Lord Carnarvon logró lo que parecía imposible: descubrir, en pleno siglo XX, una tumba intacta de un milenario faraón egipcio. Se obsesionó con la egiptología, logró un permiso para excavar en el Valle de los Reyes y financió la exploración que llevaría a cabo en el lugar un tal Howard Carter. Pero no tuvo tiempo de disfrutar de su éxito y fama mundial, porque apenas cinco meses después del gran hallazgo, murió sorpresivamente.
George Edward Stanhope Molyneux Herbert, que pasaría a la historia como Lord Carnarvon, nación el 26 de junio de 1866, Hampshire, Inglaterra. Era de familia noble, hijo de un político conservador llamado Henry Herbert, conde de Carnarvon, razón por la cual recibió inmediatamente el título de Lord Porchester.
Cuando comenzó su formación académica, dejó su residencia, nada más ni nada menos que el fastuoso Castillo de Highclere (inmortalizado en la serie televisiva Downtown Abbey), para estudiar en los prestigiosos colegios de Eton y Trinity, en Cambridge, donde se educa la realeza. Y sucedió a su padre como titular del condado en 1890.
Las cuantiosas deudas que dejó su padre al morir, pusieron a Lord Carnarvon en aprietos. Pero pronto pareció encontrar la solución: se casó con Almina Victoria Maria Alexandra Wombwell, hija ilegítima del banquero Alfred de Rothschild, que aportó una dote de medio millón de libras.
Al encontrarse nuevamente con los bolsillos llenos, invirtió fuerte en caballos de carreras purasangre y logró enriquecerse aún más. "Eso le permitió llevar una vida de gentleman, que incluía dos aficiones: ser lo que se llamaba un sportsman e interesarse por la egiptología, rama arqueológica que vivía un período de esplendor desde la expedición de Napoleón a Egipto", comenta Agustín Saade, profesor de Historia de la Universidad de Buenos Aires. Ambas aficiones se combinarían para cambiarle la vida.
Resulta que, al practicar automovilismo, el deporte de moda a principios del siglo XX, tuvo un accidente que le dejó secuelas y los médicos le aconsejaron cambiar de clima. Así fue cómo apareció la tierra de los faraones como destino ideal. Carnarvon empezó a viajar allí cada año para pasar el invierno y, de paso, aprovechaba para adquirir antigüedades con las que iba formando una colección.
Su sueño máximo era lograr explorar en el Valle de los Reyes, el gran cementerio de tumbas reales que se encuentra en las cercanías de lo que hoy es Luxor. Lo que le faltaba en formación como arqueólogo, le sobraba en influencias, así que pronto consiguió una licencia para excavar.
Pero aún le faltaba un eslabón más: para explorar en la zona, necesitaba un hombre sobre el terreno, alguien que tuviera los conocimientos y aptitudes de los que él carecía. Fue ahí cuando Gastón Maspero, un egiptólogo francés que dirigía el Servicio de Antigüedades Egipcias, le recomendó a un tal Howard Carter.
Con todo listo, mecenas y arqueólogo empezaron la búsqueda en 1907, pero la Primera Guerra Mundial los obligó a parar hasta 1917. Volvieron a la actividad ese año y siguieron un tiempo más hasta que Carnarvon, acobardado por la falta de resultados, le dio un ultimátum a Carter: si no aparecía nada, el último día de 1922 pondría fin a la aventura.
Languidecía 1922 y parecía que todo iba a terminar sin pena ni gloria, pero el 4 de noviembre de ese año cambió la historia: Carter encontró una tumba. Inmediatamente, el arqueólogo le envió un telegrama a su mecenas, que justo estaba en su casa de Londres, anunciándole que había hecho un maravilloso descubrimiento, una magnífica tumba con los sellos intactos.
Carnarvon viajó lo más rápido que pudo y cuando ambos estuvieron en la tumba, se emocionaron al leer en sus paredes el nombre de Tutankamón, un faraón del que se sabía poco y nada. Pero pronto se desilusionaron, al darse cuenta de que ya habían entrado ladrones al lugar (algo muy común, por otra parte).
Pero al día siguiente recuperaron el optimismo al descubrir otra puerta; tenía el sello roto, pero por el hueco practicado resultaba imposible que hubiera pasado un ladrón. Carter amplió ese hueco con un martillo y se asomó al otro lado con una vela. La escena que vino después ha sido rememorada miles y miles de veces, pero aún sigue emocionando: Carnarvon preguntó: –¿Ve usted algo que merezca la pena? Carter, como pudo, respondió: –Sí, cosas maravillosas.
Lo que vio Carter en ese momento fue algo que ningún ojo humano había visto en 3500 años: la cámara sepulcral intacta del joven faraón Tutankamón, con todo el ajuar funerario que debía acompañarlo en su viaje a la otra vida, y la cámara del tesoro, donde estaba el resto de objetos preciosos. En pocas palabras, oro por todas partes.
La noticia dio la vuelta al mundo y el sensacional hallazgo se le atribuyó a Carnavon. Así que el lord, con 55 años se convirtió en uno de los hombres más famosos del planeta, tenía la gloria de haber encontrado una tumba egipcia intacta y se había asegurado un lugar en los libros de historia. Estaba tocando el Cielo con las manos. Pero… siempre hay un "pincelazo" que lo arruina todo.
El 18 de marzo de 1923, Lord Carnarvon fue picado en la mejilla por un mosquito y luego él, al afeitarse, se cortó justo en esa picadura. A la mañana siguiente, amaneció con 40 grados de fiebre, algo que atribuyó a una infección causada por esa picadura y ese corte. Desoyó los consejos médicos de reposar, no beber alcohol y tomar la medicación prescripta, así que no hizo más que empeorar a lo largo de la semana, hasta que debió ser trasladado a El Cairo.
Finalmente, el 5 de abril de 1923, apenas cinco meses después de haber alcanzado la gloria, Lord Carnarvon murió en una habitación del Hotel Continental-Savoy, de El Cairo, dando inicio así a una de las más famosas leyendas del siglo XX: la de la maldición de Tutankamón.
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