Vestida con ropas viejas y gastados accesorios, una chica juega a ser cantante en el patio de su abuela. Años después, se convertirá en Gilda, la reina de la bailanta, será amada por el público y convocará multitudes, pero morirá joven, en pleno éxito, y se transformará en una leyenda, para muchos, y hasta en una santa, para otros.
Gilda no nació Gilda, sino que fue bautizada como Miriam Alejandra Bianchi, poco después de haber llegado a este mundo, el 11 de octubre de 1961, en el barrio de Villa Devoto. Nacida en una familia de clase media, estudió en un colegio católico y desde muy pequeña sintió especial inclinación hacia la música.
A los trece años pegó un estirón tan sorprendente que sus compañeras, pese a ser mayores en edad, quedaron más bajas o iguales que ella. Ahí ya adquiere la altura que tendrá de por vida y también su personalidad de líder nata. "No es una chica particularmente analítica; más bien una mandada. Así que en el grupo del colegio le encargan que sea ella quien vaya a hablar cuando hay algo que resolver. Y ella va", cuenta su biógrafo, el periodista y escritor Alejandro Margulis, en el libro Gilda, la abanderada de la bailanta (Planeta 2012)
Como desde chica mostró inclinaciones musicales, para fomentar sus inquietudes, su mamá la llevo a estudiar danza clásica y española. Ahora, si bien sus padres estimulaban sus cualidades artísticas, veían con desconfianza al mundo del espectáculo. Por eso, ella se inclinó a estudiar para maestra jardinera y, aunque debió abandonar la carrera, a principios de los ochenta empezó a trabajar de eso en un jardín de infantes.
Ahí disfrutaba organizando obras de teatro infantiles para sus alumnos, con puestas en escena que siempre incluían varias canciones a su cargo, por pedido de los propios alumnos, de sus padres y de las otras maestras. Se dio cuenta, entonces, de que disfrutaba esa faceta, al tiempo que ese cierto "roce escénico" le hacía ganar confianza en sus dotes musicales.
Su vida cambió por completo el día que leyó en el diario un aviso en el que pedían vocalistas para un grupo musical. Se presentó a la audición y, gracias a su voz y su carisma, se ganó un lugar en una banda tropical. Contra los deseos de su familia, que seguía desconfiando de ese ambiente, ella se embarcó de lleno en el mundo de la música.
Pronto se convirtió en Gilda, en honor a la femme fatale que encarnaba Rita Hayworth en la película del mismo nombre. Por esos tiempos, conoció a Toti Giménez, compositor y tecladista, quien más tarde se convertiría en su pareja y que, según dicen los que conocieron de cerca a la cantante, fue el hombre encargado de forjar su leyenda.
La noche de su debut hace mucho frío y Gilda tiene puesto un largo tapado rojo que le cubre la minifalda, según cuenta Margulis, que también escribió un segundo libro sobre ella, llamado Gilda. Su vida. Su muerte. Sus milagros (Planeta, 2016). "Cuando llegan al lugar está lleno a rabiar: 1500 personas amuchadas en un primer piso frente a la estación del tren... Sola por primera vez frente a un público masivo, la primera sensación es espantosa...", relata Margulis.
De pronto se encuentra en el escenario ante toda la gente que ha pagado una entrada para verla y escucharla y, como contará después, no es fácil estar ahí, frente a miles de pares de ojos, ante una multitud que no se sabe qué hará: si la silbará, si la rechazará, si la aprobará o le gritará.
Si algo queda claro, prosigue Margulis en su libro, es Gilda que no es ni pretende hacerse la Mata Hari; eso no le sale ni en el escenario ni fuera de él. "Y las chicas se fascinan con eso. De aquel encuentro nace el primero de sus clubes de fans, que organiza Nancy Vizcarra. El ambiente es pesado, los temas van desgranándose sin interrupciones y el calor humedece los cuerpos al ritmo de la cumbia", se lee en la publicación mencionada.
A partir de ahí, la carrera de Gilda fue más que explosiva, en menos de un año ya era un éxito absoluto y, de la mano de canciones como "Fuiste", "No me arrepiento de este amor", "Noches vacías", "Corazón valiente" y varias más, cosechó discos de oro, de platino y de doble platino. Fue Toti Giménez, quien la convenció para que se lanzara como solista y la apoyó en la lucha contra las compañías discográficas, que por entonces creían que el mundo de la música popular era cosa de hombres.
Aquella chica que jugaba a ser cantante en el patio de su abuela, se había convertido en la reina de la música tropical, era amada por todos, embolsaba millones y tenía una gran carrera por delante. Estaba en su mejor momento. Tocando el Cielo con las manos. Pero... siempre hay un "pincelazo" que lo arruina todo.
El 7 de septiembre de 1996 viajaba en un colectivo con toda su banda, su madre y su hija, rumbo a una presentación que haría en Chajarí, Entre Ríos. En el kilómetro 129 de la ruta 12, un camión los embistió, el ómnibus empezó a dar tumbos y chocó de forma simultánea con dos autos que pasaban por ahí. El accidente dejó un saldo trágico: murieron Gilda, su madre, su hija y tres de sus músicos.Se terminó así, a los 35 años, la vida de la cantante que se convirtió en leyenda y que muchos comenzaron a adorar como a una verdadera santa.
"La muerte de Gilda dejó su vida inconclusa, y también una obra en ciernes que llegó muchos más lejos de lo que nunca soñó en vida. Las discográficas aprovecharon la tragedia para incentivar la venta de sus discos. Y fabricaron esa historia de un casete encontrado en la ruta, algo que nunca existió. Con el tiempo también muchos atribuyeron a la última canción un sentido premonitorio, como si ella, en su santidad, hubiese sabido que se iba a morir", comenta Margulis, cuyo último libro es Padre ausente (Ediciones Camelot América).
La realidad, continua Margulis, fue que Gilda escribió esa canción que se llama No es mi despedida para unas fans de Bolivia, al finalizar su última gira por ese país. "Pero bueno, las leyendas tienen más encanto que la verdad. Este tal vez haya sido su gran fracaso, el que la hizo trascender a la inmortalidad del mito, concluye el escritor.
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