La startup que hackeó el sistema político
Como las aplicaciones que cambiaron el consumo de servicios para satisfacer nuevas demandas, el triunfo de Javier Milei parece expresar un nuevo régimen con nuevas reglas; ¿cómo pensar desde ahora?
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Descubrir una vulnerabilidad del sistema, detectar una fuente de profunda insatisfacción, hurgar allí donde hubiere un cúmulo de deseos latentes, generar una nueva lógica de desintermediación, provocar un contacto directo con el usuario salteando, ignorando y negando antiguas estructuras burocráticas que trababan el proceso para poder liberarse de ellas y generar así una alternativa superadora que permitiera satisfacer una necesidad insatisfecha. ¿Acaso no responde a ese mismo patrón lo que acaba de ocurrir con el poder en Argentina?
Puede parecer extraño, pero la lógica que ahora nos sorprende estaba ahí a la vista de todos. La usamos todos los días. Nuestros teléfonos están llenos de apps que nos permiten acceder a plataformas que fueron exitosas porque nos dieron una solución nueva a problemas viejos.
Lo hicieron, entre tantos otros, Airbnb con la industria de los hoteles, Uber con la del transporte público, Spotify con la de la música, Netflix con la del video y Rappi con la del delivery, por citar apenas un mínimo puñado de casos entre los más conocidos y exitosos. Todas ellas son hoy grandes compañías que en sus inicios no eran más que un cúmulo de sueños emprendedores y adrenalina juvenil, una startup.
En su acepción original un hacker es “un apasionado, un entusiasta, un experto de las nuevas tecnologías, una persona que trata de romper los límites de la tecnología para crear algo superior”. Por lo tanto, es válido decir que estas startups, como tantas otras, lo que hicieron fue hackear el sistema que querían desbancar. Desafiarlo, demostrar que se podían hacer las cosas de otra manera, que existía “un modelo superior” apoyado en otras leyes, propias, nuevas, distintas a las que durante años se respetaron como si estuvieran escritas en piedra.
Elon Musk, inventor y emprendedor serial, hoy el gran referente de la tecnología a nivel global, una especie de Thomas Alva Edison del siglo XXI, dijo que “ser un emprendedor es como comer vidrio y pararse frente al abismo de la muerte. Nadie te cuenta lo solo que te sientes y lo confuso que resulta”.
El espíritu de los fundadores de startups está moldeado para lidiar con esas sensaciones tan extremas. Vivir al límite de la implosión permanente es parte de su condición genética. Estas personalidades tan especiales son capaces de adquirir para sus fanáticos el carácter de una deidad, del mismo modo que pueden despertar rencores u odios extremos en sus detractores y enemigos.
Forjan entornos donde el caos no es la excepción, es la regla. La velocidad y el vértigo son el aire en el que respiran, su hábitat natural. Su carácter tiene rasgos agonales porque están acostumbrados a luchar contra casi todos.
Especialmente en sus comienzos, cuando lo que luego terminaría siendo una visión estratégica formidable es tomado inicialmente para la burla, menospreciado, ignorado, por ser considerado como una locura o un delirio.
Ese rechazo es para ellos el combustible con el que alimentan su motor interno. Son adictos al trabajo porque en su concepción el trabajo no es algo que cargan sobre sus espaldas, sino algo que portan y ofrendan: se trata de una misión divina. Su tarea es cambiar el mundo. Son megalómanos por excelencia porque, si no, no tendrían ni el coraje ni la templanza para aventurarse en lo desconocido y en lo titánico.
Elon Musk llegó a dormir al final de la línea de producción de Tesla en los inicios de su compañía de autos eléctricos. Y a fines de 2022, a la salida de la pandemia, convocó a todos sus empleados a trabajo presencial en las oficinas por lo menos 40 horas a la semana argumentando que nada interesante o innovador se había hecho por Zoom. Para muchos, una verdad incómoda. Para otros, algo fuera de época, anticuado.
Hoy su empresa es, por lejos, la líder en Occidente de un mercado de “enchufables” –eléctricos puros + híbridos– que ya representa cerca del 20% del total de la venta de automóviles en todo el mundo. En el primer semestre de 2023, Tesla vendió casi 900.000 vehículos eléctricos, más que las unidades de este tipo de vehículos que comercializaron BMW, VW y Mercedes-Benz sumadas. Cuando empezó con su aventura pasó por lo que a esta altura ya son dos lugares comunes: le dijeron que estaba loco y estuvo a punto de fundirse.
Fracaso y supervivencia
Una de las máximas de Silicon Valley es que “si vas a fracasar, mejor hacerlo rápido”. Y en la gran mayoría de los casos se cumple. Las estadísticas del mundo de los negocios dicen que, a nivel global, apenas el 10% de las startups sobrevive en sus primeros dos años. Algunas otras estiran el porcentaje al 20%, pero no más allá. La tasa de supervivencia sigue siendo bajísima.
El éxito de ninguna manera está garantizado en ninguna startup. Por el contrario, el fracaso rotundo y terminal es un fantasma con el que se convive de manera permanente, al menos en los primeros años.
Otra de las verdades acuñadas en el valle de silicio es que en la era digital “the winner takes it all” (el ganador se queda con todo). Eso ya no es necesariamente así, porque ahora muchos de los gigantes tecnológicos compiten entre sí, pero es una idea que sigue teniendo mucha vigencia. El juego suele ser “a todo o nada”.
Los que prueban y adoptan muchas de las startups cuando todavía están en fase de experimentación suelen ser los jóvenes. Para ellos la vida entera es nueva, con lo cual no están atados a los sistemas del pasado. Tienen además una concepción cultural que recuerda el movimiento punk de los años 70: “No hay futuro, rompan todo”. La idea, como era la del punk, no es quedarse sin futuro, sino diseñar uno nuevo. Siempre la juventud se rebeló contra los mandatos de las generaciones anteriores, pero en este caso su rebeldía, intrínseca a la edad, coincide con un cambio de época que se asemeja a lo que sucedió a comienzos del siglo XX. Se sienten parte de los hacedores de un mundo nuevo. Por eso, los jóvenes que apenas cruzan los 20 años suelen verse a sí mismos como “llegando tarde”. Su vida es una carrera contra el tiempo. Todo es más rápido en la fluidez digital.
En la actual era de la humanidad ampliada, física y digital a la vez, hay dos grandes fuerzas que moldean el estilo de vida contemporáneo: el consumo –desde los años 50, potenciado a partir de la globalización de los años 80– y la tecnología –desde los 80, lanzada al infinito en los 2000–. Se retroalimentan mutuamente.
La transparencia digital exhibe todo lo que hay, exacerbando la tentación hasta generar una hipertrofia del deseo: todos quieren todo. Pero, claro está, la propia ley del deseo, que conlleva la insatisfacción como motor, hace que no todos puedan todo. Y eso genera frustración y malestar. El fenómeno es global.
Pero en una sociedad arquetípicamente de clase media como la Argentina, donde la movilidad social ascendente es uno de sus mitos fundantes, el fenómeno se agudiza. Mucho más cuando se conjuga con una violenta pérdida de poder adquisitivo: el salario promedio pasó de 1800 dólares blue en 2017 a 400 dólares blue en la actualidad, según los cálculos del economista Fernando Marull.
Internet y las redes sociales construyeron una vidriera infinita de un mundo que a la mayoría de los argentinos les quedó demasiado lejos, por no decir directamente imposible. Algo particularmente frustrante para los jóvenes, nacidos y criados entre likes, stories, memes, fast fashion y low cost.
Reseat político
El sistema estaba particularmente vulnerable. Visto así era lógico que viniera una startup y lo hackeara. Y que fueran los jóvenes los primeros que adhirieran a ella para luego persuadir a los adultos de que habían encontrado algo que podría funcionar.
Nada ni nadie pudo frenar esa ola, porque eran los usuarios los que estaban buscando desesperadamente un cambio, un modo diferente de hacer las cosas guiados por el deseo de dejar atrás un largo ciclo de decepción y frustraciones crónicas. “Esto así no va más” y “tenemos que dar vuelta la página” fueron dos de las citas recurrentes en nuestros estudios cualitativos del humor social desde finales del año 2020. “La Argentina me duele”, la frase síntesis que bien podría identificarse con eso que Hegel llamó el zeitgeist o signo de los tiempos. La corriente subterránea que explica la vibración de una época.
Siendo así, convendría repensar el modelo de pensamiento, el enfoque de análisis y la toma de decisiones para adaptarlo al vértigo de lo nuevo. No podemos operar con categorías del mundo analógico cuando irrumpen las fuerzas del mundo digital.
Como en tantas otras industrias, ahora es el sistema del poder el que acaba de sufrir una disrupción. Fue la sociedad la que decidió correr el riesgo de apretar la tecla reset. Habrá que ver, cuando vuelva a encenderse la computadora, de qué está hecho y cómo funciona el nuevo sistema que deberemos aprender a leer y manejar. Será mejor hacerlo rápido.