La pandemia de coronavirus obliga a la economía argentina a recalcular
La propagación del coronavirus implica un cambio radical en el escenario económico para nuestro país, que experimentará una caída del nivel de actividad no visto desde la crisis de 2001. ¿Qué debería hacer la Argentina en estas circunstancias? ¿Qué es lo más probable que haga y cuáles serán las consecuencias sobre la actividad, el empleo y la inflación?
A esta altura queda claro que el costo económico de la crisis del covid-19 será elevado, muy heterogéneo por sectores y tipo de hogares, y que puede tener implicancias en la economía, incluso luego de que la emergencia sanitaria haya sido superada. El daño dependerá de cuatro factores: duración de la o de las cuarentenas, las restricciones que persistan sobre algunos sectores, el impacto sobre nuestras exportaciones, y la respuesta de política económica.
La duración de la cuarentena dependerá de cuán efectivamente se implemente y de la capacidad de efectuar testeos masivos. En el primer aspecto estamos relativamente bien parados, ya que la Argentina comenzó la cuarentena en una etapa temprana del ciclo de propagación del coronavirus, al menos en comparación con otros países. Estamos, sin embargo, desesperadamente retrasados con respecto al resto del mundo en cuanto al número de testeos. Hasta esta semana, la Argentina –con 44 millones de habitantes– estaba haciendo aproximadamente 300 testeos diarios, contra 5000 en Chile (con 18 millones de habitantes).
La falta de capacidad de realizar testeos masivos nos crea un gran problema, porque en su ausencia habrá que extender la cuarentena más allá de lo necesario, generando costos sociales y económicos importantes. Por cada semana donde el país funciona a, digamos, el 50%, se pierde cerca del 1% del PBI del año. Pero la cuenta no es tan lineal porque, a medida que pasan los días, las empresas, los empleados y los cuentapropistas no generan ingresos, y entonces empiezan a multiplicarse los problemas financieros, las quiebras y los despidos.
Así, la actividad económica se contraerá al menos un 5% este año en el escenario más optimista en cuanto a manejo de la pandemia y de la reestructuración de la deuda, y más cerca del 9% en escenarios de cuarentena más prolongada. La posibilidad de estallidos sociales no es menor en este contexto, dada la cantidad de trabajadores que están en el mercado informal o que son cuentapropistas y a los cuales es más difícil hacer llegar ayuda estatal.
Para atenuar el golpe económico, muchos países del mundo están implementando importantes programas de estímulo fiscal y monetario. En los Estados Unidos, el Congreso aprobó un paquete fiscal por el equivalente a 10% del PBI (en términos de nuestra economía, es como si el gobierno hubiese implementado un programa de más de US$40.000 millones), incluyendo diferimientos impositivos, pagos directos a las familias de menores ingresos y estímulos a las empresas, entre otros. La Reserva Federal, su banco central, anunció un programa masivo de impulso monetario, que incluye desde la compra de deuda del gobierno, de las municipalidades y de empresas, hasta la provisión de liquidez en dólares en distintos mercados locales e internacionales. A pesar de todo este estímulo, las proyecciones de crecimiento de ese país durante 2020 cayeron de aproximadamente 2% positivo a cerca de 2% negativo.
Este tipo de impulso no es patrimonio exclusivo de los países desarrollados. En nuestra región, varios países están implementando políticas expansivas para mitigar el impacto de la crisis. En Chile, por ejemplo, el gobierno propuso un paquete fiscal equivalente a 5% del PBI, y su banco central está expandiendo la oferta monetaria y ayudando a sostener distintos mercados públicos y privados de deuda. Su gobierno cuenta con ahorros de la época de precios elevados del cobre, crédito por haber mantenido una política fiscal sana durante muchos años, y su banco central tiene la credibilidad que da no haber usado la máquina de imprimir billetes para financiar al gobierno.
Aquí, las cosas son distintas. En la Argentina, la capacidad de atenuar el impacto del coronavirus mediante medidas fiscales y monetarias es casi inexistente. Esto es el resultado de décadas de déficit fiscales y crisis monetarias, pero más que nada de habernos despilfarrado los más de US$130.000 millones que nos dejó el boom de commodities durante el mandato de Cristina Kirchner. En lugar de haber ahorrado en la época de vacas gordas, su gobierno terminó con un déficit fiscal de más del 6% del PBI y el Banco Central, luego de haber destinado US$64.000 millones de sus reservas internacionales a financiar al gobierno, terminó con reservas netas (de préstamos internacionales y depósitos privados) negativas. Luego, acabada ya la época de vacas gordas, el gobierno de Mauricio Macri no supo o no pudo reducir este desequilibrio a tiempo.
Así, cuando más lo necesitamos, el programa de ayuda fiscal anunciado por el Gobierno brilla por su modestia. Dejando de lado algunos anuncios crediticios o de obra pública que se tornan irrelevantes en este contexto, el monto de la ayuda real vía AUH o el anunciado Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) no debe llegar al 0,5% del PBI. Además, sin crédito y con la recaudación fiscal cayendo estrepitosamente, toda la expansión fiscal está siendo financiada mediante la emisión de moneda. El Banco Central ya lleva emitidos $390.000 millones para financiar al Gobierno desde el 10 de diciembre, de los cuales $125.000 millones fueron prestados en marzo (hasta el día 19). Es decir, cualquier programa de apoyo fiscal terminará alimentando la inflación, que perjudica especialmente a los más pobres. Además, como pocos quieren esos pesos, aumentará la demanda de dólares y por lo tanto la presión sobre el tipo de cambio.
La caída en las ventas y la falta de asistencia fiscal traerá un impacto muy fuerte en las empresas, los cuentapropistas y las provincias. El principal problema que enfrentan es lo que en finanzas se denomina apalancamiento. El apalancamiento puede ser financiero u operativo; el primero es la existencia de deudas financieras, que requieren el pago de intereses y/o amortizaciones para evitar entrar en default; el apalancamiento operativo se refiere a la estructura de gastos fijos como sueldos, impuestos o alquileres. Para el sector privado, la crisis implica una caída fuerte en las ventas, pero al mismo tiempo tiene que seguir pagando sueldos, impuestos y alquileres. El Gobierno debería dar flexibilidad para bajar salarios y debería diferir y reducir los vencimientos impositivos. De otra manera, proliferarán los despidos, los incumplimientos impositivos y las quiebras.
El sector público tiene, en particular, un apalancamiento operativo demasiado elevado. Los 3,7 millones de empleados públicos a nivel nacional, provincial y municipal, las jubilaciones y los múltiples programas sociales ya representaban una carga excesiva para el sector privado. Después de la crisis del coronavirus, esta carga es simplemente impagable. En las provincias, donde trabajan unos 3 millones de empleados, las alternativas son la reducción drástica de sueldos estatales o el resurgimiento de cuasimonedas. La razón es clara: las transferencias del gobierno nacional por coparticipación a las provincias están colapsando. Como la coparticipación es el principal ingreso de la mayoría de las provincias, muchas de ellas no tendrán pesos para pagar a sus empleados.
Dada la falta de crédito público, de confianza en la moneda y de capacidad de testeo masivo, lo más probable es que nuestra economía se contraiga fuertemente en los próximos meses. La inflación aumentará y lo hará de manera heterogénea en cada provincia. Ojalá haya acuerdos entre privados y entre empresarios y sindicatos que permitan atenuar el impacto permanente de la crisis, evitando despidos y quiebras masivos.
Las crisis, con todas sus miserias humanas y económicas, nunca deben pasar en vano. De esta, los argentinos debemos aprender a nunca más despilfarrar ingresos extraordinarios, a nunca más derrochar en el sector público, a nunca más a meter mano en el Banco Central, a decir nunca más a la corrupción, y nunca más a un modelo económico de mercadointernismo rentístico que nos llevó a multiplicar los pobres.
El autor es economista. PhD (Universidad de Pensilvania); fue economista jefe para América Latina de Bank of America Merrill Lynch. Coautor de ¿Por qué fracasan todos los gobiernos? c/S.Berensztein
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