Hoy es posible tomar células de la piel de una persona y, mediante ingeniería genética, transformarlas en neuronas con el ADN de esa persona
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Un conjunto de 800.000 neuronas humanas, mantenidas vivas en un plato a 37 grados de temperatura y alimentadas en un medio adecuado aprendió a jugar al Pong, un videojuego muy primitivo, similar al tenis, publicado por Atari en 1972. Una barra a la izquierda de la pantalla puede ser movida por el jugador con el joystick hacia arriba o hacia abajo, y el objetivo es pegarle a una pelota que rebota tanto en la barra como en una pared en el extremo derecho de la pantalla. Si la pelota se escapa por el extremo izquierdo de la pantalla, game over. Cuanto más tiempo el jugador mantiene la pelota en juego, más puntos obtiene.
Este conjunto de 800.000 neuronas (el cerebro humano tiene unas 87.000 millones, es decir, unas 100.000 veces más) fue bautizado por los investigadores como Dishbrain (cerebro-plato). La noticia fue muy impactante incluso para la propia comunidad científica cuando se publicó en la revista Neuron en septiembre de 2022. El proyecto fue liderado por el neurocientífico más citado de la actualidad, el inglés Karl Friston, de University College London, junto a un equipo de la empresa australiana Cortical Labs.
La idea de que un conjunto de neuronas humanas en un plato pueda aprender a jugar al Pong es fascinante, y naturalmente surgen varias preguntas. En primer lugar, ¿de dónde provienen esas neuronas humanas? ¿Se extrajeron del cerebro de alguien? No. Hoy, la tecnología genética ha avanzado tanto que es posible tomar células de la piel de una persona y, mediante ingeniería genética, transformarlas en neuronas con el ADN de esa persona. Eso fue lo que hicieron: tomaron células de la piel y las convirtieron en neuronas. Al poco tiempo esas neuronas comenzaron a conectarse entre sí y a mostrar actividad típica de neuronas humanas en el cerebro de una persona, con actividad eléctrica en ondas de diferentes frecuencias. Se habían sincronizado.
En segundo lugar, ¿cómo conectaron esas neuronas a una pantalla para que “viera” el juego y a un joystick para que manejara los controles? Lo hicieron a través de electrodos, que es un nombre pomposo para decir “pequeños hilos de metal”. Básicamente, “enchufaron” las neuronas a la pantalla y al joystick. Un conjunto de electrodos inyectaba corrientes eléctricas con información de la pantalla a las neuronas y otro conjunto medía las corrientes generadas por las neuronas y con eso movían el joystick.
En tercer lugar, y más importante que todo, ¿cómo sabían lo que tenían que hacer? En otras palabras, ¿cuál era el premio que recibían por pegarle a la pelota o el castigo por errarle? Instintivamente podríamos pensar en darles dopamina, que sabemos que es el neurotransmisor del placer, o darles azúcares, comida. Pero no, no era nada de eso. De hecho, lo revolucionario del paper fue haberse dado cuenta de cuál era el premio adecuado para las neuronas humanas: previsibilidad.
Cuando las neuronas correctamente le pegaban a la pelota, durante algunos segundo los electrodos que enviaban información desde la pantalla lo hacían de forma repetitiva, inyectando a las neuronas una corriente previsible, como si dijeran “pi, pi, pi, pi, pi, pi” durante unos segundos. Cuando las neuronas le erraban a la pelota, enviaban durante unos segundos corriente aleatoria, imprevisible.
Lo que las neuronas buscaban era que el mundo, que percibían a través de los electrodos conectados a la pantalla, fuera previsible. Se reconfiguraron, gracias a su plasticidad, para cambiar su comportamiento y hacer del mundo un lugar más previsible.
Para demostrar que las neuronas de estos mini cerebros aprenden mediante plasticidad neuronal, es decir, creando nuevas conexiones entre ellas o modificando las conexiones existentes, un grupo de investigadores de las universidades de Indiana, California y Cincinnati en Estados Unidos demostró, en un artículo científico publicado en diciembre de 2023, que si se les suministra un alcaloide que interrumpe la plasticidad neuronal, entonces dejan de aprender. Por lo que podemos saber, sin lugar a dudas, que las neuronas están aprendiendo gracias a su plasticidad.
Objetivos nobles
Lejos de ser un juego macabro (¿sienten algo esas 800.000 neuronas humanas?), estos experimentos tienen dos grandes objetivos nobles. Por un lado, poder estudiar enfermedades neurodegenerativas, como el Parkinson o el Alzheimer. Muchos avances ya se están haciendo en ese sentido. Por otro lado, y esto tal vez es lo más revolucionario, crear inteligencias artificiales de muy baja energía.
Las inteligencias artificiales modernas, como ChatGPT, gastan muchísima energía. Y lo que hacen es simular una red neuronal. Por eso se llaman “redes neuronales artificiales”. Simulan ser una red neuronal, pero gastan miles de millones de veces más energía que una de verdad. Entonces, ¿por qué en vez de simular una red neuronal no usamos una de verdad, hecha de material biológico? Esa es la idea.
Por supuesto estos desarrollos plantean enormes dilemas morales. Por ahora, estos minicerebros tienen unos pocos milímetros de tamaño. Pero la tecnología se está desarrollando aceleradamente y en breve habrá “organoides cerebrales” (así los llaman) de complejidades y tamaños cada vez más parecidos a los de los humanos.
¿Tendrán conciencia? ¿Sentirán algo? ¿Tendrán experiencias? Hoy existen dos teorías dominantes en la comunidad científica a la hora de entender qué cuerpos del universo tienen conciencia y cuáles no (se llaman Teoría del Espacio Global de Trabajo y Teoría de la Información Integrada). Las dos concluyen que ChatGPT no tiene conciencia. Pero lo mismo no ocurre con estos minicerebros. Muchos científicos creen que tienen una forma mínima de conciencia. Mucho menor a la conciencia de la vaca que uno se come en el asado de los fines de semana, pero conciencia al fin.
Más allá de estos nobles objetivos y de los dilemas morales que plantea el crecimiento de neuronas humanas en laboratorio, esta historia tiene una moraleja importante para el mundo del trabajo, los negocios y las instituciones: cuando en la actual realidad vertiginosamente cambiante buscamos aprender para innovar y ganar previsibilidad, estamos haciendo algo que es mucho más que una decisión racional. Estamos siguiendo un instinto tan profundamente arraigado en nosotros que un grupo de pocas neuronas humanas cambia su comportamiento para que su mundo se haga más previsible.
El autor es doctor en Física, miembro del Centro de Inteligencia Artificial y Neurociencia de la Universidad Torcuato Di Tella y profesor de esa misma casa de estudios.
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