La historia de la heladería argentina que hace los gustos más raros del mundo
Dicen que los sentidos, en especial el olfato, mantienen a la gente unida a los recuerdos con raíces profundas. La remembranza de la infancia de la madre de Enrique y Roberto Espeche sigue así, intacta.
Para esa mujer, Mercedes, que hoy peina canas, el olor a dulce de esos trapiches moliendo caña de azúcar, como el aroma del algodón dulce que se vende en las plazas de pueblo, quedó grabado en su cerebro por siempre.
Con una niñez humilde, la chiquita vivía junto a su abuela al lado del ingenio San Pablo en el poblado del mismo nombre , que creció alrededor de la fábrica. Son unos 20 kilómetros hasta San Miguel de Tucumán, la capital provincial.
Todos los años, al comenzar la zafra, el aroma característico de la molienda, que inundaba el aire del alrededor, hizo que el sueño de esa niña fuera emprender un negocio que tenga que ver con el azúcar.
Los años pasaron y la pequeña se convirtió en adulta. Se mudó al pueblo vecino, El Manantial, se casó, tuvo tres hijos y un trabajo, pero su "proyecto dulce" seguía en letargo.
Serían sus hijos, ya profesionales, quienes por el año 2009 decidieron hacer del sueño de su madre una realidad. Y en el mismo pueblo que los vio nacer, "vaquita familiar de por medio", pusieron una heladería (de barrio nomás). El living comedor pasó a ser el local de venta; el cuarto de la hermana, la fábrica y la habitación de sus padres una especie de despensa donde se almacenaban los insumos.
"Plaza Crema era todo un desafío; dejamos nuestros trabajos para encarar el emprendimiento familiar", cuenta a LA NACION Enrique, de 37 años.
Y les iba ahí, con lo justo. Pero en el año 2012 todo se vino a pique. Sus ventas cayeron y solo alcanzaban la mitad de los años anteriores. O le daban un giro al negocio o cerraban el local, no había otra chance.
Ese invierno de 2013 decidieron encontrarle una vuelta. Entendieron que no podían equipararse con las grandes cadenas premium ni tampoco asemejarse a las marcas más baratas porque consideraban que tenían un producto de calidad.
Una noche de desvelo tirando ideas a los dos hermanos se les ocurrió desarrollar un modelo de heladería sin competencias. "Y por qué no hacemos un helado de arroz con leche como el que nos hacía la abuela [mamá de Mercedes], dijimos", recuerda. "Y ahí empezó todo. Los postres de nuestra infancia pasaron a formar parte de la carta de sabores de la heladería: mazamorra, budín de pan, pasta frola", agrega.
Pero debían seguir pensando y sumar gustos. Así agregaron los helados de vino, cerveza, gancia, fernet, mate cocido, zanahoria, mojito, chocolate picante, de roquefort y nueces. Luego se encerraron en la fábrica para tratar de volcar esas locas ideas nocturnas en un producto terminado.
En octubre de ese año reabrieron con 100 sabores disponibles. Los primeros clientes que cayeron al local fueron un fiasco: el helado de mate cocido no tuvo su aprobación. Pero ya el tercer cliente, no solo lo probó, sino que le gustó y lo llevó para su casa.
A partir de allí, con el boca en boca, más personas comenzaron a acercarse a conocer la heladería de los 100 sabores exóticos.
Al año siguiente agregaron más variantes. Café con leche y queso cheddar fueron algunos de los 20 sabores nuevos. En 2016 llegaron a los 150 gustos, entre los que estaban el de humo, el salado de guacamole y el de algarroba.
Pero la vida les tendría preparada una sorpresa inolvidable. Un mañana de septiembre, un auto negro con vidrios polarizados se estacionó frente a su negocio. Era el presidente Mauricio Macri , quien quiso conocer en persona ese emprendimiento tucumano del que una vez le habían hablado.
"Estábamos nerviosos, imaginate. Estamos en el medio de la nada y que el Presidente se haga un hueco y quiera conocernos, fue maravilloso. A partir de esa visita, las cosas se hicieron visibles", dice.
"Recuerdo que el Presidente probó un popurrí de gustos: el de mate cocido, remolacha, humo, cerveza, fernet, arroz con leche, chocolate picante y pistacho (su gusto favorito), pero el que más le gustó fue el de mate cocido", agrega.
Con un kilo a $300, el promedio de venta por temporada ronda los 7000 kilos. Abren de septiembre a abril y el resto de los meses se dedican a rediseñar e innovar el negocio. Enrique considera que aunque esta temporada no fue tan buena (el clima, un factor fundamental, no acompañó), poco a poco van creciendo.
Para el verano próximo, como innovación, añadirán una experiencia astrológica (una lectura tarotista a partir de los helados elegidos), un museo donde se cuenten historias de los sabores diseñados y 30 sabores más, entre los que están el de humita, el de dorijaky (postre japonés) y el de mojito de albahaca.
"Pero el que más nos entusiasma es el de yerbiao. En el norte argentino durante la yerra, la gente se posa sobre los cerros a mirar el espectáculo y toma un mate cocido comunitario servido con aguardiente", cuenta.
Enrique y su hermano están orgullosos de haber materializado el anhelo de su madre y constantemente recuerdan su infancia llena de necesidades. "Otro gusto que queremos hacer es el de guarapo (miel de caña) para rememorar el postre que comía mi mamá todas las noches, que lo acompañaba con pan", recuerda.
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