Biocombustibles. ¿Son tan buenos como parecen?
La característica distintiva de nuestra civilización es el alto consumo de combustibles fósiles que energizan nuestras sociedades. Si cae la economía, disminuye el consumo energético. Hoy, distintas proyecciones económicas advierten que este año el producto bruto interno argentino registrará una caída en torno al 10%, lo que implicaría volver a los niveles de PBI que teníamos hace 14 años, y para el próximo año registrará un tímido rebote. Entre los economistas existe también coincidencia en que lo que ocurra con la inflación será determinante para la trayectoria y velocidad de la recuperación. Sin duda, la energía debe ser parte y aportar a esta recuperación.
Los precios de los combustibles son un factor fundamental para el funcionamiento y la competitividad de la economía y por eso es un tema que genera tensiones permanentes entre la industria del petróleo, el gobierno y los consumidores ya que nuestro sistema productivo y la dinámica de nuestras sociedades depende del transporte en sus distintas formas, y el 95% del transporte funciona con derivados del petróleo. Sin petróleo se para el mundo y colapsa nuestra civilización.
Justamente, la pandemia del Covid-19 paró al mundo y esto provocó un derrumbe en la demanda de petróleo y en los precios del barril. Esta situación es una buena noticia en el corto plazo. En el escenario crítico de la pandemia necesitamos que los combustibles sean lo más barato posible para facilitar la recuperación económica. En nuestro país, tradicionalmente el precio de los combustibles estaba determinado por cuatro componentes:
1- el precio del barril de petróleo (cotizado en dólares)
2- el costo de refinación
3- los costos de distribución y comercialización
4- los impuestos
Sin embargo, desde 2007 en la Argentina a estas variables tenemos que agregarle el costo de los biocombustibles. Y en estos momentos críticos es cuando debemos preguntarnos el sentido de pagar más caro las naftas y el gasoil para mantener una actividad que el mundo está empezando a cuestionar porque, a pesar de su nombre, el beneficio ambiental de su utilización no resulta tan claro y los costos de su uso impactan principalmente en las economías de los países en desarrollo.
Los hoy llamados biocombustibles se conocen desde hace muchos años, incluso antes de que la agenda ambiental estuviera vigente. El objetivo para su desarrollo estuvo impulsado por tratar de reemplazar al petróleo cuando este recurso escaseaba, no por políticas ambientales.
Por ejemplo, en 1948 el entonces presidente Perón, ante la escasez de recursos energéticos que sufría nuestro país, estableció un Plan Nacional de Energía por el cual creó la Dirección General de Combustibles Vegetales y Derivados que tenía a su cargo "...la obtención de alcohol de maíz y de otros cultivos". No hablaba de biocombustibles porque ese nombre empieza a usarse muchos años más tarde por motivaciones estratégicas y geopolíticas, tratando engañosamente de contraponerlos como alternativa verde a los combustibles derivados del petróleo.
En realidad, el petróleo también es un biocombustible y lo que hoy llamamos biocombustibles (bioetanol y biodiesel) deberían llamarse más precisamente "agrocombustibles". Los dos son producto de la transformación de la energía radiante del sol en energía química; la diferencia es que, en el caso de los combustibles fósiles, la energía solar ha sido concentrada en un proceso natural de cientos de millones de años, lo que hace que la tasa de retorno energético (energía invertida sobre energía obtenida) sea de treinta a uno. En cambio, en los agrocombustibles depende del tipo de cultivo.
En el caso del bioetanol obtenido a partir del maíz la tasa es un poco mayor que uno a uno y puede llegar a ser dos a uno si se consideran los derivados obtenidos en su producción. El bioetanol obtenido a partir de la caña de azúcar tiene mejor rendimiento energético y se justifica más, pero sigue dependiendo de subsidios para ser económicamente viable.
Además, el uso de tierras cultivables para la producción de etanol restringe el suministro de cultivos para la alimentación, con un impacto pronunciado en la alimentación del ganado y, por tanto, en la carne. Como resultado, el precio de todos los alimentos, no sólo los directamente relacionados con el maíz, aumentan.
En Estados Unidos, casi el 40% del maíz se utiliza para producir bioetanol y debido a que es el mayor exportador de alimentos del mundo, los precios de los alimentos han aumentado en todo el planeta. Así, el programa de subsidios a los biocombustibles funciona como un impuesto oculto a los alimentos, tal vez el más regresivo de todos los impuestos.
Desde el punto de vista ambiental, se requiere una gran cantidad de combustible fósil para producir, cultivar, cosechar, transportar y especialmente procesar un litro de etanol, consumiendo gran parte de la diferencia en las emisiones de carbono entre el bioetanol y la nafta. Además, un litro de etanol rinde energéticamente el 75% de un litro de nafta; y el biodiesel, un 87% del litro de gasoil, lo que baja el rendimiento de los motores. Cuanto mayor es el corte con biocombustibles, menor es el rendimiento y más caro resulta el costo de los combustibles.
Esto nos marca que los biocombustibles no son un negocio energético. Son un negocio de subsidios nacido por cuestiones geopolíticas, y que impacta, además, encareciendo el precio de los alimentos.
Para recuperarnos lo antes posible de los estragos de la pandemia necesitaremos de una multiplicidad de cuestiones. Entre las más importantes, tener la energía más eficiente y económica posible.
El autor es Director del Centro de Estudios de Energía, Política y Sociedad (Ceepys) y Profesor en la Universidad de Buenos Aires
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