La dolorosa y esperanzada huida hacia la tierra prometida
El escenario general ha entrado en una especie de nuevo statu quo paradojal que, en apariencia, ya no sorprende. La recesión se consolida; la alta aprobación del Gobierno, también. La paradoja simula dejar de serlo cuando pierde su carácter novedoso. El consumo masivo cayó, según Scentia, 4% interanual en enero, 4% en febrero, 7,5% en marzo y un preocupante 14% en abril. El Indec oficializó una contracción de la economía del 8,4% en marzo, que fue del 30% en la construcción, del 20% en la industria y del 17% en el comercio.
Los tres sectores son fuertes generadores de empleo. Sin embargo, la última encuesta nacional de Poliarquía volvió a registrar en mayo que un 57% de la población convalida y acompaña la gestión del presidente Milei.
“Yo hago sacrificios. Me estoy privando de muchas cosas. Pero lo hago porque tengo la esperanza de que esto va a cambiar”. Esta cita textual de nuestros últimos estudios cualitativos opera como buena síntesis del particular momento que atraviesa la sociedad argentina. En la primera medición que realizamos a mediados de febrero nos encontramos con este nuevo clima de época que llamamos “recesión con ilusión”.
En ese entonces sonaba extraño. Ya no. Ahora esa extrañeza se ha coagulado. A un lado y al otro de la grieta se reconocen tanto la violenta, profunda, densa y acelerada contracción de la economía real como la baja de la inflación (rondaría el 5% en mayo) y la inquebrantable fe de una mayoría de los ciudadanos. Atravesamos una instancia de tensión emocional, de sensaciones cruzadas por la contradicción.
De hecho, la última encuesta nacional de Pulso Research (2100 casos, 1 al 10 de mayo) señala que el principal sentimiento de la población es la esperanza: 38% de los ciudadanos lo expresan. Le sigue la incertidumbre, con el 21%, y recién luego emergen los aspectos negativos: tristeza/angustia, 17%; bronca/enojo, 11%; desilusión, 6%, y miedo, otro 6%. Sumados, aglutinan el 40%. Valor muy similar al de los ciudadanos que desaprueban de modo contundente la gestión.
Salvo alguna excepción, el consumo está lejos todavía de dar buenas señales. En abril, los despachos de cemento cayeron 36%; los insumos para la construcción, 33%; las bebidas con alcohol, 23%; las golosinas, chocolates y alfajores, 20%; la carne vacuna, 18,5%; las bebidas sin alcohol como gaseosas, aguas saborizadas y jugos, 17%; los productos de higiene y cosmética, 17%; los de limpieza del hogar, 16,5%, y los alimentos secos como fideos, arroz, aceite o yerba, 10%.
Los últimos datos oficiales sobre la actividad industrial confirman esta perspectiva. Si ahondamos en los sectores más cercanos al consumo cotidiano, nos encontramos con números que no dejan lugar a dudas. En marzo, la producción de muebles y colchones cayó 46%, la de pinturas, 35%; la de autos, 29%, igual que la de calzado; la textil, 25%; la de cervezas y gaseosas, 24%; la de motos, 23%, y la de productos lácteos como leches fluidas, yogures y quesos, 17%, igual que la de carne vacuna; la de fiambres y embutidos, 16%, y la de galletitas, 14%, al igual que la de vinos. No sorprende que el uso de la capacidad instalada de la industria haya sido de apenas el 53%. A todo el mundo le sobra stock. Si “no hay plata”, entonces “no hay ventas”.
Ilusión y esperanza
Como lo afirmó el gran antropólogo francés Marc Augé en el que fuera su último ensayo, La condición humana, publicado en 2022, “en el origen de la ilusión se encuentra el deseo”. Vemos lo que queremos ver, lo que anhelamos, lo que esperamos. Esa es justamente la definición que da el Diccionario de la Real Academia Española para algo tan difícil de precisar como la esperanza: “Estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea”. Está ahí, logramos divisarlo entre la bruma que nos rodea, caminamos hacia allá, vamos a llegar, va a suceder, nos moviliza, nos entusiasma, nos motiva, nos pone en marcha. Augé nos recordaba con la sabiduría de sus lúcidos 86 años que “la esperanza, tan ilusoria como suele revelarse, pide la huida hacia adelante. No se identifica con la felicidad, pero intenta huir de la desgracia”.
La esperanza siempre está adelante, más allá, en un “lejos cercano”, en una distancia lo suficientemente próxima como para convocarnos y tan distante como para que haga falta seguir marchando. Es siempre más un motor para irse de algún lugar, un magnetismo, una seducción, una dulce promesa, antes que una realidad.
Si algo están haciendo los argentinos hoy es huyendo, marchando, dirigiéndose hacia otro lugar, hacia una nueva tierra prometida que articula la mítica grandeza del pasado fundacional de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX –Alberdi, Sarmiento, Roca– con el brillo del silicio que propone la transformación digital del siglo XXI encarnada por el que hoy es su ícono máximo: Elon Musk.
Apenas a 13 días de haber asumido, las cuentas de la plataforma X que impulsan la imagen y la narrativa del presidente Milei empezaron a postear imaginarios concretos de esa nueva tierra prometida. Renders del país posible, imágenes que nutrieran la imprescindible ilusión, que dieran forma tangible a la esperanza, que permitieran visualizarla, “verla”.
En la cuenta @mileipresi 2023, por ejemplo, su titular comentaba que le había solicitado a la inteligencia artificial que diseñara cómo sería el país de Milei luego de unos años de su gobierno. Para ser más precisos, en 2031, es decir, dos mandatos. El texto era acompañado por una imagen donde se veía una especie de fusión misteriosa y muy atractiva entre Puerto Madero, Silicon Valley, Manhattan, Dubái y, por qué no, algún dejo de Ciudad Gótica.
Naturalmente, el aura de perfección y supremacía que ostenta la inteligencia artificial operaba como un refuerzo semántico implícito. Si lo dicen los softwares más desarrollados del mundo, “debe ser así”.
La cura, en vez de la anestesia
Apenas unos días después, el propio presidente Milei, reposteó un tuit de la cuenta Coherencia por favor, donde podía verse su imagen con la indumentaria de un monje. El alumno le preguntaba al maestro el motivo de su dolor. A lo que él respondía: “Es porque esta vez elegiste la cura en vez de la anestesia”.
A cinco meses de aquellos posteos que dejaron tempranamente asentada la lógica discursiva del Gobierno, estamos en una especie de “pausa”. Superada la euforia inicial y comenzando a sentir el cansancio en el largo trajinar del desierto, se habla poco y se da por sentado que lo hecho hecho está y lo dicho ya fue dicho. Ahora solo queda marchar y esperar.
Parecería que después de tanta intensidad la sociedad hubiera optado por cerrarse sobre sí misma para protegerse. Sabiendo que la espera una larga y desafiante travesía, al igual que a Ulises en la Odisea, aquel histórico poema de Homero del siglo VIII a. C., decidieron atarse al mástil de la nave para evitar caer en la tentación de los seductores cantos de sirena. Esas sirenas les proponen, como al mítico personaje, un agradable momento en el corto plazo. Sucede que esta vez una mayoría de los ciudadanos (entre el 55% y el 60%) dice haber abierto los ojos y saber que, si caen en la trampa de sus encantos, pierden una vez más la posibilidad de arribar a su verdadero destino, que queda bastante más allá de esta instancia próxima. Al igual que el legendario héroe, quien en su interminable viaje de diez años ansiaba llegar al remanso de su hogar, ceden goce presente a cambio de satisfacción futura.
Así estamos hasta hoy. Pero, debajo de la superficie, dos fuerzas poderosas se desplazan con la potencial capacidad de alterar significativamente el devenir de los acontecimientos. Y están acelerando. Una de ellas juega a favor del imaginario de futuro, lo abona, renueva las energías, lo potencia. La otra podría lastimarlo en su fibra más sensible, encarnando así otra de las figuras míticas de los poemas homéricos: Aquiles, el héroe de Troya. Homero relata en su otro gran poema, la Ilíada, que una flecha envenenada hiere de muerte al hábil guerrero por impactarlo en su único punto vulnerable: el talón. En la historia se lo conocería luego como “el talón de Aquiles” y simbolizaría la máxima debilidad de un individuo o un sistema.
El gran eslabón perdido
En el primer caso, estoy hablando del gran eslabón perdido del consumo que brilló por su ausencia durante dos décadas, con la salvedad del año 2017. Se trata de la gran estrella de esta hora: el ansiado y abrupto regreso del crédito hipotecario. En la actualidad este representa un exiguo 0,2% del PBI en la Argentina, mientras que en Paraguay es el 1,2%; en Uruguay, el 4%, y en Chile, el 26% (fuente: Argentina en Datos). A finales de los años 90 llegó aquí a un pico del 4,6%.
La Argentina es un país de tradición propietaria. Aun con todo lo que se ha deteriorado la economía a lo largo de las últimas décadas, acorde con las cifras del Indec, todavía casi el 70% de los ciudadanos viven en una vivienda propia. Grande, chica o mediana, lujosa, precaria o normal, reciente o añeja, comprada o heredada, ninguna de todas esas categorías invalida la más importante: dueño.
Siendo el octavo territorio más extenso del planeta, lo que históricamente sobró aquí fue el espacio físico. El proceso migratorio se diseñó para “poblar el país”. Tan fuerte resultó aquella dinámica que adquirió un carácter exponencial y aluvional: pasamos de apenas 1,9 millones de habitantes en 1869 a 12 millones en 1930. El inmigrante arraiga cuando justamente, como lo indica el término, logra echar raíces. Para eso es clave tener su casa. Porque ya nadie se la puede sacar y porque además es un patrimonio heredable. Una base que les dejará a los hijos desde la cual seguir construyendo.
El regreso del crédito hipotecario, en caso de consolidarse y masificarse, podría generar un cambio de carácter cultural. Tendría una fuerte relevancia económica, dado que la construcción es un sector multiplicador en la economía, pero su incidencia social es potencialmente mucho mayor. Quien tiene que pagar una cuota durante 10, 15 o 20 años para tener su casa, piensa muy distinto que aquel cuyo mañana más lejano es el próximo sábado.
Le cambia la perspectiva de la vida. Y está mucho más dispuesto a postergar presente a cambio de un mejor futuro. En nuestra sociedad, la idea de ser dueño es una tierra prometida única y personal, hecha a imagen y semejanza de cada sueño individual o familiar.
Por otro lado, el fantasma que ya se cierne sobre nosotros y que amenaza con hacer dudar a muchos de los que hoy marchan apretando los dientes y en silencio es el desempleo. No es lo mismo sostener la fe con trabajo que sin trabajo. Una cosa es perder poder adquisitivo y ajustarse, como reconocen estar haciéndolo casi el 80% de las familias, y otra muy diferente es extraviar la ubicuidad, la templanza y el sentido que brinda el empleo. El Indec publicará recién el 24 de junio próximo los indicadores del primer trimestre 2024. La información oficial de la Encuesta de Indicadores Laborales, que releva solo los empleos privados en blanco, indica que en los últimos cuatro meses se produjo una contracción del 1,4% en la cantidad de asalariados formales. Solo en marzo, la caída fue -0,6% vs. marzo de 2023, siendo la peor para ese mes desde marzo de 2002. El sector informal ajusta por nivel de actividad. Es de suponer que allí el empleo esté cayendo aún más.
Para entender este inédito momento, vale la pena recordar la cita atribuida a San Agustín: “La esperanza tiene dos adorables hijos: el enfado y el valor. El enfado al ver cómo son las cosas y el valor, para no permitir que continúen así”. De eso está hecha esta marcha, que es, sobre todo, una huida. De dolor y convicción. En el horizonte de los caminantes hay luces, pero también sombras. Imposible saber si llegarán a destino.