La Argentina frente a las vocales
En los últimos dos meses, la Argentina experimentó un notable vuelco en las expectativas de los agentes, de un moderado optimismo a un marcado pesimismo y creciente incertidumbre. En los últimos días, finalizada la tregua con el campo y reiniciado el paro, subió la tensión en los mercados financieros, sin que ello pueda atribuirse a la crisis internacional (el riesgo argentino está hoy en 546 puntos básicos y subió 136 en lo que va del año, mientras que el EMBI Latam sin Argentina bajó 10 bps), con agentes que se refugiaban en el dólar, más reacios a renovar sus depósitos a plazo y desprendiéndose de bonos de la deuda ante rumores de todo tipo, incluso infundados. Si bien el Banco Central (BCRA) actuó prolija y eficazmente frente a la situación, las dudas se han instalado y como si se hubiera accionado un enorme limpiaparabrisas, la sociedad comenzó a calibrar de manera diferente problemas que venían de arrastre. Así, se ha generado la percepción de lo que hemos dado en llamar el problema de las vocales, AEIoU: o cambiamos las políticas en cuanto al Agro, la Energía y la Inflación o nos Undimos (sí, nos comimos la H, ¿vio?). La economía argentina podría compararse con un paciente que sigue sano pero la dificultad reside en el médico.
En cuanto al agro, el país enfrenta una oportunidad histórica para aprovechar: prácticamente todo lo que la Argentina puede ofrecer al mundo ha subido de precios. Los excepcionales términos de intercambio (precios de exportación relativos a los de importación), récord de la historia argentina, parecen esta vez ser duraderos. Pero en lugar de aprovechar esta oportunidad hacemos uso y abuso del peor de los impuestos: las retenciones. Todo impuesto distorsiona decisiones privadas y afecta comportamientos; la cuestión pasa por elegir los mejores impuestos, aquellos que menos las afectan.
Pero, en lugar de imponer, por ejemplo, un impuesto a la renta potencial de la tierra se siguen aumentando las retenciones, que son, en estas circunstancias, el peor de los impuestos porque: i) desestimulan crecientemente la producción de uno de los sectores más innovadores y modernos, con gran capacidad de reacción a los estímulos de precios: la producción agrícola pasó de 35 millones de toneladas en 1990 a casi 96 millones en 2008, gracias mayores rendimientos y no por expansión del área sembrada; ii) la magnitud del impuesto genera crecientes "desperdicios" para la sociedad debido al empeoramiento en la asignación de recursos, y iii) al desestimular las exportaciones se pierden los crecientes beneficios del comercio internacional en un mundo globalizado.
Un país que exporta los bienes en que tiene ventaja comparativa puede importar aquellos bienes en los que no tiene dicha ventaja o acumular reservas, con un retorno social mayor que cualquier otro gasto público.
Frente a este nuevo escenario mundial, si la idea es mejorar la distribución del ingreso (objetivo que compartimos), los precios internacionales son tan altos y las perspectivas tan buenas que, si la Argentina quisiese, sería el único país del mundo que podría dar alimentos gratis a todos sus pobres con el producido de la exportación.
En materia de energía, tras seis años de intervencionismo estatal excesivo, discrecional, cortoplacista y precios artificialmente bajos, se llegó a una situación de fuerte "sub-inversión" e insuficiente expansión de la oferta en casi todos los mercados energéticos. Particularmente preocupantes son las limitaciones en el abastecimiento de gas natural para un país que es "gasdependiente".
Menos reservas
Las reservas de gas cayeron y la producción se estancó. La caída de las exportaciones (-53.5% en 2006 y -59.4% en 2007) y el aumento de las importaciones han permitido seguir abasteciendo el consumo creciente. Sin embargo, el "regalo" de gas (también de electricidad) a los usuarios residenciales del Gran Buenos Aires (que pagan $ 0,27 por metro cúbico contra $ 6,61 en Brasil) y del GNC (autos y taxis) llevó a la necesidad de racionar el consumo industrial y de sustituirlo en la generación de electricidad por combustibles como gasoil y fueloil, mucho más caros e ineficientes.
Cuesta digerir los parches para paliar la situación: se hace un acuerdo con Bolivia de provisión de gas (de dudoso cumplimiento), pagándole US$ 7,785 por millón de BTU (unidad de medición británica) que a partir de junio se convertirá en US$ 9. Mientras nuestros productores reciben sólo US$ 01,4; por el gas del barco regasificador de YPF vamos a pagar más de US$ 16 por millón de BTU.
Y la lista no acaba: imponemos al crudo una retención marginal de 100% con lo que los productores locales reciben, de hecho, US$ 38 por barril cuando el crudo en el mundo vale US$ 125, disminuyendo sustancialmente la inversión y la producción.
En cuanto a la inflación, es increíble que, con una inflación verdadera en torno del 25/30% anual y expectativas de inflación que treparon en mayo a 36.5% -en promedio-, cuando hace cuatro meses atrás estaban en 23%, y a 30% -la mediana- (según encuesta de la Universidad Di Tella), el Gobierno continúe con el acelerador a fondo en el manejo del gasto agregado. La inflación futura depende de la inflación actual, que afecta la inercia inflacionaria, y del exceso de gasto sobre los ingresos.
Hoy, los componentes del gasto (consumo, gasto público, inversiones y exportaciones netas) se ven impulsados por cuatro "motores" (políticas públicas expansivas) que el Gobierno se resiste en apagar: una política cambiaria de tipo de cambio real por encima del equilibrio, una política monetaria de tasas de interés reales "ultranegativas", una política fiscal en la que el gasto público crece más que los ingresos netos de retenciones y una política de ingresos que, aunque en menor medida, también impulsa el gasto.
En este contexto, cuesta creer que el Gobierno siga sin un programa antiinflacionario integral que contribuya a contener las crecientes expectativas de inflación. No se trata de una decisión entre heterodoxia o lo que hace el resto del mundo. El problema es la negación del fenómeno y la inacción resultante. Además sorprende el desperdicio de la excelente oportunidad que representaba la implementación del nuevo IPC para recuperar credibilidad en el termómetro que mide la inflación: se lanzó entre "gallos y medianoche", con escasa transparencia.
Lo bueno es que la Argentina mantiene el superávit de balanza de pagos (exceso de dólares estructurales), el superávit fiscal y, por ahora, relativamente bajas necesidades de financiamiento. Pero las condiciones han cambiado. Y las políticas públicas del AEI siguen siendo las mismas. Precisamente allí reside el problema. Para que un buen gobernante se convierta en estadista debe poder adaptarse a las circunstancias cambiantes. Por ahí pasa el desafío del kirchnerismo en su segundo mandato.