La crisis de sentido que opaca a los argentinos
Inflación e inseguridad dominan un escenario en el que el estado de ánimo colectivo no puede registrar los pocos datos económicos aún positivos; por qué la sociedad siente que esta es la crisis más desesperanzadora; recuperar la idea de proyecto es vital
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La Argentina se ha transformado en un país de exiliados en su propia tierra. El vínculo de los ciudadanos con el acontecer general está profundamente deteriorado y, en el extremo, borrado. Cansada de luchar contra él, la sociedad se ha desconectado del entorno que, se supone, debería contenerla. La economía real muestra indicadores de nivel de actividad, empleo, producción y consumo que en otras circunstancias hubieran afectado positivamente el humor social. Sin embargo, esta vez una pátina de grueso desasosiego, una inquietud permanente y creciente impide todo tipo de registro positivo. Lo uno está disociado de lo otro. Esa fórmula ya no funciona. El estado de ánimo colectivo ha virado hacia un gris oscuro que todo lo opaca.
La economía y la producción industrial crecen al 6%. El desempleo está por debajo del 7%. Todos datos del Indec. En agosto las ventas en las grandes cadenas de supermercados, contra lo que todos esperaban, crecieron 4%, según Scentia. La gran mayoría de los sectores del consumo de corto plazo –alimentos, bebidas, cosmética, electrodomésticos, tecnología, indumentaria, restaurantes, recitales, teatro, cines, turismo, motos, construcción, decoración– tienen hasta ahora un año positivo o muy positivo, tanto en ventas como en rentabilidad. Sin embargo, nada de esto moviliza ni entusiasma a la sociedad, más allá del disfrute personal inmediato y efímero.
Ni siquiera el histórico morbo del ave fénix logra sacudir a los argentinos y sacarlos de la agónica apatía que los ha vuelto inconmovibles. Afirman que esta no es la peor crisis que hemos vivido, pero sí la más desesperanzadora. Vistas en retrospectiva, la hiperinflación de 1989 o la crisis de 2001/2002 fueron peores, pero en ambos casos se tocó fondo y se salió. En cambio, ahora no se prevé una explosión que oficie del siempre peligroso, doloroso e imprevisible “borrón y cuenta nueva”, sino una degradación lenta y continua que implosiona cada día. Se sienten en una especie de pantano o arena movediza que indefectiblemente les devora el alma. Por eso no hay esperanza posible.
A la hora de pensar en su vida personal, la gente va recuperando progresivamente el entusiasmo, los afectos, las salidas, los encuentros, algún proyecto, la salud, el estado físico, la calle. Cuando les toca pensar y expresarse sobre el país la angustia los enmudece. Les cuesta hablar porque sienten que son palabras perdidas, una energía emocional muy costosa que se malgasta. Al hurgar en el trasfondo de sus sentimientos nos encontramos con que anhelan algo que en nuestro país parece haberse transformado en un oxímoron, un contrasentido lógico, un imposible: tranquilidad. La conclusión mayoritaria es que, así como vamos, la Argentina no tiene futuro.
Algunos clausuran el intento y deciden emigrar de manera efectiva. El fenómeno no es exclusivo de las élites, sino que alcanza también a una parte de la clase media. En ciertos casos ya se concretó, en otros es parte de un plan y finalmente están quienes por ahora lo piensan y lo conversan, pero todavía no se animan a dar ese paso tan difícil, controvertido y, en general, de sabor agridulce. El tema es vox populi entre los jóvenes, quienes junto con los de mayor edad fueron los que más sufrieron las consecuencias emocionales de la pandemia y los confinamientos. La tensión entre ellos crece. Nacidos en la era de internet y criados entre redes sociales, el mundo es su lugar natural. Cuando el salario formal en dólares –medido al valor del blue–, que era de 1500 dólares en 2011 y 1700 dólares en 2017, hoy orilla los 600 dólares, ese mundo les queda cada vez más lejos.
El resto que no se va, que es la gran mayoría, a la hora de analizar el país oscila entre la depresión, el enojo, la bronca y el desgano. Para muchos el exilio no es una opción válida o posible, para quienes sí podría serlo, no es todavía momento de decidir. Flota en ese gran grupo la idea de que quizá las cosas podrían mejorar, aunque son plenamente conscientes de que el proceso será arduo, trabajoso y largo.
Quizá sea esta una de las pocas buenas noticias que hoy pueden encontrarse al indagar dónde está parada la gente con relación al devenir del país: hay una toma de conciencia de la magnitud de las dificultades y de la imposibilidad de las soluciones mágicas y los atajos.
Desprotegidos y vulnerables
A la hora de ponerles nombre a las preocupaciones sociales, la inflación y la inseguridad dominan de manera homogénea y monolítica las encuestas de opinión pública más recientes. Ambas aparecen desmadradas y fuera de control. Asustan y alteran la vida cotidiana.
Cuando indagamos en profundidad qué hay detrás de estas manifestaciones tangibles y evidentes, nos encontramos que operan como síntomas de un dolor más profundo que las incluye, pero las trasciende. Lo que vibra hoy en la Argentina es una profunda sensación de desprotección. Luego de haberse enfrentado durante dos años a la vulnerabilidad, los ciudadanos sienten que, al salir, se encuentran desnudos en la intemperie. El sistema no los cuida, no los protege, no los ayuda a sanar. Por el contrario, arremete contra ellos sin considerar la fragilidad psíquica y espiritual que arrastran desde el encierro y el miedo.
Agotados y desorientados, con frustración e impotencia, ya no se preguntan por qué la inflación va camino al 95% anual ni por qué es imposible comprar una casa a crédito, como en Chile o en Uruguay, o por qué ahora hasta resulta tan difícil adquirir un auto 0 km: se venderían este año unas 400.000 unidades, cuando en 2013 fueron 950.000 y en 2017, 900.000. Por segundo año consecutivo se comprarán en la Argentina más motos que autos.
La pregunta de la sociedad cambió de rango. Ya no indagan por qué, simplemente porque no les interesa saberlo. Los ciudadanos están cansados de respuestas que desde la argumentación técnica y racional pueden sonar lógicas y razonables, pero que desde lo fáctico no han logrado resolver el problema, sino empeorarlo.
Ahora el interrogante es “para qué”. ¿Para qué trabajo y me esfuerzo? ¿Para qué estudio? ¿Para qué me levanto temprano a la mañana? ¿Para qué me quedo en este país? ¿Para qué pregono y valoro el mérito si al final todo parece dar lo mismo? ¿Para qué “empujo” si el sistema, mucho más poderoso, usa toda su fuerza en contra?
Estas son algunas de las conclusiones de nuestro último relevamiento cualitativo del humor social basado en focus groups realizados con personas de todas las clases sociales e ideologías políticas.
Esta vez la crisis ya no es solo económica, social o política, algo que los argentinos han atravesado innumerables veces en la historia. Y de lo cual han sabido recuperarse. La percepción mayoritaria de una espiral descendente que no se detiene la hizo escalar a una dimensión superior, más honda y profunda.
La crisis ha mutado de lo coyuntural a lo trascendente. La crisis es de visión, de horizonte, de camino, de “plan”.
Como especie, los seres humanos estamos dotados de una capacidad única: la posibilidad de imaginar el futuro y convocarnos desde allí para caminar hacia él. Cuando las circunstancias, de manera real o simbólica, mutilan ese engranaje vital, todo lo demás deja de importar. Las personas se refugian en la individualidad, no por egoísmo, sino por prevención. Se desligan de un entorno que las hostiga aferrándose a sus afectos primarios bajo el instinto de supervivencia.
Para recuperar el imaginario de país será perentorio devolverles a los argentinos algo que hoy sienten como robado, sustraído, quitado: el sentido. Solo cuando recuperen la idea de un proyecto que los entusiasme podrán ponerse en movimiento y dejar atrás la opacidad que hoy los abruma, los paraliza y los apaga.
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