La economía argentina y su eterno laberinto: ¿es posible bajar la inflación?
Una macroeconomía ordenada y la generación de confianza son condiciones básicas para un programa de largo plazo, según los economistas; por qué el país lleva décadas sin poder aplicar lo que hace falta y qué se espera para los próximos meses y años
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En los últimos días se viralizó un hilo de Twitter que comenzaba así: “Os voy a contar el quilombo que hay montado en Argentina”. Un economista español, que turisteando por Buenos Aires quedó atónito con la “maestría en finanzas personales” de los argentinos, intentó explicar el fenómeno inflacionario a sus compatriotas. “Les va a explotar la cabeza”, siguió. En su narración recuerda una frase que, supuestamente, dijo Paul Volcker. Se trata del economista estadounidense que llegó a ser director de la Reserva Federal en tiempos de Jimmy Carter y Ronald Reagan y bajó la inflación de 14,3% a 3% en dos años.
Según el español, Volcker afirmaba en su época: “La inflación es como la pasta de dientes, muy fácil de sacar del tubo, imposible de volver a meterla una vez que ha salido”.
La tasa de inflación promedio en la Argentina en los últimos 100 años fue de 105%, aproximadamente (el máximo histórico se dio en 1989, con 3079%). En la historia moderna, son más los gobiernos que han tenido que plantearse cómo atacar las causas o palear los efectos del aumento crónico de precios, que los que han tenido un respiro, en algún período esporádico de bonanza. Los últimos años, y los que están por venir, no son de estos últimos. Economistas, funcionarios, empresarios pero, fundamentalmente, consumidores, se preguntan cómo y cuándo volveremos a una inflación con parámetros considerados normales.
Los cinco economistas consultados por LA NACION para esta nota coinciden en un punto: no existe posibilidad de reducir el índice de aumento de precios sin un programa de estabilización macroeconómica, sin expectativas basadas en la confianza y sin sostenibilidad en el tiempo. Son ideas ya conocidas y algo teóricas. En definitiva, los tres “pilares” son flexibles y pueden adaptarse a múltiples tipos de planes a mediano plazo. Solo son incompatibles con un solo plan: no tener ningún plan.
Desde 1952, cuando la Argentina registró su primer índice de inflación de dos dígitos, hasta nuestros días, hubo ocho intentos de controlarla o eliminarla, según contabiliza Eduardo Fracchia, director del IAE Business School de la Universidad Austral. Hubo un intento de Juan Domingo Perón en su segunda presidencia; otro, en el mandato de Arturo Frondizi; luego, el plan Krieger Vasena; el “control forzado de corset” de José Ber Gelbard; la “tablita” de los años 70; el Plan Austral; la estabilización de Bunge y Born y, por último, el plan de Domingo Cavallo en la década del 90. “Solo uno de ellos fue exitoso y hoy tiene una memoria política terrible”, concluye Fracchia.
En los 78 años transcurridos entre 1944 y 2022, tan solo en ocho no hubo inflación, según un estudio de la Cámara Argentina de Comercio y Servicios. Seis de esos años están en el período de 1996 a 2001.
¿Y ahora? Según el economista, “no está dado el ambiente para un gran plan de estabilización. Para hacerlo, se necesita poder y, actualmente, no hay gobernabilidad. La inflación será de entre 50% y 70% en los próximos dos años”.
En similar línea opina Miguel Kiguel, director ejecutivo de la consultora EconViews y doctor de Economía por la Universidad de Columbia. “Por parte del Gobierno, hoy solo hay grandes enunciados de que la inflación es multicausal, por expectativas o inercial. El único plan presente es el del Fondo Monetario Internacional (FMI), que solo va a lograr que no siga empeorando el panorama”, afirma.
Para los especialistas, no están dadas las condiciones políticas para poner en marcha y sostener un plan sustancial de baja de inflación. Las razones son múltiples y algunas de ellas son: la falta de unidad de la coalición oficialista, un diagnóstico parcial o errado (según quién opine) sobre las causas, un clima de desconfianza en la dirigencia, la ausencia de bases para un acuerdo entre todo el espectro partidario para generar un plan que se sostenga por lo menos 10 años y, primordialmente, una macroeconomía intrínsecamente indexada a la inflación. El nivel de gasto público y el déficit fiscal requieren de un aumento sostenido de los precios para poder licuar los desembolsos diarios que las oficinas públicas tienen que cumplir para hacer frente a los subsidios, los planes sociales y la política monetaria, entre otras cuestiones.
“Se siguen sumando más gastos, más nombramientos de funcionarios, más tareas de las que, supuestamente, se tiene que hacer cargo el Estado. En una crisis, ¿cuál es la prioridad? Es como si no hubiera restricción, pero sí existe”, dice María Castiglioni Cotter, directora de C&T Asesores Económicos.
El gasto primario aumentó 2,8 puntos respecto del PBI entre 2019 y 2021, según apunta la economista. Aunque podría considerarse que la pandemia fue la principal fuente de grandes erogaciones hechas por el Estado, debido a los gastos en materia de salud, en asistencia social y en ayuda económica a pymes y empresas en general, la mayor parte del aumento ocurrió el año pasado. En 2020, la inversión pública se ubicó en 1,1% del PBI, mientras que en 2021 ascendió a 2,4%. Y el año pasado la mayor parte de los desembolsos no se realizó en etapas de cuarentena o restricción por el coronavirus, sino en los últimos meses del año. Según la Oficina de Presupuesto del Congreso, casi la mitad (49,1%) del gasto devengado anual se registró en el último bimestre. En el caso de transferencias de capital, ese guarismo fue aún mayor (53%), con un pico en noviembre, el mes de las elecciones generales.
“Cuando el Presidente presentó el acuerdo con el FMI, aseguró que no iba a haber ajuste. Vuelve a apostar por aumentar los ingresos y por que el gasto público, que dijo que va a crecer en términos reales este año, genere crecimiento económico. Pero hay que reflexionar. ¿Qué significa eso? ¿No ajuste de qué? La inflación es ajuste”, afirma Castiglioni.
Aunque la suba de salarios en algunos empleos formales pudo superar el aumento de los precios, debido a la ejecución de cláusulas de revisión de los acuerdos entre sindicatos y empresas, lo cierto es que los salarios reales, a nivel agregado, volvieron a caer durante 2021. Según Claudio Caprarulo, economista principal de la consultora Analytica, solo en cuatro de los últimos 10 años no registraron caída. “A medida que pasa el tiempo, se hace más costoso resolver los desequilibrios. Cuando la inflación crece a estos niveles, el salario no se recupera y es más difícil coordinar expectativas para apostar a que sea menor”, afirma.
Lo que viene
El primer dato de inflación de este año, el índice de 3,9% correspondiente a enero que se conoció el martes último, revolvió las proyecciones de algunos estudios privados y obligó al Gobierno a repensar sus propias cifras. Mientras que, según el relevamiento de LatinFocus Consensus Forecast, los economistas elevaron el índice promedio esperado para el año a 53,3%, casi dos puntos más que lo estipulado en el informe previo, el ministro de Trabajo, Claudio Moroni admitió, al hablar de paritarias para este año, que el Poder Ejecutivo espera un nivel de suba de precios de 40%, siete puntos más que lo presentado por Martín Guzmán en el presupuesto.
Las proyecciones al alza, con subas y bajas según el mes, pero con un piso consensuado cercano al 3%, llevan a las preguntas: ¿cuándo podría bajar la inflación? ¿y cómo?
Para los especialistas, el panorama para los próximos años no es favorable y es totalmente dependiente del acuerdo con el Fondo. El éxito o fracaso de la reestructuración de la deuda se evalúa como una bifurcación, un norte o sur.
Por un lado, porque es el único plan anunciado (por lo menos en parte) a la fecha y es mejor que la ausencia de uno. Permite moderar las expectativas de los actores económicos, no romper otras líneas de crédito y, en resumen, no defaultear. Pero, además, marca un destino. “El acuerdo es la herramienta de excusa para un sendero de baja inflacionaria”, opina Soledad Pérez , directora de Operaciones de Abeceb, que considera que se trata de un “programita” en un acuerdo “light”.
Por otro lado, porque implica que el Gobierno pueda hacerse de dólares para sostener la política monetaria y, con ello, el deteriorado valor de la moneda. “El FMI traza un horizonte. Nada garantiza que el Gobierno siga el plan, pero el ancla es que tendrán vencimientos stand by cada tres meses. Si cumple, se le desembolsa lo que vence y va pudiendo renovar lo que recibe. Todos los trimestres rinde examen. Podrían pedir un waiver, todavía no se saben las pautas de cumplimiento, pero se va acotando el margen de maniobra”, explica Castiglioni.
El hipotético escenario sin acuerdo con el FMI empeora los pronósticos, pero son pocos los economistas que consideran que podría desembocarse en una hiperinflación. Para Pérez Duhalde, el mejor escenario es de un piso de 50% para los próximos años, con una economía de lento crecimiento por el estrecho margen entre consumo y suba de tasas de interés y el “arrastre estadístico”.
Según el análisis de C&T Asesores, el peor escenario se dispararía si no se alcanza o si se incumple rápidamente la letra de un memorándum. Eso llevaría a una situación de crisis muy grande, advierten. Si bien es difícil pronosticar, estiman el piso en 80% de inflación y aseguran: “En el Gobierno tienen claro esto”.
“Llevaría a una corrida cambiaria, una explosión del dólar blue, pérdida de reservas, baja gobernabilidad con suba del dólar oficial y de la inflación. Hoy está atado con alambre. No parece que se aproxime ese escenario, pero no hay que minimizarlo. Las probabilidades son 10% caos, 90% sostenimiento de la situación”, dice Fracchia, que considera que la suba de precios oscilará en 60% anual en los próximos diez años, aunque podría modificarse con un cambio de gobierno y una consecuente modificación en la planificación macroeconómica. “Si la oposición gana y reduce la inflación a 10% en ocho años, es un logro interesante”, pronostica.
Pérez Duhalde estima un índice de precios al consumidor cercano a 55%, con acuerdo. Sin, estaría por encima del 65%. Cree que podría haber un “fogonazo inflacionario”, pero no una hiperinflación, porque “no están dadas las condiciones”.
Los economistas coinciden en que el contexto actual implica que un programa antiinflacionario es necesario, pero no probable y en que, si se pusiera en marcha, tardaría años en surtir efecto. El problema para la clase política queda en evidencia. Quien asuma los costos de empezar un camino de baja sostenida de los índices, no verá los beneficios. Pagará, frente a la sociedad y los votantes, el precio de un programa de baja del gasto, suba de tasas y aumento del tipo de cambio, pero no recolectará los beneficios de hacer todo eso. En este contexto, ¿es posible que un gobierno pueda mostrar algún nivel de éxito en el corto plazo de un plan que implemente para sostener las expectativas de triunfo contra la inflación? Así como Gretel dejaba migajas de pan para poder seguir el camino correcto, cualquier gobierno necesita alimentar la credibilidad futura.
“No existe el impacto inmediato para los que arrancan con niveles de inflación de entre 15% y 20%. Cuesta mucho ver algo rápido. Pero la Argentina está en un nivel suficientemente alto como para generar un esquema de la zanahoria y el conejo”, cree Kiguel. Según la opinión del economista, la alta inflación, con sus perjuicios, acarrea una “perlita”: el hecho de que un movimiento pequeño del porcentaje a la baja genera un impacto, tanto en la opinión pública como en la economía real, lo suficientemente significativo como para evidenciar el sendero positivo de mediano plazo.
Qué habría que hacer
El punto de partida actual para un plan de baja sostenida es complejo, porque se conjugan factores estructurales y coyunturales.
Los primeros son más desafiantes y se resumen en una costumbre argentina: la constante búsqueda de refugio en la divisa estadounidense o en cualquier otra alternativa circunstancial y rendidora para proteger el salario, ante sus permanentes desvalorizaciones del peso. Es un comportamiento que se volvió en mucho más que costumbre; se arraigó en la psiquis social, conductual de todos los consumidores argentinos.
Los segundos factores son más concretos, aunque no menos pujantes: precios, tipo de cambio y tarifas atrasadas, altos niveles de gasto público, emisión monetaria, salarios a pérdida, menos ingresos este año por la falta de DEG o impuesto a la riqueza y sequía. A eso se suma un contexto global adverso, con inflación en varios países (Estados Unidos registró un 7,5% en 2021) y aumento en los precios de bienes y servicios esenciales para la economía argentina, desde fletes internacionales hasta fertilizantes para la producción agropecuaria.
La inflación argentina, la tercera más alta del mundo, sentirá el impacto del fenómeno mundial de suba de los precios del petróleo, gas (que se importa) y de insumos industriales. Pero, dadas las altas tasas ya existentes, eso no tendría efectos significativos. “El efecto es marginal, no mueve la aguja”, dice Kiguel. El foco está puesto en el plano interno.
Los analistas ubican en su “top tres” distintas medidas. “En términos de lo que es posible, teniendo en cuenta lo que no está dispuesto a hacer el oficialismo, un programa antiinflacionario implica tasas de interés más altas, una política monetaria creíble y de sesgos contractivos y, por último, precios relativos alineados”, opina Kiguel. El economista no cree que el Gobierno sea proclive a mover la tasa de interés “todo lo que sea necesario”, y eso limita las posibilidades de baja de la inflación por la vía de desincentivar el consumo. Tampoco evalúa como algo posible una corrección rápida de tarifas, y sostiene que un programa de este estilo es improbable, porque en 2023 habrá elecciones y el Frente de Todos no querrá pagar esos costos.
“Todo proceso en el que tengas que ordenar precios relativos implica mayores presiones inflacionarias. Tendrán que resolver el problema cambiario. No significa hacer una fuerte devaluación, porque socialmente no es sostenible. Otro ejemplo claro son las tarifas. Se pueden seguir atrasando, pero se acumula desequilibrio”, dice Caprarulo.
Bajar el déficit y dejar de emitir son las dos consignas que prioriza Pérez Duhalde. Castiglioni, en sintonía, apunta a la independencia del Banco Central para que deje de asistir al Poder Ejecutivo a demanda.
Son tan solo los inicios, dependientes del sostenimiento en el tiempo, bajo la premisa de que los argentinos convivirán con una inflación estructural varios años más. Para los próximos, se espera un piso del 50% y, para 2022, alzas importantes en rubros con atrasos como combustible, gas, agua, servicios públicos, prepagas, telefonía, comunicación y educación, entre otros. Aunque este año no genera mucha esperanza entre los especialistas, el tipo de políticas a las que apuntan son de las que depende que el concepto de “varios años” no continúe agrandándose, hipotecando las décadas por venir.
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