Fue el más grande conquistador de todos los tiempos, pero terminó devorado por su fuego interior. Su propio nombre quedó para siempre ligado al adjetivo magno, que denota justamente grandeza, algo que le sobró durante toda su vida. Alejandro III, el macedonio que en solo 13 años conquistó todo a su paso, no pudo sin embargo dominar su propia naturaleza y, aunque el golpe de gracia se lo dio una especie de "jarra loca" de su época, lo que lo mató fue su inagotable ambición y la sensación de ser incomprendido por su ejército.
Alejandro nació el 21 de julio de 356 antes de Cristo (AC), en Pella, la antigua capital de Macedonia, al norte de Grecia . Fue fruto del amor de Olimpia de Epiro y de Filipo II, que habría quedado como el mayor general de la historia si no hubiera sido porque cometió un solo "error": tuvo un hijo que se llamó Alejandro.
Filipo enseguida supo que Alejandro sería su heredero, por eso lo preparó como al mejor: en lo militar lo adiestró él mismo, que había sido creador de la indestructible falange macedonia, mientras que para su instrucción intelectual le puso como profesor particular al hijo de su médico Nicómaco, nada más ni nada menos que el gran Aristóteles.
La vida de este muchacho macedonio está plagada de destellos que retratan el aura luminosa que lo rodeó desde su nacimiento. Una de ellas es la que cuenta que un día Alejandro fue con su maestro a conocer al gran artista Lisipo, que le haría una estatua. Al final, Aristóteles quedó solo con Lisipo y le preguntó: "¿Qué te parece el chico?". El artista le respondió: "Tiene la mirada y los rasgos de un dios".
Cuando cumplió 13 años su padre le hizo un regalo especial. Se trataba de un magnífico caballo negro, con una estrella blanca en la frente, pero que tenía un problema: era tan indómito que no alcanzaban cuatro hombres para contenerlo. Alejandro preguntó a Filipo cuánto le había costado y al oír "12 talentos", le apostó una suma igual a que lograba dominarlo. Soltaron el corcel y el joven lo amansó. Lo bautizó Bucéfalo (por la mancha blanca en su cara) y le dio las gracias a su padre, que emocionado le dijo: "Hijo mío, búscate otro reino. Macedonia no es lo suficientemente grande para ti".
Pero ¿cómo logró hacer eso Alejandro? Cuentan los historiadores que el joven descubrió que el caballo le tenía miedo a su propia sombra, por lo que para domarlo simplemente había que montarlo de cara al sol. Así lo hizo y se quedó con un caballo que lo acompañaría la mayor parte de su vida.
Como Filipo era amo y señor del ejército macedonio, su hijo le insistía para que lo llevara a la batalla. Pero su padre lo dejaba administrando el reino, porque consideraba que también debía aprender esos menesteres. Pero, por fin, en la batalla de Queronea, tuvo su bautismo de fuego. Tenía solo 18 años y esa fecha quedó grabada en la historia: 2 de agosto de 338 AC.
Ese día, no le fue encomendada una tarea sencilla, sino que se le pidió que se encargara del Batallón Sagrado, una fuerza de élite tebana que jamás había sido derrotada y que venía precedida por grandes victorias contra los espartanos. Se trataba de 150 parejas de homosexuales hombres que peleaban espalda con espalda hasta morir y se los consideraba invencibles.
Las fuerzas de Filipo vencieron al grueso del ejército rival (que estaba integrado por atenienses y tebanos), pero el gran general sabía que aún restaba lo más difícil: ver cómo le estaba yendo a su hijo con el duro hueso que tenía que roer. En eso, lo ve llegar a Alejandro al galope. Cuando estuvo junto a él, con total naturalidad, le dijo: "Padre, el Batallón Sagrado ya no existe". Filipo no lo podía creer, pero al revisar el campo de batalla comprobó que solo quedaban vivos cuatro oponentes vivos.
Dos años después de Queronea, y luego de algunos encontronazos con su hijo (que hasta incluyeron la ida de éste junto con Olimpia a otra ciudad), Filipo fue asesinado (supuestamente, por un tal Pausanias) y Alejandro se convirtió en aquello para lo que había nacido: rey de Macedonia. Enseguida decidió continuar con una tarea que ya tenía en mente su padre y que era nada más ni nada menos que invadir Asia y apoderarse del orgulloso imperio persa.
Los persas siempre habían sido como un tábano que volvían imposible la vida de los griegos. Desde las Guerras Médicas (490 AC. hasta 478 AC), venían atacando la península helénica y, aunque siempre habían sido rechazados, no dejaban de ser una amenaza molesta. Alejandro decidió entonces: "Basta de defendernos. Los iremos a buscar a su madriguera". Unió la Liga Panhelénica y marchó, con 50.000 hombres, a conquistar Asia.
La primera parada brava la tuvo contra un ejército comandado por sátrapas persas mezclados con griegos que se habían vendido al poder aqueménida. El encuentro fue en Gránico, en mayo del 334 AC. Antes de la batalla, sus generales le aconsejaron a Alejandro que no fuera él punta de lanza, porque podía ser un peligro innecesario. Él los fulminó con la mirada y les dijo: "Seré el primero en verles la cara a los persas. Mis hombres saben que arrostro los mismos peligros que arrostran ellos". Nadie opinó nada más.
Esto es lo que distinguía a Alejandro: hasta su batalla final fue el primero en cargar contra el enemigo y el último en retirarse. Otra anécdota lo pinta de cuerpo entero: cierta vez, estaban atravesando un desierto casi moribundos por la sed y Bagoas, un eunuco persa que era su preferido, le acercó un recipiente con las últimas gotas de agua. Alejandro, que encabezaba la fila, se lo tiró de un golpe y le dijo: "Si no hay para mis hombres, tampoco hay para mí". Por eso, su gente lo amaba.
En el Gránico, las huestes macedonias, una de las más perfectas máquinas de matar que vio el mundo antiguo, lograron una victoria aplastante. "Enseguida, llegó la noticia a Darío, el rey de los persas, que reunió su ejército y fue a su encuentro para detener al invasor de una vez por todas", dice Agustín Saade, profesor de la Universidad de Buenos Aires , que dicta la asignatura Historia Antigua II y es ayudante de trabajos prácticos.
El 5 de noviembre del 333 AC, chocaron en Issos, donde una vez más se impusieron los hetairoi y pezhetairoi de Alejandro. En un momento, este divisó al "rey de reyes" y encaró recto hacia él para materlo. Darío, entonces, huyó. Su cara de pánico perdura hasta hoy en el "Mosaico de Issos", que se conserva en el Museo Arqueológico de Nápoles.
Victorioso, pero no dueño aún del imperio aqueménida, Alejandro se dirige a Gordio, donde lo ponen ante el desafío de desatar el nudo gordiano, que encerraba una antigua profecía que rezaba que quien lograra desatarlo conquistaría Asia. Alejandro intentó un poco y cuando vio que era imposible desanudar ese manojo de sogas, desenvainó su espada y lo cortó. "Nada me impedirá conquistar Asia", exclamó.
Pero antes de ir por su tesoro mayor, se dirigió a Egipto donde también tenía algún "trámite" pendiente: coronarse faraón y visitar el oráculo de Siwa en medio del desierto, donde fue reconocido hijo de Zeus-Amón y declarado un dios. "De esta manera, Alejandro no solo legitima su conquista sobre los egipcios, sino que se hace reconocer un dios viviente para todo el mundo conocido", explica Saade, quien también es becario doctoral UBACyT.
Tras su desvío por la tierra de las pirámides, ahora sí, Alejandro podía ir por todo. Para la batalla final, la de Gaugamela, Darío había reunido 250.000 hombres, cinco veces más que el ejército macedonio. Y además había elegido el terreno, una extensa planicie en la ribera del río Bumodos, que lo beneficiaba por su superioridad numérica.
Según relata Valerio Massimo Manfredi, en su trilogía "Alexandros" (obra que en los noventa volvió a revivir el interés por la leyenda del joven conquistador), después que el gran macedonio expuso su plan de batalla, Seleuco, amigo personal y uno de sus generales, le preguntó: "¿Por qué aceptamos el combate en un terreno elegido por el adversario?". Él, con total calma, le respondió: "Es un plan magistral de Darío, para atraerme hasta acá y aniquilarme. Lo que no sabe es que yo he fingido morder el anzuelo y lo derrotaré de todos modos. Ahora, a dormir. Mañana, antes de que se ponga el sol, Asia será nuestra".
El 1° de octubre de 331 AC la batalla fue tremenda, pero Alejandro resultó determinante, al estilo de los grandes generales macedonios reconocidos históricamente por "ponerse al hombro" a su ejército. En un momento, se abrió camino en forma recta hacia dónde estaba Darío para matarlo. Los Inmortales, la guardia personal del rey persa, le cortaron el paso. Entonces, él arrojó una lanza que le erró por centímetros a su objetivo, pero mató a su auriga. Una vez más, "la presa mayor" huyó aterrorizada (poco después sus propios nobles lo asesinarían). El resto, fue pan comido.
Alejandro fue hasta un lugar elevado y gritó a sus soldados: "Como les había prometido, antes de que se pusiera el sol, hemos triunfado. Asia es nuestra, nada nos puede detener. Yo los llevaré hasta el fin del mundo. ¿Están dispuestos a seguirme?, preguntó. "¡Sí, te amamos!", gritaron al unísono sus guerreros, mientras golpeaban los escudos con sus sarisas.
Una vez más, Alejandro cumplió su palabra, los llevó hasta los confines del mundo conocido y en sólo diez años conquistó todo a su paso (su imperio abarcó lo que hoy se conoce como Turquía, la costa sur del Mar Negro, Irán , Irak , Afganistán , parte de la India , Egipto , Israel , Líbano y la Franja de Gaza , entre otros). "En el medio, se casó con la persa Estatira, tuvo como amante al eunuco Bagoas y se casó con la princesa sogdiana Roxana, que le dio su único hijo reconocido, que fue llamado igual que él", refiere Saade.
La vida de Alejandro no estaría descripta de forma completa, si no se hiciera mención a Hefestión, su "philoi" (palabra griega que engloba el significado de la amistad en la actualidad). "Nosotros la solemos traducir como amistad, pero hay que entenderla en un sentido mucho más cercano que el que le damos en la actualidad. Tan es así, que había amor y relaciones carnales entre ellos", precisa Saade.
Su gloria ha llegado hasta nuestros días gracias a las obras de Plutarco, Diodoro Sículo, Arriano y Quinto Curcio Rufo, quienes además de relatar sus victorias guerreras, destacaron detalles de su vida íntima y su influencia integradora entre las distintas culturas. A estos autores se debe sumar también el nombre de Mary Renault, que, con "Juegos funerarios" y "El muchacho persa", ayuda a completar una idea cercana de lo que fue el gran conquistador.
Alejandro a sus 32 años había conquistado el mundo, destruido al invencible imperio persa y se había convertido en un dios. Rey de los griegos, faraón en Egipto y soberano de toda Persia y parte de la India, tenía toda la gloria por delante, todos los tesoros a su disposición y se disponía a conquistar Arabia . Estaba en la cima de su poder. Pero... Siempre hay un "pincelazo" que lo estropea todo.
El 2 de junio de 323 AC, Alejandro estaba en el Palacio de Nabucodonosor II, en Babilonia, disfrutando de un banquete que había ofrecido su amigo Medeas de Larisa. En medio de la borrachera, los que lo rodeaban lo incitaron a tomar la Copa de Hércules (algo así como el antecedente clásico de la "jarra loca"). Él, que todo lo podía, hizo fondo blanco de esta copa, que contenía 1,5 litros de vino puro (los griegos lo cortaban con agua, pero la costumbre macedonia era beberlo puro).
Ahí empieza su desbarranco: muerto de calor, se tira a un río helado y, al salir, siente como si una flecha le perforara el hígado. Según relata Arriano, durante casi dos semanas, padeció fiebre alta, escalofríos y cansancio generalizado, unido a un fuerte dolor abdominal, náuseas y vómitos. Quedó postrado y pronto perdió el habla, hasta que el 13 de junio, cuando le faltaba poco más de un mes para cumplir los 33 años de edad, murió. El más grande conquistador de todos los tiempos, dio pié a su propia muerte al tomar de la "jarra loca".
Pero más allá del acto concreto que desencadenó en su fallecimiento, hay investigadores que que apelan a razones más líricas para explicar su final: Alejandro, en esta hipótesis, muere de incomprensión. Él, que era un dios y que todo lo podía, no logró digerir jamás que su ejército en un momento le diera la espalda y le pidiera terminar con la conquista desenfrenada.
La escena está extensamente narrada en varios libros, pero lo concreto es que, luego de una dura batalla con el rey Poros, en la India, los viejos soldados le piden expresamente que por favor los deje regresar para ver a su familia. El gran general delibera durante días, porque no quiere acceder a estos reclamos, pero finalmente (ante un inminente motín) acepta volver, pero sin entender cómo esa gente a la que él había convertido en dueña del mundo, no compartía ya su ambición.
Por eso, más allá de la versión de la "jarra loca" o de otras que afirman que murió de malaria o de fiebre tifoidea, no son pocos los que creen que lo que mató al hombre que nunca perdió una batalla fue una mezcla de ambición desaforada y de una depresión causada por la incomprensión de su amado ejército. Sea como sea, las palabras de su ya desaparecido epitafio parecen dar una pista final: "Una tumba ahora le basta a quien el mundo no le era suficiente".
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