Inflación: un discurso en sepia que regresó sobre varias recetas fallidas
El inicio de la “guerra” contra el aumento de precios empezó con un Presidente sin ideas nuevas que apenas anunció un fondo para subsidiar el precio del pan e insistió con acuerdos y controles
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Corría abril de 2011 y en la explanada de la Casa Rosada estacionó un colorido camión en el que se leía “Carne para todos”. La primera compradora fue la entonces presidenta Cristina Kirchner, que se entusiasmó con varios cortes populares. No era para menos: se promocionaba el kilo de asado a $10,50; el de picada, a $6,90 y vacío, $12,65, entre otros. Eligió un par y miró a su lado. “Parrilli...”, exclamó. Y entonces, el actual senador Oscar Parrilli, sacó la billetera y pagó.
Era el inicio de uno de los centenares de planes contra la inflación por los que la Argentina apostó durante décadas. Ninguno tuvo el efecto deseado. Esta “guerra” que comanda el presidente Alberto Fernández, también Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, empezó por presentar las armas. Y la primera conclusión es que son las mismas que las que se usan desde hace décadas y que sedimentaron fracasos tras fracasos. Se trata de acuerdos de precios, controles, ley de abastecimiento, retenciones y un fondo para subsidiar el precio de la harina, los fideos y el pan. Hay que reconocer, eso sí, un optimismo importante en el mandatario: está convencido de que esta vez sí se consolidará un éxito rotundo y la inflación caerá abatida y sin aliento bajo el influjo de estas herramientas a las que siempre derrotó casi sin despeinarse.
Cada uno de los abordajes del Gobierno al problema inflacionario tiene un déficit: no contiene el prospecto que enumera las causas. El discurso presidencial incluyó 2237 palabras. De ese número, 13 veces dijo “precio” y una sola vez utilizó “gasto”. Con este último vocablo cabe una aclaración: habló de financiar “gasto de capital” no de “gasto público”. Ignorar que el Estado necesita cada vez más dinero de lo que recauda y que ese diferencial se compensa con emisión es desconocer una de las principales causas de la inflación que el Presidente catalogó como “casi una maldición”.
Hay un párrafo que se ve color sepia: “Confiamos en encontrar acuerdos que ayuden a bajar la inflación y a garantizar el aumento del poder adquisitivo de los salarios. No vamos a dejar de controlar y fiscalizar precios, aplicar la ley de abastecimiento si es necesario y utilizar todos los instrumentos con los que cuenta el Estado para cumplir con el objetivo de controlar los precios”, dijo Alberto Fernández.
Con un poco de memoria, cualquier argentino de mediana edad podría recordar esas palabras en boca de decenas de funcionarios. Una ayuda para los desmemoriados: Guillermo Moreno, el exsecretario de Comercio Interior de Néstor y Cristina Kirchner. Y para los que quieren un ejemplo reciente: Roberto Feletti, el secretario que se anotó el actual fracaso de ese tipo de políticas.
Esa línea retórica que recorrieron aquellos dos funcionarios merecía un paso más: establecer quién es el malo de la película. En el siguiente párrafo del discurso, Fernández completó ese casillero: “Nuestra batalla hoy es contra los especuladores. Contra los codiciosos. Contra quienes buscan aun en situaciones tan complejas sacar una renta extraordinaria. Contra los agoreros de siempre, que intentarán instalar el sálvese quien pueda o buscar culpables rápidos y respuestas sencillas”. Todo demasiado conocido.
Hubo un párrafo donde volvió sobre un tema que siempre está presente en los dichos de Fernández y de su ministro de Economía, Martín Guzmán. Ambos postulan que la inflación es un fenómeno multicausal: “Para atacarla debemos acumular reservas, mejorar el crédito público, desacoplar los precios internos de los internacionales, trabajar sobre las políticas de ingresos y precios al mismo tiempo”. Es casi una negación que jamás se hable de gasto público. Esta omisión no tiene más que una explicación: el Gobierno no tiene ninguna intención de controlar sus gastos.
De la primera batalla en la anunciada guerra contra la inflación surge una sola medida concreta: un fondo compensador para desacoplar el precio del pan, la harina y los fideos, entre otros productos, de los precios internacionales. Nada dijo de cuánto será y cómo se financiará ese fondo. En principio, el dinero para solventarlo saldría de un aumento de las retenciones. Suba de impuestos, una vez más. Todo demasiado amarrete para un país que consolidó un 7,5% de aumento de precios de los alimentos solo en febrero.
No hubo más. El resto, lo conocido. “Convocaré desde este lunes a los representantes de los sectores productivos, empresarios, trabajadores formales y de la economía popular, representantes del campo y el comercio, la pequeña y mediana empresa y la sociedad civil a una mesa de acuerdo que nos permita diseñar un mañana en la lucha contra la inflación”, dijo.
Lo que viene es una escena de una película que ya se vio varias veces y que nunca terminó bien. Pero por lo pronto, es lo único que hay: un Presidente que camina hacia una guerra que el mismo planteó apenas munido de un par de piedras. Solo; él y sus rudimentarios cascotes.
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