es que, por el estrés, este mayor tiempo de sueño es de mala calidad, con lo cual no hay una extrapolación a un mayor descanso.
El estudio de Leone, Sigman y Golombek no se metió con el contenido de los sueños, como los casos citados al principio de la nota. En América Latina, quien está sumergiéndose en este tema es el neurocientífico brasileño Sidarta Ribeiro, de Natal, quien está trabajando sobre los relatos de sueños, con nubes de palabras que contienen una mayor cantidad de términos relacionados con el miedo, la angustia y la tristeza que en épocas de normalidad.
Esta toma de conciencia sobre la verdadera dimensión del problema de dormir mal llegó a fines de 2019 al foco de interés de los economistas. Hay un campo emergente de "economía del sueño" que está cuantificando costos a nivel micro: cuántas horas de trabajo se pierden por menor atención o cuántas vidas se cobran los accidentes de tránsito relacionados con el déficit de descanso. Marco Hafner, economista de Rand, un centro europeo, midió el costo del déficit de sueño sobre el PBI de cinco países.
En Japón se encontró el peor resultado, con una pérdida estimada en un 2,92% del PBI (casi 140.000 millones de dólares al año). En Estados Unidos la pérdida fue del 2,28% del PBI; en Inglaterra, del 1,86%; en Alemania, del 1,56%, y en Canadá, del 1,36%. Si la población durmiera bien, la riqueza adicional creada equivaldría a todo un presupuesto de educación, por ejemplo.
Hay un vínculo de círculo vicioso entre el déficit de sueño y la desigualdad. Estudios con miles de casos en barrios muy pobres de la Argentina y de la India muestran una relación directa entre poco sueño y bajos ingresos, en un circuito de pobreza que se retroalimenta. También hay alta correlación entre zonas de elevada inseguridad y déficit de sueño, y esta dinámica es aún más perversa para las mujeres.
A nivel de atención social, el tema sueño está explotando. En los últimos meses hubo tres libros en las listas de más vendidos de no ficción en Estados Unidos que tienen prácticamente el mismo título con alguna variación mínima: Por qué dormimos (de Matthew Walker, el más conocido), Por qué no podemos dormir (de Ada Calhoun), y otro homónimo con un cambio en el fraseo en inglés (Why we can't sleep versus Why can't we sleep), de Darian Leader.
Todos advierten que la sociedad moderna padece una epidemia de sueño que se va agravando, y que tiene sus orígenes en la Revolución Industrial. No existe en el corto plazo la perspectiva de reemplazar con medicación los costos asociados a la falta de sueño en el cerebro y en el resto del cuerpo. El Departamento de Defensa de los Estados Unidos desarrolló tiempo atrás una droga, el modafinilo, por la cual los combatientes en zona de guerra pueden estar hasta dos días despiertos en estado de alerta y que se prescribe para casos graves de narcolepsia (gente que se queda dormida de golpe). Pero este químico no repara los beneficios neurológicos del buen dormir.
Por lo tanto, la batalla para revertir este resultado tiene que ver con cambios de hábito que empiezan con una toma de conciencia desde la edad más temprana posible. Series como los Piyanimales (en Netflix, de la escuela de los Muppets) enseñan a los chicos hábitos saludables en materia de sueño. Figuras públicas como Manu Ginóbili, los basquetbolistas de la Generación Dorada o el periodista Juan Pablo Varsky tienen esta problemática como eje de su discurso. Todos ellos usan el anillo "Oura", que sirve para medir la extensión y la calidad del sueño, fijarse objetivos y mejorar, como ocurre con las aplicaciones para correr y hacer ejercicio.
Golombek cuenta que trata de adoptar en su vida personal lo que va aprendiendo para mejorar su sueño, pero no siempre con suerte. "En casa de 'sueñólogo', sueño de palo", dice. "A fin de cuentas, el principal explicador del déficit de sueño es el estrés, y en ese aspecto me declaro humano".
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