La nueva desigualdad que surge después de la crisis de 2008
Desde el comienzo, las respuestas políticas a la crisis financiera de 2008 estuvieron teñidas por los recuerdos e interpretaciones de la Gran Depresión. Lo que se dice ahora habitualmente es que el mundo evitó una repetición de la catástrofe de entre guerras en gran medida porque los funcionarios tomaron mejores decisiones esta vez. Pero aunque hay amplio margen para autocongratularse, hay dos aspectos de la recuperación poscrisis que echan sombras sobre las celebraciones.
Primero, pese a una expansión monetaria y un estímulo fiscal sin precedentes, la recuperación ha sido débil y frágil. En la zona del euro, la crisis de esa moneda provocó un giro muy marcado a la contracción fiscal y, con ello, la vuelta a la recesión. Pero incluso en Estados Unidos, donde hubo abundante estímulo inicial, parece probable que la tasa de crecimiento de largo plazo se mantenga por debajo de los niveles precrisis.
La recuperación titubeante recuerda la década de 1930, cuando muchos economistas destacados, entre ellos, John Maynard Keynes, y el principal exponente de sus teorías en Estados Unidos, Alvin Hansen, decidieron que el mundo estaba entrando en una fase de estancamiento secular. El segundo alerta respecto del mundo poscrisis es más alarmante. Desde 2008, la desigualdad, que crecía incluso antes de la crisis financiera, ha dado un salto, debido en gran parte a las mismas medidas que se aplauden por haber evitado otra Gran Depresión. Las políticas monetarias no convencionales alimentaron un boom de activos, con los precios de las acciones por las nubes y precios prohibitivos para la población de las propiedades en centros económicos como New York, Londres, París y Shanghai.
Al hacerse más ricos los ricos, las clases medias se vieron estrujadas por tasas de interés nominales cercanas a cero que, en términos reales fueron en realidad negativas. Mientras el ingreso de la clase trabajadora se vio afectado por la creciente competencia por el empleo de países con costos laborales más bajos.
No es solo la política monetaria la que tiene un impacto polarizante. Los europeos que están considerando la aplicación de políticas keynesianas se enfrentan al costoso legado de proyectos de inversión pública del pasado. Esto vale tanto para países desarrollados como Grecia y España, como para economías en desarrollo y emergentes.
El lado desagradable del paquete de estímulo poscrisis en China se ventiló en el juicio de Liu Zhijun, que supervisó el desarrollo de la red ferroviaria de alta velocidad, cargo que le permitió adquirir 374 propiedades, 16 autos y 18 amantes. Cuando su condena a muerte parecía estar por conmutarse en favor de prisión estallaron protestas en toda China.
Esta indignación por la corrupción se ve reflejada en los disturbios populares que barren otras grandes economías de mercado emergentes aparentemente exitosas. Hasta el verano pasado el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdógan, parecía ser el genio responsable de un milagro económico sin precedente. Entonces anunció un plan para reemplazar el Parque Gezi lleno de árboles en Plaza Taksin de Estambul con una réplica de una barraca del ejército de la época otomana que albergaría un centro comercial, lo que detonó protestas populares masivas.
Los grandes eventos deportivos han producido reacciones particularmente poderosas. Polonia fue sacudida por un escándalo cuando las firmas extranjeras que ganaron los contratos para el campeonato de fútbol europeo de la UEFA de 2012 tomaron el dinero del gobierno, pero no pagaron a los constructores polacos a quienes habían subcontratado. En Brasil, en tanto, siguen las protestas contra la próxima Copa Mundial de la FIFA.
La economía política de proyectos de estímulo keynesianos pueden ser muy problemáticos, porque los ciudadanos comunes a menudo no tienen acceso a sus beneficios. Para un mundo que aún sigue sacudido por las consecuencias de la crisis de 2008, tales proyectos de alto perfil se ven como otro arreglo hecho para premiar a una elite corrupta.
Pero hay una distinción crucial: lo que está alimentando la desigualdad ahora no es el capitalismo desatado, sino los esfuerzos problemáticos de política pública para estabilizar las economías luego de la crisis. La competencia capitalista erosiona las ganancias de monopolio, mientras que con la política pública se corre el riesgo de crear privilegios enraizados. Hoy, cuando la política monetaria expansiva y el aumento del gasto estatal generan poderosas reacciones de los excluidos y desposeídos, los pasos que se den en nombre de evitar otra Gran Depresión pueden terminar exacerbando la polarización social.
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