La lucha del BCE para salvar el euro y conservar su autonomía
FRÁNCFORT—En medio de una reunión del comité ejecutivo del Banco Central Europeo a mediados de julio, su presidente, Jean-Claude Trichet, fue convocado a una sala de reuniones para atender una llamada urgente desde Berlín.
Era Angela Merkel. La canciller alemana y el presidente francés Nicolas Sarkozy estaban por reunirse en Berlín para tratar la crisis de Grecia y no se ponían de acuerdo sobre qué pérdidas estarían obligados a aceptar los inversionistas.
Confiaban en que el BCE pudiera mediar un compromiso.
"Quieren que vaya a Berlín", dijo Trichet a sus colegas al regresar a la reunión, preocupado por la posibilidad de involucrar más el banco central en la política y poner en riesgo su independencia.
Al cabo, Trichet y sus colegas del banco central llegaron a una conclusión que ha definido su estrategia frente a la crisis de la zona euro: el peligro de no ayudar es mayor que el de sumirse en la discusión política.
Trichet tomó el último vuelo de Lufthansa a Berlín y estuvo en el despacho de Merkel hasta pasada la medianoche, ayudando a forjar el nuevo plan de rescate griego, divulgado al día siguiente.
Los políticos europeos, incapaces de resolver la crisis de la zona euro, han pasado a depender cada vez más del BCE, una institución fundada para promover estabilidad de precios pero que ahora apuntala las finanzas de los países más frágiles de la zona euro. La expansión de su misión tiene consecuencias profundas para Europa porque al trascender su mandato, el BCE ha asumido un nuevo papel: el de la institución más poderosa de Europa. Muchos ahora creen que el BCE es la única esperanza de supervivencia del euro.
Ante el agravamiento de la crisis en las últimas semanas, un creciente número de autoridades ha exhortado al BCE a usar su herramienta más poderosa —su imprenta— para apuntalar los mercados de deuda con la compra de cantidades ilimitadas de bonos de la zona euro, cumpliendo el papel de prestamista de última instancia.
Hasta ahora, el banco central se ha resistido, arguyendo que carece de las facultades legales para hacerlo. De todos modos, pocos creen que el BCE permitiría el colapso de la moneda por defender ese principio.
Buena parte de Europa vivió una década de crecimiento tras el lanzamiento del euro en 1999, lo que pareció avalar la promesa de que una mayor integración europea generaría prosperidad. La crisis de la deuda que partió en Grecia hace dos años contradijo esa idea y desnudó las divisiones del continente.
Alemania, la mayor y más próspera economía de Europa, insiste en que los países derrochadores realicen profundos recortes del gasto público a cambio de ayuda, y se rehúsa a apoyar un mayor papel para el BCE. Su ortodoxia la ha aislado dentro de Europa así como en el comité ejecutivo del BCE. Muchos líderes europeos temen que afloren resentimientos nacionales si persiste la crisis, destruyendo no sólo el euro, sino la propia Unión Europea.
Al interior del BCE han surgido tres campos. Uno, encabezado por Alemania, se opone tajantemente a mayores compras de bonos, diciendo que el programa borra la frontera entre política fiscal y monetaria. Otro, liderado por el flanco sur de la zona euro, considera al BCE la única institución que funciona contra la crisis y la encargada de hacer todo lo que haga falta para apoyar los mercados.
Un tercer grupo pragmático, que incluye a Austria y Finlandia, ha aceptado compras limitadas de bonos soberanos, pero está perdiendo la paciencia.
El rumbo final dependerá, en gran medida, del economista italiano Mario Draghi, quien sucedió a Trichet como presidente del BCE este mes. Es incómodo que su primera gran decisión sea rescatar, o no, a su propio país, después de que el BCE se abstuvo de responder enérgicamente cuando otras economías, como Irlanda y Portugal, estaban en la mira del mercado.
"Un escenario es que la crisis llegue a un extremo donde se convierten en un gran banco central", explica Paul De Grauwe, economista europeo que opina que el BCE ha sido demasiado tímido en el combate de la crisis. "El otro escenario es que se imponga el dogmatismo y el todo el edificio colapse".
La influencia del BCE quedó en evidencia la semana pasada en Italia. Cuando el costo de financiamiento del país se disparó a niveles considerados insostenibles, el banco central se cruzó de brazos, en vez de intervenir en el mercado y comprar resueltamente bonos italianos para hacer bajar sus rendimientos, como había hecho previamente. Días después, cayó el gobierno de Silvio Berlusconi.
Establecido en 1998, el BCE fue fundado sobre un principio alemán que separa estrictamente los bancos centrales de los gobiernos, arraigado en la historia alemana. A comienzos de los años 20, el Reichsbank compró enormes cantidades de bonos gubernamentales, que pagó imprimiendo dinero.
El resultado fue la hiperinflación, un episodio traumático en la historia alemana. El sucesor del Reichsbank, el Bundesbank, salvaguardó la recuperación alemana de la posguerra concentrándose en el mandato único de velar por una baja inflación, un deber consagrado en la carta fundacional del BCE. Su primer presidente, el holandés Wim Duisenberg, era tan fiel a la tradición de independencia que les decía a los políticos, "Los oigo, pero no los escucho".
Durante la gestión de Duisenberg y los primeros años de la de Trichet, la política monetaria era rutinaria. Las autoridades miraban los indicadores de inflación, de crecimiento de oferta de dinero y de negociaciones salariales de los grandes sindicatos alemanes, y fijaban las tasas de interés en concordancia.
Todo cambió con la quiebra de Lehman Brothers en 2008 y, en especial, la crisis de Grecia a finales de 2009. Esta última expuso un defecto fundamental en la configuración del euro: una moneda y un banco central común sin una unión política.
Sin nadie más que llenara el vacío, el BCE tiró su libreto por la borda y apuntaló a los bancos con préstamos ilimitados a bajas tasas de interés y compras de bonos garantizados por decenas de miles de millones de euros. Mientras Grecia, Irlanda y Portugal avanzaban al impago en 2010 y 2011, el BCE quedó como la única institución de Europa capaz de entrar rápidamente en acción al crear euros para comprar bonos.
Hasta el momento, hay pocas pruebas de que las compras de bonos del BCE hayan rendido fruto. Grecia sigue en riesgo de caer en cesación de pagos a pesar de que el banco central compró 50.000 millones de euros de su deuda. En Italia, que no afronta los problemas de solvencia de Grecia, el rendimiento de los bonos a 10 años nuevamente bordea el 7%, pese a los cerca de 80.000 millones de euros en compras de bonos italianos por el banco central.
Si la entidad intensificara sus compras de bonos y no aplacara los mercados, el daño a su credibilidad sería devastador. Su gestión es un arte sutil que depende del aura de invencibilidad. Si los inversionistas pierden confianza en el poder del BCE, la credibilidad del euro sufriría un gran golpe.
Ahora, el BCE debe decidir si alejarse aun más de su misión central para salvar el euro. La partida de Trichet de la presidencia ofreció un epílogo adecuado para una gestión en que logró, en buena medida, preservar la autonomía de la institución. Una celebración de despedida en Fráncfort fue interrumpida por una reunión de emergencia para abordar la crisis, a la que asistieron Merkel y Sarkozy. "Son tiempos difíciles", advirtió Trichet en su última conferencia de prensa al mando del banco central. "Todos tenemos que estar a la altura de las circunstancias".
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