Individual o sistémica: el nuevo dilema de la política económica
La aplicación de nudges, pequeños empujoncitos para ayudar a generar ciertos comportamientos, se enfrenta al desafío de escalar para que se concreten cambios significativos; estrategias que apuntan a lo personal versus las que buscan impactar sobre el sistema: ¿qué conviene más?
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La teoría de los empujoncitos o nudges desarrollada por Richard Thaler y Cass Sunstein, derivada de los hallazgos de la economía del comportamiento, sostiene que la gente no siempre elige correctamente. Así, “empujando” a los individuos a decidir mejor se los ayuda a ellos y también se ayuda al resto de la sociedad. Si bien al principio fue recibida con resistencia por la economía mainstream, los nudges son hoy ampliamente aceptados en la teoría y sobre todo en la práctica, con cientos de oficinas en todo el mundo dedicadas a contribuir a mejorar nuestros juicios, ayudando a liberarlos de potenciales sesgos o errores.
La noción filosófica detrás de las propuestas de Thaler y Sunstein es el paternalismo libertario, expresión que suena a oxímoron (una contradicción en los términos), pero no lo es. Esta concepción plantea que el individuo es libre de elegir, pero que es posible inducirlo de manera sutil a mejorar sus decisiones sin afectar esta autonomía. Thaler ha enfatizado que debemos respetar las dos palabras de esta filosofía. Oponerse a la racionalidad del homo economicus no significa defender las políticas coercitivas. Influencia no debe ser confundida con obligación.
Hasta aquí, todos de acuerdo. Pero los debates evolucionan, y una preocupación creciente de la aplicación de nudges es su capacidad de escala. Que se cumpla su objetivo de cambiar las cosas… y que se note. Consideremos por caso las recomendaciones comportamentales para prevenir la pandemia o para paliar sus efectos. Si bien muchas demostraron ser útiles y fueron eficaces en términos de significatividad estadística, no es claro que “hayan hecho la diferencia” a nivel global. Lo mismo ocurre con otras estrategias, como las tretas para aumentar los aportes jubilatorios: si bien algunas funcionan, no hay registro de que un país haya logrado subir su tasa de ahorro mediante estos métodos. Pasar de la micro a la macro no siempre es fácil.
En esencia, los nudges ponen el foco en lo individual (marco-i) en lugar de centrarse en los aspectos sistémicos (marco-s) de los problemas. En un trabajo reciente Nick Chater y George Loewenstein, dos economistas con aportes a la economía del comportamiento, dicen que el marco-i no solo es limitado en términos de escalabilidad, sino que a veces pone énfasis en la dimensión equivocada. Hay cuestiones, afirman, que deben atacarse desde una perspectiva sistémica, no individual.
Su primer ejemplo es el cambio climático. En los últimos años se produjeron intentos para restringir las “erróneas” decisiones individuales, reduciendo mediante nudges los consumos innecesarios de energía. El moderno concepto de “huella de carbono personal”, por ejemplo, es un intento por mitigar el cambio climático por la vía de decisiones de cada uno. A esto le siguió una explosión de apps para calcular el impacto ambiental de cada paso que damos, como la Plataforma para la Compensación de la Huella de Carbono de las Naciones Unidas, y otras más cool como Carbon Footprint o The Planet App. Todas ellas apuntan a ponderar la responsabilidad personal por sobre la acción coordinada del Estado.
El asunto de la huella de carbono tuvo repercusiones políticas. Aparentemente la idea fue propiciada por una multinacional petrolera cuya intención era retrasar o eludir cambios sistémicos que la perjudicaran. El exprimer ministro inglés David Cameron en su charla TED “La próxima era del gobierno”, dictada un año antes de ser elegido en el cargo, afirmaba que la economía del comportamiento es la clave para liberar al individuo de la intimidación y el acoso del gobierno. Pero parece exagerado considerar intimidatorias a políticas regulatorias como los estándares energéticos o los impuestos al carbón. En su libro The New Climate War, Michael E. Mann alerta contra las estrategia marco-i, que considera un engaño. Sería una suerte de nudge negativo destinado a aprovecharse de la psicología humana y a desviar el eje de la discusión. Al centrarse en el marco-i, algunos grupos poderosos tienen la excusa ideal para mantener el statu quo. Por supuesto, nada de esto significa que los nudges sean una mala política. Reducir el impacto sobre el medioambiente a partir de lo que haga cada persona es un objetivo loable, pero Chater y Loewenstein advierten que sería un error descansar solo en estos mecanismos para salvar al planeta.
Los autores también se refieren a los nudges en la seguridad social, y se preguntan si el ahorro de una nación depende de la paciencia personal de la gente, o del tipo de sistema de pensiones. Comparan el sistema de Estados Unidos, muy flexible para aportar y para disponer de los fondos ahorrados, con el (nuevo) régimen de Australia, que universaliza el ahorro para la jubilación, obliga a aportar a empresas y trabajadores y prohíbe los retiros anticipados. La reforma sistémica australiana, indican, mejoró sustancialmente el ahorro del país, mientras Estados Unidos sigue penando tratando de convencer (u orientar) a cada ciudadano para que ahorre más, mediante suaves empujoncitos. Una vez más, para Chater y Loewenstein concentrarse en los errores individuales desvía la discusión acerca de cuál es el mejor sistema, si el libre (capitalización) o el obligatorio (reparto).
Un debate similar surge del libro Escasez, de Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir. La tesis principal es que la sensación de escasez, típica de situaciones de pobreza, produce una atención exagerada en un objetivo específico, como conseguir comida para ese día. Estas urgencias dejan poco “ancho de banda” mental para los planes de mediano plazo, lo que induce decisiones erróneas que en el mediano plazo podrían ser la llave para salir de esta condición. Así, un entorno de pobreza dificulta las decisiones para salir de ella. Si la teoría es correcta, los fallos decisorios no responden a características de la personalidad. De hecho, cuando se recrean en el laboratorio las situaciones de escasez en sujetos al azar, ellos fallan igual sin importar si son ricos o pobres.
Y aquí viene la gran disyuntiva, que es cómo atacar el flagelo de la pobreza. Los autores parecen preferir los nudges, correcciones mínimas en situaciones específicas, una estrategia coherente con el marco-i. El libro tiene varios ejemplos de estas intervenciones, y han probado ser bastante exitosas. Pero a pocos ha escapado la potencial conclusión sistémica de Escasez: si los entornos de pobreza producen decisiones pobres, se debería atenuar lo máximo posible la existencia de estos entornos en primera instancia.
El historiador Rutger Bregman, en una charla TED, afirma irónicamente que la pobreza es… un problema de dinero. Afirma que las soluciones basadas en los pequeños empujones debe ser abandonada y suplantada por una nueva idea radical: el ingreso básico. Su propuesta es interesante, pero también es obvio que se topa con dificultades variadas. Por otra parte, no todas las propuestas sistémicas tienen un carácter revolucionario. Por ejemplo, la relación de los argentinos con el dólar es indudablemente estructural (no es un sinónimo de cultural), y requiere para resolverse una estabilidad duradera de precios, lo que entra en la definición de política sistémica. Y es dudoso que el problema pueda atacarse con nudges.
En esencia, se debe identificar si determinados temas deben abordarse desde una perspectiva individual o desde una sistémica. Los nudges han contribuido enormemente a resolver conflictos concretos en áreas concretas, pero según marcan algunos críticos, esta filosofía no debería obstaculizar la discusión de cambios sistémicos allí donde el empujoncito no pone a andar a una buena parte de la sociedad.