La política económica del Gobierno no es ni nueva ni buena y agrava los problemas
Cinco meses atrás, en su desesperación por parar la corrida, el Gobierno creyó que recuperaría la confianza del público recurriendo al apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI). La corrida continuó y el dólar se apreció otro 50% frente al peso. A la par, se perdían U$14.000 millones de reservas. Llegó el anuncio -como en 2001- del plan de déficit cero, que transparentó el hecho de que los mercados de deuda habían cerrado el grifo para alimentar la orgía del gasto estatal. E hizo una gesticulación -porque fue solo eso- de un programa para reestructurar el Estado, que se agotó en un mero cambio de chapas y tarjetas de presentación.
Como la desconfianza continuó, a las pocas semanas de aprobado el stand by solicitamos una ampliación y un adelanto de desembolsos para cubrir las necesidades de 2019. Como tampoco eso paró la corrida contra los activos argentinos, ahora el partido gradualista ha bendecido un triple shock: monetario, impositivo y de deuda. Todo sea por no tocar la vaca sagrada: el gasto estatal. Nunca quedó tan explicitado que el único propósito es llegar a las elecciones.
Las tasas son ruinosas para empresas y familias y el fisco absorbe casi todo el crédito. Por enésima vez, el ajuste lo hará el sector productivo y no el Estado. El compromiso de emisión cero obliga a renovar los pasivos monetarios que vencen y sus intereses, lo que hará crecer a ritmo nunca visto la deuda cuasifiscal.
El ministro de Economía se equivoca al afirmar que las tasas bajarán "a medida que lo haga la inflación". La práctica financiera indica que, más allá de transitorios descansos, deberán ser crecientes para seducir a los inversores a mantenerse en una bicicleta cada vez más peligrosa, con fecha de vencimiento asegurada. Cuando se pretende usarlas como solución de fondo, las restricciones monetarias lo único que logran es destruir al sector privado.
La tasa de interés real hoy supera largamente el retorno del capital para cualquier ramo, salvo el narcotráfico. Y la imposibilidad de ajustar por inflación los estados contables lleva la alícuota efectiva de Ganancias más allá del 50%. ¿Cómo puede pretenderse que se recree la inversión?
La bomba de las Lebac -que por años vine alertando en estas páginas- ha sido reemplazada por una nueva bomba atómica de encajes remunerados, cuyo poder explosivo se acrecienta a ritmo vertiginoso. Cuando estalló la crisis de las Lebac, pagaban algo más de 26%. Ahora, el BCRA toma centenares de miles de millones a tasas que casi triplican aquellas y que capitalizan intereses cada siete días.
El costo financiero de esta bola de nieve apunta a superar los US$11.000 millones anuales.
No se trata de un simple y casual cambio de nombres: las nuevas letras no solo espiralizan, por la combinación de tasa y plazo, la velocidad con que se agranda la bola cuasifiscal sino que sus tenedores -los bancos- conforman un mercado de deuda cautivo. Funcionarios y muchos analistas consideran que las Leliq blindan al sistema de una corrida como la que sufrieron las Lebac, pues los bancos son manipulables por el Banco Central y no pueden rebelarse y huir al dólar. Este argumento deja al desnudo la vulnerabilidad que significan para el sistema financiero.
De cualquier forma, es una grave equivocación asumir que las Leliq, por estar en manos de las entidades, impiden una crisis: los bancos pueden mantenerse dóciles a la autoridad, pero no pasa igual con los depositantes. Una corrida de depósitos pondría a las entidades en la necesidad de exigir el rescate de las Leliq al BCRA, que se vería obligado a devolver esa liquidez a la plaza para evitar la profecía autocumplida y un colapso bancario generalizado. Aun si la buena fortuna nos preservase de una corrida, a mediano plazo el crecimiento incesante de los encajes remunerados -que entraña una estatización paulatina de los depósitos- llevaría a un nuevo plan Bonex.
En última instancia, la tasa de Leliq o Lebac es el costo de reprimir -más bien, postergar- inflación. Esta "nueva" medicina no hará más que agravar el desequilibrio fiscal y cuasifiscal.
Al crecimiento del déficit cuasifical hay que agregar el impacto en la recaudación por la severísima contracción económica que provocará la conjunción de una aplastante presión impositiva y paraimpositiva (y una probable caída paradojal de la recaudación, siguiendo a Laffer), reacomodamiento tarifario, caída de ingresos reales y tasas exorbitantes.
Un error de partida fue concentrar el discurso en el déficit fiscal (que agravó esta gestión). El tema central no es el déficit sino la desquiciada dimensión del gasto estatal. Es preferible padecer un desequilibrio modesto con un gasto limitado a tener las cuentas equilibradas con un gasto desorbitado. En el primer caso, la brecha se puede cubrir financieramente hasta resolverla; en el segundo, se salva aplastando al sector productivo.
La demanda agregada, asfixiada por una presión impositiva demencial y el impacto de la inflación creciente sobre los ingresos reales, recibe su tiro de gracia de la mano de tasas salvajes y -por diseño- al alza. El plan consiste en llegar a las elecciones pero sus diseñadores no son conscientes de que, por este camino, lo que está en riesgo no es una recesión sino una depresión mayor.
Esta "nueva" política económica lleva a un extremo la aplicada en estos tres años: más restricción monetaria, más deuda, más impuestos, nada de reformas de fondo. No resuelve ningún problema de fondo, sino que los agrava y genera nuevos.
El autor es economista
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