La vicepresidenta consagró el país de los sospechados, donde no hay culpables ni inocentes
El kirchnerismo se encuentra parado frente a una enorme paradoja: necesita que la sociedad considere justa una sentencia emanada de una Justicia a cuyo descrédito este grupo aportó como nadie
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Cristina Kirchner y otros 24 imputados fueron sobreseídos. Valdría la pena subrayar esta palabra: sobreseídos. La internalización del vocablo es la única manera de entender que no se trató de una declaración de inocencia. La diferencia es determinante porque implica una particularidad de estos tiempos: la Argentina se ha convertido en un país que generalizó un estado de sospecha. No hay culpables; pero tampoco inocentes.
Despejado, por ahora, el juicio de Hotesur y Los Sauces, que se suman a la lista del Memorandum con Irán y la causa de dólar futuro, Cristina Kirchner deberá enfocar toda su defensa en dos procesos principales. El primero, ya en juicio oral, es el de obra pública. El segundo, el de los cuadernos de la corrupción, aún sin fecha de inicio. En aquel, ya no se podría llegar a una solución similar. Todo indica que terminará con una sentencia, sea condena o absolución. Sin embargo, en el que se sigue sobre la bitácora que escribió Oscar Centeno, se podría arribar a un final similar ya que desde hace más de dos años está a la espera de que se ponga fecha para las audiencias.
El juego de las defensas, por hora, se impone. Se trata de dilatar con recursos en todas las instancias posibles, oponibles en diferentes momentos procesales. Llevar el juicio al infinito, apostar al cambio de jueces, tribunales o lo que sea con tal de que no se debatan las pruebas. La Argentina ha decidido denigrar los hechos, ya no sirven, no se discuten y lo que es peor, no se recuerdan. De esta manera, impuesto el estado de sospecha general, la política puede seguir en el juego. El proceso es profundo y le pega a los cimientos básicos de la república. Los acusados acusan a los juzgadores y de esta manera, invalidan en la opinión pública sus decisiones. Nadie cree en nada.
El caso Cuadernos es la muestra más clara de los pantanos procesales. Hade dos años que espera que se ponga una fecha para el inicio del debate oral, el lugar donde se ventilan los hechos, se exhiben las pruebas y se escuchan los testigos. Está prácticamente quieto, aunque a diario se incorporan pruebas contundentes. El ejemplo más reciente son los chats de Roberto Baratta, el ladero del expoderoso ministro de Planificación Federal, Julio De Vido.
Se conocieron ahí diálogos jugosos, operaciones mediáticas y formas en la que se financiaban cuando abandonaron el poder. Varios abogados implicados en el juicio ahora intentan desvirtuar la prueba porque los medios se enteraron de aquella evidencia y la publicaron. Intervienen en el proceso cerca de 170 defensas. Cualquiera de ellas puede haberlas hecho circular para después pedir su nulidad. Vale todo con tal de no debatir los hechos.
Llegado el punto, es necesario mirar dos cuestiones. En principio, entender qué es lo qué se juzga en la causa de Hotesur y Los Sauces. Después, avanzar sobre las argumentaciones que llevaron a estampar el sello de sobreseídos para 25 personas.
Solo es necesario la enumeración de evidencias que hacen los jueces que después absuelven. Se puede leer ahí un manual perfecto de lavado de dinero, artilugios para blanquear plata negra y maniobras para pasar millones de un lado a otro mediante operaciones simuladas.
Deténgase acá el lector: ¿qué pasaría si cualquiera de los que han llegado hasta este punto de la nota es acusado de cualquiera de estos delitos en forma injusta y arbitraria? Pues no es descabellado pensar que buscaría que mañana mismo empiece el juicio para demostrar la inocencia. Este no es el camino de las defensas del kirchnerismo. Todo, lo que sea, como para que no se avance sobre los hechos.
Repasan los jueces que sobreseyeron: “La acusación fiscal se encuentra enmarcada en la existencia y funcionamiento de una asociación ilícita de carácter estable y permanente ideada con motivo de un acuerdo de voluntades entre los ex Presidentes de la Nación, Néstor Kirchner y Cristina Elizabet Fernández, exfuncionarios públicos de distintas agencias estatales y otras personas de su confianza, montada en base a una división de roles definidos y estratégicos dentro y fuera de la estructura administrativa del Estado, y sostenida ininterrumpidamente al menos desde el 8 de mayo de 2003 hasta el 14 de diciembre de 2016, destinada a cometer múltiples delitos para sustraer y apoderarse ilegítimamente y de forma deliberada de millonarios fondos públicos”.
Sólo semejante acusación en forma injusta llevaría a cualquier ciudadano republicano a exigir un juicio para demostrar su inocencia. No es el caso del kirchnerismo de paladar negro.
Una cosa más, como para terminar de entender. “Los planes llevados adelante por esta organización criminal no se agotaban en el sistema de beneficios y prebendas a favor de los empresarios amigos, que de esta forma se enriquecían gracias a los vínculos trazados con los ex titulares del Poder Ejecutivo y con otros funcionarios nacionales, sino que en una segunda etapa los empresarios junto con los ex mandatarios y otros miembros de la organización, elaboraron un sistema destinado a transferir y disimular parte de las ganancias que se encontraban en poder de los empresarios, a los propios ex presidentes y a su núcleo familiar a través de préstamos, compra de propiedades, alquiler de los distintos complejos hoteleros de su propiedad, construcción de mejoras en dichos establecimientos y alquiler de propiedades”, se puede leer en el fallo absolutorio. Para los magistrados, nada de eso ni siquiera merece ser debatido.
Queda, ahora, entender el porqué de la absolución. Debe quedar claro que el Tribunal Oral consideró que no hay delito que investigar. El código entrega esta ventana cuando se dan algunos de los tres supuestos: que aparezcan pruebas que conviertan generen certezas respecto de la inocencia del imputado; que haya una ley penal más benigna o que se extinga la acción por alguna causa como la muerte. Nada de eso sucede en este proceso.
A diario se escucha que no hay culpables por delitos asociados a la corrupción; que nadie paga ni es condenado. Sin embargo, aquella verdad oculta otro concepto que golpea la institucionalidad: la falta de culpables implica, también, la falta de inocentes. Se consagra de esta manera el estado de sospecha general, construido con paciencia de orfebre por el más rancio kirchnerismo cuando instaló el descrédito a la Justicia, la denostación de sus decisiones y la denigración de los hechos.
Hay un elemento más. El kirchnerismo se encuentra parado frente a una enorme paradoja: necesita que la sociedad considere justa una sentencia emanada de una Justicia a cuyo descrédito este grupo aportó como nadie. El problema es que el Poder Judicial, clave para la vida democrática, ha sido dinamitado en su estructura cimental desde hace años por cañonazos surgidos desde sus las filas del oficialismo. Se demolió la credibilidad de muchos de sus integrantes. ¿Cómo lograr que esas palabras de sentencia de apuro ahora sean respetadas por una sociedad hastiada?
El kirchnerismo practicó un juego nocivo: “Todo lo que no se pueda conquistar se demoniza”. Justamente la Justicia está en ese lugar en el que la colocó gran parte de la clase política. Pero ahora ese poder demonizador necesita de la credibilidad de una de sus víctimas, los jueces y los fiscales, para despejar las dudas.
En un estudio sobre el Mecanismo de Seguimiento de la Implementación de la Convención Interamericana contra la Corrupción (Mesisic) de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que en el país lo realizó el Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia (Fores), se avanzó sobre este tema: “La Argentina vive un sistema disfuncional donde la realidad no corresponde con el mundo del derecho. El país tiene serios problemas de implementación de las normas anticorrupción -dicen las primeras letras del trabajo-.Tiene un sistema normativo muy aceptable para combatir y reprimir la corrupción. Pero no se cumple. En realidad, parecería que ha construido un sistema funcional a la corrupción, sea en forma deliberada, sea por omisiones o negligencias”.
La sociedad está exhausta y empieza a tomar cuerpo una realidad: no ha sido provechosa la vida de varios denunciantes de la corrupción. “¿Vale la pena?”, se preguntaba ayer el fiscal Carlos Stornelli en una conversación que mantuvo con otro colega. La palabra ha caído en una ciénaga, al punto que ya ni siquiera hay intenciones de pronunciarla. Y el silencio, se sabe, siempre es la peor solución.
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