¿Hasta cuándo podemos “fingir demencia”?
Cuando todos esperaban una debacle, los consumidores argentinos volvieron a sorprender. En el mismo momento en que tuvimos la inflación mensual más alta de los últimos 20 años, hubo un inesperado boom de consumo. Crecieron las ventas de casi todo. Autos 0 km, 17%; despachos de cemento, 9,5%; insumos para la construcción, 8,5%; motos, 8%. No son solo bienes durables que podrían comprar los que tienen buen poder adquisitivo. Los datos preliminares sobre las ventas en las grandes cadenas de supermercados arrojan una explosión de demanda en los productos más básicos.
¿Es para festejar? En un entorno normal, lo sería. Si analizamos qué pasó, lo dudo mucho.
Lo primero que nos dicen las cifras que acaba de procesar Scentia es que lo que ocurrió no es normal. En el primer semestre las grandes cadenas de supermercados habían tenido un crecimiento en sus ventas del 1,4%. De pronto en julio la gente arrasó con las ventas de aceite, que crecieron 59%; café, 38%; arroz, 30%; lavandina, 26%; fideos, 26%; yerba, 23%; azúcar, 18%; jabón para lavar la ropa, 17%; papel higiénico, 17%, y harinas, 15%.
Estos productos básicos tienen un consumo fuertemente transversal. Se compran regularmente en la mayoría de los hogares del país. En julio “todos compraron”. Algunos, bienes de alto valor, como un auto o un televisor; otros, alimentos y productos de limpieza que se pueden almacenar.
Hablando con las empresas, se confirma que también fue un gran mes para shoppings, cines, teatros y restaurantes. Bastaba prestar un poco de atención a la dinámica de la calle para tener la comprobación empírica.
En simultáneo, el IPC Meli, que es un indicador privado que sigue los precios diarios de una serie de productos que se venden en Mercado Libre, arrojó un salto mensual violentísimo: +28%, es decir, prácticamente cuatro veces más que el 7,4% del Indec. Allí donde no hay cepos, ni subsidios, ni controles, donde juega el libre mercado tensionado día a día entre la oferta y la demanda, los precios volaron.
Ahora que tenemos las evidencias en la mano podemos decir con precisión lo que intuíamos: en julio se rompió el mercado. La sociedad ya tenía sus emociones al borde. Dándole pelea a la mayor inflación de las últimas tres décadas –ya es 71% anual– el objetivo mayoritario es no perder o perder lo menos posible. En ese entorno de incertidumbre desmadrada y estados alterados, se produjo un salto en el valor del dólar blue –el que siguen los ciudadanos– del 42%. Recordemos que el 30 de mayo costaba $207. En el pico de la locura, cuando el dólar tocó los $350, el movimiento era disruptivo: casi 70% de suba en dos meses.
Lo que nos muestran todos estos indicadores de locura es que venimos de vivir una corrida doble en un ecosistema de enorme fragilidad psíquica. La economía del comportamiento ha analizado en detalle el comportamiento de manada. Todos corren porque todos corren. Manda la emoción y no la razón. Es una conducta prácticamente instintiva. Fue lo que pasó. El nuestro es un colectivo social con la piel curtida y el músculo desarrollado. Los argentinos saben muy bien que cuando la Argentina acelera lo peor que te puede pasar es ser el último de la fila. Ya sea que compres o que vendas. La carrera, y la corrida, es siempre doble porque todos saben que “del otro lado” también hay argentinos que saben. Los que compran buscan abastecerse; los que venden, cubrirse.
Esto, lamentablemente, ya ha pasado muchas veces en nuestro país. ¿Cuál es la novedad? Que esta vez sucede en un contexto extraño e inédito: la salida de la pandemia y la cuarentena. Parece que hubiera ocurrido hace 1000 años, pero no es así. En el inconsciente colectivo fue ayer. Sus enormes distorsiones emocionales fluyen aceleradamente en el entramado social.
Hace algunos días se viralizó un video de TikTok protagonizado por una chica joven, en términos generacionales una centennial (nacidos entre 1994 y 2010), que quedó titulado informalmente como “fingiendo demencia”. Con la agudeza y el sarcasmo que caracteriza a esta generación que nació con internet y creció rodeada por las redes sociales, hizo a cámara una reflexión que logró captar la atención por su precisión para describir un fenómeno que a muchos les cuesta comprender. “Les quiero compartir una teoría que tengo: para mí somos la generación de fingir demencia. Es como que el país se está prendiendo fuego y vos vas a un boliche y el boliche está lleno. La gente compra champagne y paga mesas que valen una fortuna. No sé, capaz que alquilás pero te comprás un buzo que vale 15.000 pesos. Es como que ninguno de nuestros gastos tiene sentido alguno. A veces pienso y digo: ‘Che, es un delirio lo que estoy haciendo, lo que estoy gastando’. Después me pongo a pensar y tampoco es que gano una fortuna. O sea que, ya fue, me la deliro [SIC] en el disfrute y listo, porque total lo que gano no me alcanza para nada, no me voy a hacer una casa. ¿No les pasa eso?”.
Si bien es cierto que su observación se vincula con lo que está ocurriendo en el tercio más acomodado de la pirámide social –clase alta, clase media alta y el sector de la clase media baja que pudo recuperarse–, no por ello deja de ser válida para sintetizar en un trazo general lo que sucedió con el consumo de una buena parte de los argentinos en este año. Hasta acá.
Retirada para la gran mayoría la posibilidad de acceder a la trilogía del gran deseo –comprarte una casa, un auto 0 km o irte de viaje al exterior– y con un nivel de inflación que ya no solo cuesta gestionar sino incluso pensar –todos los que tienen menos de 40 años nunca lo vivieron porque en 1991 o no habían nacido o eran niños–, parecería que por ahora los consumidores optaron por “fingir demencia”.
Nótese la sutileza del concepto. No es estar dementes, sino fingirlo, que no es lo mismo. Abrumados por un entorno ominoso y opresivo que sienten que les juega en contra, para protegerse económicamente los argentinos eligieron huir del peso y para protegerse psíquicamente, huir de la realidad. A sabiendas de lo que ocurre, han elegido que, en este momento, como sea, necesitan sanar. Vienen de dos años que juzgan un espanto.
Eso no implica que nieguen las dificultades, solo que eligen actuar a pesar de ellas y ponderar de un modo diferente sus prioridades. Según el último barómetro de opinión pública realizado por la Universidad de San Andrés, apenas el 10% de la población está satisfecha con cómo van las cosas. Las expectativas hacia adelante están lejos de ser buenas. El 70% cree que el año que viene la situación general del país estará peor, y el 58% espera lo mismo para su situación personal. Eso lo refleja la última encuesta nacional de Synopsis, realizada en julio.
La combinatoria de la apertura total de la economía desde agosto de 2021 con la consecuente baja del desempleo –hoy 7%– más el dinero que había en la calle por la creciente emisión monetaria sumado a las ansias de vitalidad expresadas en una máxima arquetípica del desborde emocional –”no me importa nada”– hicieron que en el primer semestre se haya podido “delirarla”. La locura de julio hizo que el mes pasado se alcanzara el cénit de esas conductas destempladas.
Los principales economistas ya prevén 90% de inflación para este año “si todo sale bien”. Hasta el primer semestre, cuando ese valor oscilaba en el 60%, los salarios la venían siguiendo de cerca. ¿Podrán seguir haciéndolo? La falta de dólares amenaza con afectar la actividad en algunos sectores económicos por carencia de insumos o productos. Se anunciaría esta semana una suba de tarifas que habrá que ver en los hechos a cuántos hogares afecta. Y, especialmente, a cuáles. Por último, el Banco Central volvió a subir las tasas de interés encareciendo así el costo del crédito para las empresas y las personas.
El interrogante que se cae de maduro es: ¿hasta cuándo los consumidores argentinos podrán seguir “fingiendo demencia”?
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