La oportunidad de torcer un rumbo de colisión
El acuerdo preliminar para alivianar la mochila de la deuda externa, alcanzado por el ministro Martín Guzmán con los principales grupos de bonistas privados, es la primera buena noticia económica en lo que va de 2020. No necesariamente debería ser la única; pero eso dependerá de lo que haga -o deje hacer- el gobierno de Alberto Fernández en los próximos meses.
Por lo pronto, la reestructuración despeja uno de los principales factores de incertidumbre que venía de arrastre desde el último tramo de la gestión de Mauricio Macri. Otro default prolongado hubiera sido un golpe de nocaut para cualquier perspectiva de recuperación de la economía argentina que, sin crédito externo ni otro recurso que emitir pesos, transita por su tercer año de recesión, agravada por los interminables coletazos de la pandemia de coronavirus y la cuarentena récord en el AMBA. En el segundo trimestre, el desplome del PBI contra el primero fue equivalente a una tasa anualizada de 53,3% según el Estudio Broda, que prevé una caída de 13% para este año.
También el arreglo muestra que Alberto Fernández transformó la necesidad en virtud. La decisión política de evitar el default marcó una diferencia con el peronismo que a fin de 2001 festejó y ovacionó en el Congreso la cesación de pagos del país como si fuera un pagadiós sin mayores consecuencias. Ahora el acuerdo cosechó además el apoyo casi unánime de la dirigencia política, empresarial y sindical. Aunque no lo parezca, la previsibilidad tiene sus adeptos.
Si bien el prontuario argentino puede explicar el recelo de los grandes fondos de inversión, que reclamaron revisar las cláusulas contractuales de los nuevos títulos del canje, el acuerdo es de conveniencia mutua y puede tener una alta aceptación.
Para los acreedores, porque la disrupción de la pandemia gatilló en el mundo desarrollado un endeudamiento récord de países y empresas a tasas de interés bajísimas, cercanas a cero o negativas. Con el plazo de gracia más acotado, un bono con cupón promedio de intereses de 3,4 % anual es más atractivo en las carteras que pasar un activo a pérdidas y litigar judicialmente. Para el gobierno mucho más, porque reduce a menos de la mitad la tasa de interés promedio de la deuda y le permite patear hacia adelante un calendario de pagos externos muy concentrado (US$ 30.200 millones en los próximos 5 años) e imposible de cumplir. Además, a lo largo de la negociación vino perdiendo reservas pese al cepo cambiario y el superávit comercial.
Con el alivio financiero acordado para la deuda bajo legislación extranjera (aquellos vencimientos se reducen a U$S 4.500 millones), es probable que por mucho tiempo el gobierno nacional no tenga acceso a los mercados financieros externos. Pero si el canje que cerrará a fin de mes resulta exitoso y baja sustancialmente el riesgo país (hoy en la zona de 2000 puntos básicos), permitirá que las compañías privadas puedan renovar créditos para financiar inversiones, exportaciones o importaciones y que una decena de provincias mejore el perfil de sus deudas.
El acuerdo no es un punto de llegada. Es importante porque evita un noveno default que aislaría otra vez a la Argentina del mundo, ahora en crisis por el inesperado y excepcional shock de la pandemia del Covid-19. Pero no resuelve los problemas coyunturales de la economía, agudizados por el mismo motivo; ni mucho menos los estructurales que arrastra desde hace décadas. A medida que se extiende la cuarentena sui generis especialmente en el AMBA (transformada de hecho en semi-obligatoria y semi-voluntaria), las expectativas para este año marcan un rumbo de colisión entre el discurso oficial y la cruda realidad socioeconómica. Los datos salientes: fuerte recesión; récord de gasto público, déficit fiscal y emisión de pesos con riesgos de mayor inflación en los próximos meses, más pobreza y alta brecha cambiaria.
Aun así, el gobierno podría transformar el escenario post canje en un nuevo punto de partida. Y en una oportunidad para torcer ese rumbo a través de señales políticas que generen confianza en el sector privado. Como ya lo expresó esta columna, si el Presidente no cree en los planes económicos, al menos debería definir un rumbo previsible más allá del corto plazo.
Un primer paso sería sincerar el diagnóstico. Antes de asumir Alberto Fernández ya tenía prevista la reestructuración de la deuda, para no pagar intereses y disponer de margen de maniobra fiscal para reactivar la economía y reducir la pobreza. Pero con la temprana adopción del aislamiento obligatorio, debió multiplicar el gasto (y la emisión) para destinarlo a la necesaria asistencia estatal a familias, trabajadores y empresas de sectores no esenciales afectadas por el súbito frenazo económico. En todos los casos, condicionada a no comprar dólares en el mercado oficial ni en sus variantes libres, que también fueron restringidas. Además, extendió el congelamiento de tarifas a costa de mayores subsidios e impuso precios máximos para la canasta básica sin considerar subas de costos, entre ellos los derivados de la adaptación a la emergencia sanitaria.
Otro, conectado con el anterior, es abandonar el discurso sobre la sustentabilidad de la deuda, que no tiene sentido mientras no se normalice la macroeconomía. Menos aun con la modesta hipótesis de crecimiento del PBI al 1,7% anual hasta 2030, avalada por el FMI, que tornaría insustentable el acuerdo que traslada los mayores pagos de intereses para después de los próximos dos períodos de gobierno y a la propia economía argentina, que necesita crecer a más del doble que esa proyección. A esta contradicción se suma la reciente emisión de deuda en dólares por US$ 1500 millones, que constituye un virtual seguro de cambio para los fondos extranjeros con bonos en pesos que ingresarán al canje de deuda local.
La mejor manera de asegurar la sustentabilidad de la deuda y la economía sería un acuerdo político entre oficialismo y oposición para establecer un "nunca más". No sólo al default, sino a sus causas recurrentes. O sea, a un Estado que gasta más de lo que puede recaudar sin ahogar al sector privado y a una economía que consume más dólares que los generados genuinamente. Un compromiso de este tipo evitaría el péndulo cambiario que describió el recordado economista Tomás Bulat: "después de una época de viajes baratos a Miami, se viene otra bastante más larga de vacaciones en Villa Gesell o Pinamar". Corría el año 2013, meses antes de la devaluación de Axel Kicillof y Juan Carlos Fábrega.
También permitiría repartir costos sin endosarlos y evitar la recurrente búsqueda de culpables fuera del oficialismo de turno. Sin ir más lejos, hace una década que el PBI per cápita está estancado, al igual que las exportaciones, la inversión y la creación de empleo privado. Entre 2010 y 2019, la inflación acumulada fue superior al 1300% que elevó la pobreza al 40%, amplió la desigualdad social y acentuó la salida de dólares del circuito económico. La pandemia agravó todo, pero no tiene responsables políticos.
Revertir este cuadro llevará tiempo una vez que pase la crisis sanitaria. Requerirá normalizar la macroeconomía, para iniciar una recuperación que pueda transformarse en crecimiento sostenible a base de mayor inversión privada y creación de empleos.
Una señal clave será replantear la política cambiaria, aun manteniendo los controles y revisar el impuesto "solidario" del 30% a la compra del cupo de 200 dólares que sostiene la brecha cambiaria e impulsa las ventas de dólares atesorados en el mercado paralelo. Así, lo que se recauda por este gravamen –que rige por cinco años- se pierde con una mayor economía en negro. No por casualidad la curva de compradores individuales viene aumentando mes a mes y en julio trepó a 4 millones de personas.
nestorscibona@gmail.com
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