Al desafío del envejecimiento poblacional se suman los efectos de la crisis sanitaria en el mundo laboral; retrasar el momento del retiro y establecer esquemas flexibles es la tendencia en varios países; el problema central será para las generaciones que hoy están activas
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Cerca de cumplir la edad mínima requerida para retirarse del trabajo y empezar a cobrar una jubilación, en algún rincón del mundo seguramente alguien se estará preguntando ahora mismo qué hacer con su vida en los próximos años. El interrogante central viene acompañado de varias cuestiones a considerar, más allá de la variable de la edad. ¿Cuántos aportes se hicieron y qué derechos otorga ese nivel de contribuciones? ¿Qué pasaría con el bolsillo, con el estado de ánimo y con la vida familiar y social si se optara de inmediato por el retiro? ¿Y si la intención es trabajar un tiempo más? ¿Existe la posibilidad de optar? ¿Es viable un camino intermedio, con una prestación parcial y un empleo? Los condicionantes y los aspectos a tener en cuenta son diferentes según quién sea la persona y, claro está, según cuál sea ese rincón del mundo en el que esté con sus pensamientos.
Las políticas que se vienen debatiendo o aprobando, no sin controversias, principalmente en el mundo desarrollado y en algunos países con poblaciones más envejecidas que otros, tienden a lograr esquemas que sean flexibles en cuanto a los requisitos para acceder a las prestaciones, y que sean permeables a adaptaciones periódicas, para intentar el pretendido y muy difícil equilibrio entre un financiamiento sostenible y una cobertura socialmente aceptable.
Los datos y las previsiones hacen que el tema merezca atención también en esta parte del planeta. Según una publicación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) basada en datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), entre 1970 y 1975 la población total de la región creció 25% y la de personas de 60 años y más, 31%; entre 2010 y 2015 los incrementos fueron de 11,4% y 38% en cada caso. Y lo proyectado para el período de 2020 a 2025 es de 8,7% y 36,3%, respectivamente. Es decir, la brecha entre ambos porcentajes se amplía.
La consecuencia es una tasa de dependencia de adultos mayores (población de 65 años y más sobre la población de 15 a 64 años) que se hace más grande. Es un hecho que provoca un “aumento de la presión financiera y de sostenibilidad de los regímenes contributivos y no contributivos”, según advierte el citado informe. Y, a la vez, también el sistema de prestación de servicios de salud se va viendo más exigido.
Para los países de la región esa tasa de dependencia era, en promedio, de 6,2% en 1950 y de 11,4% en 2015, mientras que se prevé que llegará a 28,4% en 2050 y a 52,4% en 2100, según la Cepal. Hacia mediados de este siglo, muchos de los jóvenes y no tan jóvenes que hoy trabajan (o no trabajan, pero están en edad activa) serán quienes cobrarán o buscarán cobrar las prestaciones de la etapa pasiva. Por eso, y porque el sistema está haciendo hoy mismo sus promesas de pagos para ese entonces, no se trata de un tema solo del futuro, sino también del presente.
No es entonces menor mirar lo que hoy ocurre en el mundo del trabajo. Al desafío por el envejecimiento se suman en los últimos tiempos, por ejemplo, “la aceleración del cambio tecnológico y la pérdida de puestos de trabajo con la crisis del Covid, que redujo los recursos contributivos para el pago de prestaciones”, apunta el economista Sergio Rottenschweiler, docente e investigador en la Universidad Nacional de General Sarmiento.
Toda piedra que impacta en el universo laboral tiene sus efectos en lo previsional. Las dificultades para la inserción (que llevan a muchas personas a tener vidas laborales con puestos de mala calidad y al margen de toda previsión) y la caída o el estancamiento del número de empleos formales interpelan tanto a las exigencias para el acceso como al esquema de financiamiento del sistema jubilatorio.
En la Argentina, la discusión sobre el momento de la jubilación no está hoy en las carpetas de temas de los principales actores políticos. Y entre los economistas hay quienes plantean que mucho más básico y prioritario es dar respuesta a una pregunta enorme: ¿cómo crecemos y generamos fuentes de trabajo formales, sobre todo antes de que se aceleren los cambios en la pirámide poblacional?
Más allá de no debatirse el tema en forma abierta, entre los estudiosos de lo previsional y lo fiscal surgen advertencias cada vez que, por decisiones políticas, el universo de beneficiarios o las promesas del sistema se amplían –quizás a partir de la idea de ir tras objetivos incuestionables de inclusión social–, sin que exista un análisis de costos ni una previsión de cómo se les hará frente a las nuevas prestaciones.
La sábana corta
La última decisión sobre el tema es el decreto de necesidad y urgencia 674, que crea la Prestación Anticipada por Desempleo. Pese a que un tema así requiere una ley, el Poder Ejecutivo resolvió evitar el debate en el Congreso, y dictó un decreto que se publicó en el Boletín Oficial a fines de septiembre, semanas después de las elecciones primarias en las que el Gobierno sufrió un duro revés. Poco antes de las PASO, y también por DNU, se había establecido para las mujeres la posibilidad de contar años de aportes jubilatorios por hijos.
La prestación anticipada es una asignación a la que acceden, en el sistema previsional general, quienes tienen al menos 30 años de aportes y están desocupados, si les faltan no más de cinco años para la edad de retiro. Se trata de una respuesta a un problema no menor del mercado laboral, pero cuando se la analiza desde el punto de vista previsional, aparece la figura de la sábana corta. Tiene, además, un defecto para quien considera que la equidad es un fin deseable: para acceder al beneficio se debe cumplir la edad requerida hasta una cierta fecha, pasada la cual ya no podrá pedirse la prestación. Así, y de forma similar a lo que ocurre con las moratorias previsionales, se otorgan o no derechos en función del día de nacimiento de las personas, aun cuando la problemática que afecta a incluidos y excluidos sea la misma.
“Los esquemas de retiro anticipado agravan el problema de sostenibilidad de los sistemas y son consecuencia de no contar con un sistema razonable de seguro de desempleo o un ingreso básico para la población más vulnerable”, afirma Oscar Cetrángolo, economista e investigador del Instituto Interdisciplinario de Economía Política de la UBA y del Conicet.
Más allá de esa medida que se da en la Argentina, en países con regímenes de capitalización ocurre que, por las crisis laborales, se les permite a los aportantes en edad activa hacer retiros anticipados de sus cuentas de ahorro. Un informe reciente de la OIT describe cómo en Perú y en Chile se habilitó ese tipo de extracciones en 2020 y se advierte que, si bien esas decisiones contribuyeron “a suavizar los efectos adversos de la crisis [del Covid-19]”, derivarán en “pensiones menos suficientes en el futuro y/o en una responsabilidad estatal mayor” para garantizar ingresos.
Cuál es el momento en que se otorga el derecho a jubilarse es, en rigor, uno de muchos aspectos que entran en juego para evaluar la sostenibilidad de los pagos presentes y futuros. Las fuentes de financiamiento, el cálculo del haber inicial y de la movilidad, la estructura del mercado laboral y el peso de la informalidad son algunos de los temas involucrados.
Modelos europeos
¿Qué se hace en los países en los que el envejecimiento llegó antes que a América Latina? El reporte 2021 del Comité de Protección Social de la Comisión Europea menciona algunas tendencias de los últimos tres años en el continente, aclarando que varios países habían aprobado previamente subas de la edad mínima, con entrada en vigencia progresiva en el tiempo. Una tendencia es la promoción de medidas que incentivan a quedarse más tiempo en el trabajo; otra es la modificación de los esquemas de contribuciones. En España, por ejemplo, el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones anunció hace pocos días un acuerdo con sindicatos para concretar una suba de los porcentajes de aportes con destino al sistema de pensiones.
En algunos casos, a la edad se la hace entrar en juego con la variable de la expectativa de vida. El sistema adoptado por Suecia implica la vigencia de una edad base para poder pedir la prestación; desde ese momento, cuanto más tiempo se demore la solicitud, más alta será la mensualidad a cobrar luego del retiro. Esto es, lógicamente, porque si se va a depender durante un menor porcentaje del tiempo de vida de un ingreso previsional, entonces será posible obtener una cifra mayor cada mes. En Suecia la edad mínima para poder solicitar la prestación se elevará de 62 a 63 años en 2023.
Los cambios que involucran aumentos en las edades mínimas se hacen procurando no afectar a quienes están cerca de jubilarse al momento de aprobarse las reformas; de lo contrario, serían socialmente inviables, más allá de que de por sí suelen ser conflictivos. En Alemania, Francia y España, además de estar previstos incrementos de edades para los próximos años, hay mecanismos por los cuales el momento desde el cual alguien puede jubilarse, o los montos a percibir, guardan relación con cuánto tiempo se aportó, según consigna el mencionado informe. Y en algunos países donde aún existe la diferenciación –como Austria, Bulgaria y Eslovaquia– está fijada la fecha en que se unificará la edad de retiro para mujeres y varones.
El sistema general gestionado por la Anses en la Argentina mantiene la diferencia por género en la edad de retiro, 65 años para varones y 60 para mujeres. Sin embargo, hubo dos medidas relativamente recientes en las que la brecha se borró: una es la creación, en 2016, de la Pensión Universal para los Adultos Mayores (PUAM) –se accede a los 65 –; la otra es la disposición incluida en la ley 27.426, de 2017, que le prohíbe al empleador intimar a alguien a tramitar su jubilación antes de los 70 años, algo que tiende a provocar, sin imposición, un retraso en la edad de retiro.
De la inclusión a los problemas de sustentabilidad
“Después de diversos esfuerzos para expandir los beneficios no contributivos y hacer frente al problema de una baja cobertura, la preocupación de gobiernos o países en América Latina volvió a centrarse en las dificultades de sustentabilidad financiera de mediano y largo plazo de los sistemas de pensiones”, analiza Ignacio Apella, economista para Protección Social en el Departamento de Desarrollo Humano para América Latina del Banco Mundial.
Cita los casos de Brasil, donde se fijó una edad mínima para jubilarse (antes solo se requería una cantidad de aportes), y de Uruguay, donde se conformó una comisión de expertos para elaborar una reforma. El tema toma mayor fuerza, dice el especialista, por el factor determinante que implica el envejecimiento poblacional.
Según recuerda el economista José María Fanelli, la Argentina atraviesa, al igual que la región, su bono demográfico, que terminará hacia 2035 o 2040. Para entonces, cambiará de manera significativa la relación entre personas en etapa activa y en edad pasiva. Hoy, por cada 100 en edad activa, hay 55 que son económicamente dependientes (entre las personas de hasta 15 años y las de 65 y más). Esa relación, que se mantiene casi sin modificaciones desde 2010, comenzará a crecer y llegaría a 61 por cada 100 en 2050 y a 72 por cada 100 en 2100 (por la mayor cantidad de adultos mayores), según proyecciones publicadas en el informe Los años no vienen solos, publicado por el Banco Mundial.
En América del Sur, de acuerdo con proyecciones de la Cepal, mientras que la esperanza de vida a los 60 años era de 22,2 años entre 2015 y 2020, en el período de 2030 a 2035 subirá a 23,8 años. Y se prevé que entre 2060 y 2065 se ubicará en 27 años.
“Hay que hacerse rico antes de hacerse viejo”, sentencia Fanelli, en referencia al objetivo al que cree que deben apuntar los países. El gran problema de la Argentina, advierte, es que la inversión económica generadora de riqueza y de empleos “es una lágrima”, por lo escasa.
“Si se creciera y si aumentaran el salario y el empleo sería el mejor de los mundos, porque subiría la recaudación”, plantea. Y hace hincapié en que debería crecer el empleo formal, porque los “sin aportes” integran un grupo de magnitud en la Argentina, donde después de las moratorias previsionales masivas para el acceso a beneficios del sistema contributivo se creó la ya mencionada PUAM, una prestación a la que también hay que financiar y sostener a futuro.
El economista agrega que, además, hace falta una adecuación de los sistemas de previsión social a las nuevas formas de trabajo, que llegan de la mano de la revolución de la inteligencia artificial, la economía de plataformas y la posibilidad creciente de prestar servicios más allá de fronteras.
“La discusión sobre la edad de retiro debería plantearse más allá de la sustentabilidad de los sistemas de pensiones y debería estar relacionada también con las discusiones sobre el crecimiento económico –coincide Apella–. Es importante buscar espacios para compensar la disminución de la fuerza laboral que se irá dando en la región [por efecto del envejecimiento poblacional]. Comparando con décadas atrás, la mayoría de las personas llegan a la vejez con mejor estado de salud, y algunas se sienten productivas y quieren seguir trabajando; eso permite pensar en incentivos a posponer el retiro”.
Un informe reciente de la Cepal con datos y proyecciones da cuenta de que, independientemente de las causas (pueden influir la pobreza, el desempleo y las bajas jubilaciones, además de una mayor predisposición a extender la vida laboral), hay una tendencia clara: en 1980, en América Latina el 5,4% de las personas de 60 años y más estaba en la fuerza de trabajo; en 2020 el índice llegó a 8,3%, y para 2040 se prevé que el 12,7% de ese segmento de la población tendrá participación en el mundo laboral.
Para ese entonces, quizá muchos de los trabajadores actuales estarán cobrando una jubilación parcial y percibiendo a la vez un salario, si es que ocurre que, por reformas pensadas o por la propia fuerza de la realidad, la flexibilidad va ganando espacio.
“Es claro que el camino es buscar reglas flexibles, que reconozcan la creciente heterogeneidad en la forma en que las personas se insertan en el mercado de trabajo, con dos principios centrales: el de la equidad, es decir, que la flexibilidad sea la misma para todos, sin que se discrimine por ocupación, industria, género o poder de lobby, y el de procurar que haya incentivos para permanecer en actividad, es decir, que los trabajadores se puedan retirar a cierta edad pero que les convenga postergar esa salida”, considera el economista Rafael Rofman, director del Programa de Protección Social del Cippec.
El analista sostiene que en la Argentina el debate (o algún intento de debate) aún tiene el foco “en un mercado de trabajo ideal, en el que las personas trabajan full time siempre hasta cierta edad y luego se retiran”. Es decir, en un esquema rígido y más propio de otro contexto, mientras que, a la luz de la realidad social y laboral, el sistema necesita una reforma integral.
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